Revista de las Españas
Madrid, junio de 1926
2ª época, número 1
páginas 1-3

Ramón Menéndez Pidal
El solar del Cid

El viajero por España no encontrará en las Guías ni una palabra sola que le encamine a Vivar; ni siquiera verá en ellas el nombre de tal aldehuela.

Pero sin un recuerdo para este solar del heroísmo, la visión de España quedará siempre deficiente. Y me atrevo a proponer al lector una rápida visita a la tierra donde rodó la robliza cuna del más famoso castellano.

* * *

Vivar está en uno de los altos valles de la meseta del Duero.

La mayor parte de esta elevada meseta se compone de vastas planicies abrasadas por los soles y resquebrajadas por los hielos: «nueve meses de invierno y tres de infierno» son, según el dicho popular, las dos únicas estaciones del año en estas llanuras de Castilla, y al irlas a visitar llevamos siempre el espíritu muy hostilmente prevenido. Las generaciones actuales no aciertan a ver sino una desolada Castilla, la que evoca nuestro grande y entristecido poeta:

la de los altos llanos y yermos y roquedas,
de campos sin arados, regatos ni arboledas,
decrépitas ciudades, caminos sin mesones,
y atónitos palurdos sin danzas ni canciones...

Pero no; no estamos en presencia de un trozo maldito del planeta «por donde vaga errante la sombra de Caín». Estas llanuras castellanas, si de aspecto austero, no tienen tristeza de páramo. Ricas en trigos y viñas, son siempre el solar de aquellos poderosos ciudadanos cuya opulencia envidiaba el poeta de Alfonso VII, unos cincuenta años después de muerto el Cid, como superior a la de los otros vasallos del emperador:

non est paupertas in eis, sed magna facultas.

El campesino de hoy, sucesor de aquellos ciudadanos, es también bastante rico por su agricultura. Pero ante la vasta monotonía de aquellos campos, el habitante acrece la también monótona sobriedad física e ideológica propia del ibero. Sufridor de grandes privaciones, si éstas no estimulan su agilidad mental, en cambio tampoco le merman el esfuerzo para el sacrificio. Trabaja sometido a todas las inclemencias del extremoso clima de invierno y de infierno con la insensibilidad de un mártir. Allí va, tras su yunta, cantando entre alegres tonadas de labranza piadosas meditaciones acerca del arado, envueltas en los más violentos simbolismos:

El arado cantaré,
de piezas lo iré formando,
y de la pasión de Cristo
misterios iré explicando...

Vive esperando que sus directores espirituales le devuelvan la fe en el obrar que le han quitado implacablemente. Si gana una fe de nueva eficacia, entregará su vida, como antaño, a cualquier heroica demanda de supremo esfuerzo.

* * *

En la parte Norte de esa elevada meseta del Duero se destaca, por su importancia, la Tierra de Campos. Esta llanura dorada de espigas, y cuyo centro político era Carrión, patria de la poderosa familia de los Vanigómez, se prolonga hacia Noroeste en otra llanura menor, más alta y fría, a cuyo extremo septentrional están la ciudad de Burgos, cabeza de Castilla, y la aldea de Vivar. Vivar es la patria del Cid, rival histórico de los Vanigómez.

La tierra de Burgos es más pobre que la de Carrión. Constitúyenla las últimas llanuras de la meseta del Duero, con sus valles formados por erosión de las aguas; un poco más al Norte de Burgos empiezan ya los valles formados por el arrugamiento de la corteza terrestre, empiezan a elevarse los repliegues de las montañas cantábricas. Burgos participa [2] todavía de la flora mediterránea: las duras encinas, los leñosos y perfumados tomillos, las espinosas aliagas; pero algo más al Norte, en el partido de Sedaño, comienza ya a iniciarse la flora de los bosques boreales, caracterizada por el haya y por la abundancia de las praderías.

Este tan señalado límite de regiones naturales fue límite político sólo en un breve momento de la Reconquista, cuando nació el Cid. Vivar estaba entonces en frontera con el reino de Navarra; así el Cid fue desde su infancia un hombre de las fronteras, un hombre del peligro y de la lucha.

* * *

La aldea de Vivar, nueve kilómetros al Norte de Burgos, tiene hoy sesenta casas, con menos de doscientos habitantes; entre ellos abunda notablemente el tipo rubio, garzo y aguileño. Las casas, de cuadrada simplicidad, se repelen, huyendo la medianería, como descomunales dados caídos al azar. La mayoría de ellas llevan en su interior la cocina antigua, con chimenea de ancha campana, bajo la cual se reúne la familia para reanimarse de las crudas heladas invernales, mientras el humo va curando la matanza. El color terroso rojizo de las casas es como el del suelo sobre que se asientan; y casas, solares o eras se distinguen muy poco del oro de las mieses estivales que cubren todo lo demás del terreno; sólo algunos chopos, entre las casas y a la orilla del río Ubierna o a lo largo de los caminos, dan verde alegría a este paisaje amarillento.

La tierra de Vivar, ni muy rica ni muy pobre, se dilata llana, cubierta de sembrados, en su mayoría de trigo; y las rectangulares heredades, no sólo ocupan toda la llanura, sino que suben allá lejos, cuanto pueden, por las cuestas que limitan el valle a un lado y a otro; suben hasta morir en el verdor inútil que cubre la cima de los cerros, o hasta tocar en la blancura estéril de los carcavones, donde la erosión de las lluvias deja al descubierto las calizas y las margas que forman la entraña de aquel terreno.

Este valle es de secano. Sólo fluye por medio de él el escaso caudal del Ubierna. Con las aguas de este río, un molino en Vivar, tres en Sotopalacios, cuatro en Ubierna... mueven sus ruedas, permanentemente en invierno, pero a represas o con intermitencia durante el estiaje. Mueven también estos molinos algún cedazo mecánico moderno; mas, con todo, rebosan arcaísmo y llevan nuestro pensamiento a los molinos que allí poseía Mío Cid. Solía ser en la Edad Media el molino un monopolio de privilegio señorial muy estimado; mas, sin embargo, los orgullosos Vanigómez se mofaban del héroe, como si administrase demasiado directamente la molienda, a modo de pequeño propietario:

¡Quién nos daría nuevas de Mío Cid el de Vivar!
¡Váyase a río de Ubierna los molinos a picar
y a cobrar maquilas, como las suele cobrar!
¿Quién le daría sus hijas con los de Carrión casar?

A las orillas del Ubierna, junto a estos molinos y por estos trigales, corrió la infancia de Rodrigo.

* * *

Era Vivar entonces, como hemos dicho, un pueblo fronterizo con el reino de Navarra. Tan fronterizo era, que el vecino pueblecito de Ubierna ya pertenecía a los navarros. Éstos estrechaban por todas partes. Burgos no distaba tampoco de la frontera navarra por el Este sino unos 15 kilómetros: los navarros estaban en el pueblo de Arlanzón.

Las varias fuerzas étnicas que integran la nación andaban entonces muy dislocadas de su asiento habitual. El reino pirenaico había sido llevado a una extensión territorial máxima por el enérgico talento de Sancho el Mayor: comprendía, no sólo todo el territorio de lengua vasca, como centro, sino alrededor muchos otros territorios de lengua románica, entre los que hay que contar por el Occidente gran parte de las actuales provincias de Santander y de Burgos. Pero tal florecimiento fue muy pasajero; en ciento cincuenta años, el que parecía un fuerte reino vasco se descompuso, falto de iniciativas y de cohesión, ante el mayor empuje de Castilla. Cuando el rey castellano Fernando I derrota a los navarros en Atapuerca (1054) empieza la decadencia de Navarra.

Rodrigo de Vivar era entonces niño de unos once años, y vio a su padre distinguirse en los sucesos que siguieron a esa batalla. Diego Laínez, que así se llamaba el padre del Cid, recobró por entonces del [3] poder de los navarros el castillo de Ubierna, siete kilómetros al Norte de Vivar; y luego el también cercano de Urbel, con el pueblo de La Piedra; venció, además, a sus enemigos en una batalla campal que les quitó para siempre la posibilidad de reaccionar contra él.

Nada más sabemos de la niñez del héroe ni de su primera mocedad. Las crónicas de fines del siglo XII y las del XIV nos cuentan que el joven Rodrigo venció cinco reyes moros y los llevó presos a Vivar, ante su madre, dejándolos luego ir libres; cuentan también que tuvo lid con el conde don Gómez de Gormaz, en la cual le mató, y que luego Jimena Gómez, hija del conde muerto, se querelló ante el rey Fernando, y al fin, rogó al rey que, para ella perdonar aquel homicidio, tuviese a bien casarla con el matador; ruego que fue grato al rey y más grato a Rodrigo, así que pronto se celebraron las bodas, bendecidas por el obispo de Palencia. Pero todo esto son cuentos de juglares, invenciones de poetas. No importa que un docto benedictino como fray Prudencio de Sandoval, después de examinar viejos epitafios, se halle dispuesto a admitir, y otros muchos con él, que Rodrigo se casó en primeras nupcias con esta Jimena Gómez, y luego con Jimena Díaz; la Historia no conoce más que a esta última, y Rodrigo no se casó con ella en temprana edad, sino hacia los treinta años. Estas primeras mocedades del héroe no tienen más realidad que la muy elevada que les dio la poesía. La lucha de agravio y amor entre Jimena y Rodrigo alcanza su mayor valor histórico cuando Guillén de Castro la realza dentro del sistema teatral de Lope de Vega y la impone a la mente de Corneille, o cuando éste hace servir el conflicto dramático español para componer la obra más leída de la literatura francesa, ennobleciendo con sus versos la causa de una reina española combatida por el cardenal Richelieu. El relato de la primer entrevista del mozo de Vivar con el rey, cuando éste llama al joven para casarlo con Jimena, no tiene lugar alguno en la grandiosa historia de Fernando I, sino en la malhadada de Fernando VII, cuando servía para recrear el sentimiento liberal de los españoles, que desahogaban contra la tímida severidad de la censura gubernativa, repitiendo por lo bajo los versos del romancero:

por besar mano de rey no me tengo por honrado.

* * *

Y no vayan más allá nuestros recuerdos en Vivar. No necesita el Cid esas poéticas mocedades, plantas humildes crecidas en derredor del tronco de sus hazañas. Bien le bastan sus hechos históricos, que tanto influyeron en la octosecular cruzada española; ellos nos le hacen comprender como un genio político y militar de acierto infalible que, a haber sido aprovechado por su monarca como debiera, habría precipitado el curso de la Reconquista, evitando a ésta el retraso de la invasión almorávide.

Dejemos, pues, la tranquila soledad de Vivar, reteniendo sólo que la muchachez del Cid no se deslizó, en este campesino apartamiento, sin el beneficio de sacudidas y sobresaltos fronterizos.

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