Revista de las Españas
Madrid, junio de 1926
2ª época, número 1
páginas 4-8

Eugenio d’Ors
Glosas a la Exposición de Bellas Artes de Madrid

I

No vale a jugar el soso juego del optimismo o del pesimismo. Las cosas son como son; y nuestro deber, enfrontarlas con espíritu de verdad. En espíritu de verdad, hay que decir que unas instituciones españolas están bien, y en situación de verse aprovechadas como otros tantos sillares para la magna construcción futura con que soñamos, y a la cual, a falta de otro título sintético mejor, damos hoy el nombre plural de «las Españas». Pero otras instituciones están mal, y de ellas, salvo gran reforma y mejora, poco partido va a sacarse. Entre las primeras, entre las instituciones que están bien, figura, por ejemplo, nuestra gran Prensa, digna de hombrearse, en sus ejemplares más escogidos, tanto en razón de ingenio como de conducta, con lo mejor que haya en el mundo. Y también el Museo del Prado, a que, en riqueza, decoro de instalación, vivacidad renovadora y labor crítica, pocos aventajan, y en calor de interés público circundante, ninguno... ¿Cómo ocultar, en cambio, que entre las instituciones que están menos bien figuran la Universidad y la Exposición oficial de Bellas Artes?

Si la Universidad y la Exposición oficial de Bellas Artes están mal, es, probablemente, por las mismas razones. La capital, ser invenciones administrativas cimentadas en el espíritu erístico; quiere decirse, en el prurito de competidora oposición, dejo fatal del escolasticismo en toda la vida espiritual española. Los aspirantes al profesorado en nuestra Universidad, los artistas que la Exposición convoca, no son llamados por virtud de la excelencia de una obra anterior, ni por la garantía que en ella se encuentre de una vocación seria por la realización de ulteriores trabajos; sino a un acto único, de valor, a medias decidido por el azar, a medias por la picardía, con tal o cual entreverado de cohecho y de farsa, que tiene el carácter de liza o torneo entre las más perentorias ambiciones... Esto coloca, naturalmente, al candidato, no en la actitud proba de aspirar a la perfección, sino, cuando el mejor de los casos, en la menos honrada de sacrificarlo todo al lucimiento. No se lucha por algo, en tales bárbaras pruebas; se lucha contra alguien. La Universidad tiene sus oposiciones; la Exposición, sus medallas. De intoxicación de medallas y oposiciones languidecen –tal vez agonizan–, en España, Exposición y Universidad.

Esto se paga, no sólo en el recinto de las mismas, sino fuera de él. En la mente, en las costumbres, deja el que llamaríamos pliegue profesional del opositor persistente rastro. Rarísimo es el intelectual español que no hace, ha hecho o hará oposiciones. En cuanto al arte, sólo en el Norte y en Cataluña se han constituido algunos núcleos de cultivadores independientes. Así, entre los intelectuales, dominan la ausencia de sentido de colaboración, la falta de continuidad, la incapacidad para el esfuerzo sistemático, la ficción de saberes, la erudición improvisada, la ocultación recíproca de fuentes de información, el recelo y el regateo mutuos, las vigilancias del precaucionismo; tanto como, entre artistas, el efectivismo, por un lado; por otro, la esquivez social y la espiritual suspicacia.

II

Fruto previsible de este vicio esencial en la Exposición, ha de ser la ausencia, el desamparo en que la dejan habitualmente los mejores. Rarísimo es el caso de algún maestro auténtico que consienta en dejarse medir dentro de certámenes de este orden. A los que, desconocedores de la marcha de esta institución nuestra, se vieran tentados a poner en cuarentena tal aserto, preguntaríamos, viniendo al detalle: ¿Cuáles son, ante la gloria universal de nuestros [5] días, los nombres de artistas españoles más celebrados? El mundo conoce y elogia el de Ignacio Zuloaga, el de Hermen Anglada-Camarasa. Pues bien; ni Anglada ni Zuloaga traen sus cuadros a la Exposición oficial de Bellas Artes; ni uno ni otro han concurrido a ella jamás. También empieza a advertir el mundo la entrada en escena de nuevas promociones, que cuentan ya con personalidades de gran relieve, de núcleos nutridos por un espíritu renovador. Hoy, probablemente, es Pablo Picasso el más comentado de los artistas españoles. Hoy, la joven escuela formada en Cataluña reconoce por príncipe a Joaquín Sunyer... Pero Sunyer no se decide a venir a la Exposición. Pablo Picasso ignora, probablemente, que exista. Alejados de ella permanecen Julio Arteta, Mateo Hernández, José de Togores.

Podría decirse que en tales casos se trata de artistas independientes que han alcanzado aquella altura gracias, precisamente, a la independencia, y la mantienen en el aislamiento y el orgullo. Pero ocurre que las mismas figuras pertenecientes al que podríamos llamar arte oficial, y favorecidas en él con las eminentes consagraciones, se alejan de la Exposición de Bellas Artes en cuanto unos pasos preliminares por ella les han permitido alcanzar las iniciales ventajas, indispensables al logro ulterior de las otras. Lo corriente, aquí, es que el artista, de obtener alguna codiciada medalla, no descienda ya más a la arena del combate, sino a título excepcional, y en el momento en el que considera maduras las cosas –¡Dios sabe qué cosas!– para la fácil promoción al grado superior inmediato. Así, el profesor universitario, el «catedrático», como aquí dicen, suele hacer seguir el esfuerzo de las oposiciones por un largo período, definitivo, a veces, de bien ganado reposo. El campo queda libre a codicias nuevas; es decir, a impurezas nuevas. ¿Quién dijo que la vida espiritual, en el saber como en el arte, no podía cifrarse más que en el trabajo continuo?

Inútil añadir que a esta deserción de los valores españoles de la Exposición de Bellas Artes acompaña la de los mejores artistas de todas las Españas. Ni creo, sea dicho entre paréntesis, que el santo Reglamento permita obtener a un artista americano distinción alguna en tales certámenes. Hoy, el uruguayo Pedro Figari, después de obtener halagadores éxitos en París y Londres, prepara su presentación en Madrid para este mes de Junio, época de la Exposición. Pero no en la Exposición, sino fuera de ella. No en el pabellón del Retiro, pista para la carrera de medallas, sino en el salón que en el paseo de Recoletos tienen los Amigos del Arte, institución esta última que bien merece, por cierto, ser incluida por nuestra buena esperanza al lado de aquellas con que se puede contar para la gran construcción futura, según la distinción que establecíamos al principio.

III

Hemos de contentarnos, por consiguiente, al recorrer la Exposición de Bellas Artes, con la obra del maestro no tan universalmente conocido todavía como Anglada o como Zuloaga; o con la del innovador, no tan puro como Sunyer o Pablo Picasso; o, en fin, con la del futuro académico que, posesor, reciente o remoto, de lo que por ahí designan con el nombre de una «segunda medalla», anda impaciente por alcanzar lo que dicen una primera... Esto, ya se entiende, en términos generales. De tarde en tarde, los traperos encuentran una perla; de tarde en tarde, el visitante de la Exposición descubrirá en ella una revelación excepcional. Creo que este año, para no ir más lejos, cabe señalar una. Hemos de aludirla inmediatamente.

Consignemos antes el hecho de que si la critica universal no ha ofrecido aún al gran paisajista Joaquín Mir el galardón de un renombre tan difundido y sonoro como el de los Zuloaga y los Anglada, esto se debe a contingencias biográficas del artista, a su largo confinamiento en el medio nativo, y en condiciones de existencia que la enfermedad y otras circunstancias han estrechado. Puesto en París, concurrente a los mercados del mundo, a Joaquín Mir se le consideraría como lo que es; a saber: como a uno de los artistas más poderosos y significativos de nuestra época. Digo de nuestra época, y debiera decir de la inmediatamente pasada. Epígono del impresionismo me parece Mir: y las actualísimas corrientes, aspirando a un clasicismo nuevo, se apartan más del impresionismo cada día. Yo, particularmente, propugnador de ideales estéticos absolutamente [6] contrarios, he de ver, y veo, en los paisajes de este pintor, la presencia de mi Enemigo, del Diablo, a quien me siento con deber estricto de exorcizar. Pero exorcizar al Diablo no representa, precisamente, negar que el Diablo sea un Ángel. Debe reconocérsele su valor, mientras se combate su influencia. Lo que más se parece al Milagro es la Magia; lo que más se parece –digan los frívolos lo que quieran– a la Norma es el Genio. Mucho Genio, mucha magia hay en Joaquín Mir. Como en Wágner, otro enemigo. Y, precisamente, de la misma especie que en Wágner y con la misma tendencia.

Nada tan íntimamente wagneriano como los paisajes que –no en grandes proporciones, después de todo– expone en una de las salas del actual Certamen nuestro pintor. Se trata de sinfonías, dijéramos mejor de dramas líricos. De las dos vertientes, entre las cuales oscila la posición esencial de la pintura, no hay que decir por cuál la de este artista ardoroso rueda y se despeña. En música pura, de ritmos crespos y excitados, se traduce íntegra y casi desprovista de cauce plástico, la emoción. Incluso, para semejanza más completa con lo wagneriano, toda la composición se reduce aquí a una especie de leitmotiv, enunciado en desapariciones y reapariciones sucesivas. Es difícil que el arte llegue más lejos en el camino del abandono de todo elemento racional. Es difícil dar a la cruda sensibilidad más preseas. Obras como éstas de Mir, como también las del gran Anglada –menos ligero en la pasta, pero igualmente fugado en los temas–, marcan un límite, más allá del cual ya es imposible proseguir. O reaccionar o revolcarse: llegado a tal extremo, no le queda al espíritu más que una de estas dos soluciones. Si a la embriaguez se rinde, la embriaguez le eleva, tal vez, al quinto cielo; pero a costa del abandono de la dignidad racional, de la tradición. Si razona y huye, no será, sin embargo, sin dirigir una mirada, ya nostálgica, a este lugar de encantamiento, a esta «Venusberg», donde todos los colores, todas las formas, son otras tantas mujeres-flores, siempre en hermandad con los ensueños wagnerianos.

Paisajes de la Atlántida de nuestra subconciencia: tales son los que Joaquín Mir ha traído a la Exposición. Su ígneo refinamiento separa inmediatamente en valor las obras de este artista de casi todas las demás, uniformemente inspiradas por movimientos de sensibilidad que, de vuelta de estas orgías, han de parecernos algo toscos y excesivamente elementales. Desde luego, el lugar apropiado para la perfecta comprensión y valoración de aquéllas no era este lugar. Una Exposición personal de Joaquín Mir permitiría finalmente el estudio de conjunto, al cual ha de seguir, o mucho me equivoco, una imposición universal del nombre de este pintor. Mas acaso convenía, para que nuestra predilección por ciertas novedades no se engría demasiado, que el inmediato ayer nos ofreciera algo de orden tan excelente; algo, por otra parte, que representara a la sensibilidad romántica en su aspecto de naturalismo lírico, como, con más anécdota, la representan en el Certamen actual las obras de los últimos pintores especializados en la reproducción de algunos aspectos de la naturaleza –tales las marinas, en el caso de Verdugo Landi– o de ciertas figuras regionales –tales las de Extremadura, en el caso de Eugenio Hermoso.

IV

Dicho queda ya que no puede esperarse encontrar en la Exposición a las figuras de artistas renovadores de carácter más radical. La esquivez de éstos aquí presentes ha de ser de carácter más relativo. Aun así, algunas de las notas, por cuya adquisición y victoria lucha el arte nuevo, tendrían en un reducido pero selecto grupo de artistas una manera de alusión. La pasión por la objetividad –por la objetividad íntegra, cruel, seca–, nota muy de nuestros días, es traída, con fortaleza brutal, por José Rodríguez Solana. El gusto por la construcción geométrica y por la revelación, casi abstracta, de las estructuras tiene, en Daniel Vázquez Díaz, un representante un poco ecléctico pero no desprovisto de interés.

La pasión por la objetividad no hace que el primero le dé al mundo exterior grandes rodeos metafísicos. La verdad de Rodríguez Solana es, más bien, exactitud y franqueza: llama al pan, pan, y al vino, vino, y procura no olvidarse de nada... El gran Poussin es autor de una teoría –consignada en una de sus admirables cartas– de que las cosas tienen, además [7] de un aspecto, lo que él llama un prospecto; es decir, un reverso y un interior que la primera inspección de los sentidos no puede dilucidar, y que necesita de un conocimiento y de un reconocimiento previos y dilatados; recientemente, en ocasión de un curso sobre la pintura francesa dado en nuestro Museo, he tenido ocasión de recordar esta profunda teoría. Pues bien: Solana no se contenta con el aspecto, aunque, hombre de temperamento esencialmente plástico, no pretenda tampoco alcanzar la «cosa en sí»; su veracidad ahínca en el prospecto. Escritor, en su reciente novela Florencio Cornejo, al describir a las viejas lugareñas que acuden a un velatorio, no se contenta de hablar de sus narices y de sus verrugas, sino que llega a precisar la calidad y estado de sus más recatadas prendas interiores. Pintor, Solana, en «La visita del obispo» hace, sobre poco más o menos, la misma cosa. De los cuadros románticos que allí se figura colgar de la pared puede advertirse, no sólo la mancha, sino el asunto; en el sobre de la carta que aparece yacer en la mesa isabelina, pueden, sin dificultad, leerse un nombre y una dirección.

Vázquez Díaz, menos escultor –aunque claro se ve que aspira a serlo–, más geómetra –lo cual no quiere decir, es claro, más analista–, bordea los modernos métodos de composición, sin decidirse por ellos. Se queda en aquella actitud en que las cosas ya sacan fuera sus triángulos, aunque no se arriesguen a desnudarse de sus velludos; y así –a la manera de aquellos «hombres clásticos», que sirven para la enseñanza elemental de la anatomía–, ni conservan la piel aún, ni son ya esqueletos, mondos y lirondos... No podemos ocultar que algunas veces estas medio abstracciones de Vázquez Díaz tienen un carácter algo gratuito. Más que investigaciones sobre la estructura auténtica de las cosas, parecen arabescos decorativos sobre ellas, un poco a la guisa de esas paralelas más obscuras que el cocinero deja para adorno de su bien estilado filete. Pero, aun en tales casos, el buen gusto del artista se manifiesta vigilante; y el efecto resulta dichoso. Son obras de estas que se inscriben –caso rarísimo en la pintura producida en Madrid– dentro del tono y estilo generales del arte moderno. Representan con dignidad la actual reacción contra el lirismo, contra las formas que vuelan, en beneficio de las formas que se mantienen de pie; es decir, de los valores plásticos objetivos. Aunque no sea de vocación escultor, Vázquez Díaz, ya advierte en los objetos exteriores, no la impresión, sino la estatua. Por esto ha podido observarse que sus retratos se parecen más al original a vuelta de unos años de producidos.

Otros ensayos pueden encontrarse en la actual Exposición que corresponden, aproximadamente, al mismo momento de sensibilidad que las obras de los dos artistas citados; menos significativos, menos personales, seguramente, que éstos.

V

Pero ya, a última hora, empieza a conocer el arte un momento posterior. Alguna vez he comparado el período que ahora anda ya próximo a cerrarse, a una Cuaresma, para expiar el Carnaval impresionista, tan sensual, tan brillante, tan loco. Los ayunos, los ejercicios de esta Cuaresma, han tenido que ser, en algunos desolados viernes, muy duros. Dígalo, si no, el recuerdo –¡que ya es un recuerdo!– de la austeridad cubista, régimen de cubos y cilindros, como podía serlo de abadejo y acelgas, con abstinencia de carne y de color. Dígalo también el tiempo consumido por los artistas en castigar sus propias sensaciones, así como si castigaran sus hinojos. Mas todo tiene término en el mundo, y ya empieza a ser hora de que, tras la Cuaresma, amanezca Pascua. Quiero decir, ahora sin tropo, que ciertas gracias dulces de que en todo tiempo han gozado los productos del arte vuelven a parecer autorizadas y bien ganadas por la disciplina anterior. El sacrificio de toda una promoción estética no ha sido vano. Gracias a que los artistas de los comienzos de este siglo han vuelto, áspera, tardía y dolorosamente, a la escuela, los artistas de a mediados de este siglo podrán volver a deportarse en los tradicionales secretos. Gracias a lo mucho que sudó Cézanne, puede hoy Marie Laurencin saber dibujo sin esfuerzo, como aprende el inglés, desde muy niña y sin esfuerzo, con la compañía de una miss y con otras comodidades, la hija del indiano que, allá en Cuba, aprendió a leer ya casi cuadragenario, y solo y de noche, tras de la ruda labor del día, fregándose los ojos con aguardiente [8] para no dormirse... Lo que Rafael debió a la santidad de tantos prerrafaelitas, lo deben a sus predecesores heroicos ciertos pintores jóvenes del día, que, si no pintan aún como Rafael, empiezan ya a parecer asistidos de ciertas gracias rafaelescas... Lo del rafaelismo de que hablo es sólo una posibilidad entre tantas. La mayor parte de estos novadores a que me refiero prefieren inspirarse en Miguel Ángel –así, el formidable José de Togores, tan poco conocido en las Españas–, o, como Rafaeles más asequibles, en Ingres o en Poussin. Un rastro de Ingres puede encontrarse en la actual Exposición de Bellas Artes de Madrid; creo que uno sólo, y aun éste, para encontrarlo, hay que dejar el Pabellón, núcleo del certamen, y llegarse al Palacio de Cristal, que tiene hasta cierto punto la consideración del anejo. Quien dé este paso ha de verse, empero, bien recompensado en su fatiga. Antes hemos aludido a las posibilidades de una revelación excepcional. Pensábamos en la misma obra a que ahora aludimos. No es imposible que el visitante advertido, refinado de gusto y poco amigo de seguir la corriente, llegue a juzgar como el mejor envío de la Exposición Nacional de 1926 el «Retrato» marcado en el número 107, y que inspeccionada la firma, después de gozada la belleza, resulta ser debido a un creador de nombre obscuro, cuyo patronímico desconozco y cuyos dos apellidos son Santonja y Rosales.

Sépase, desde luego, que se trata de una pintura que no tiene nada de particular. «No tener nada de particular», en estos tiempos de efectismos a ultranza, es ya una distinción; puede ser una jerarquía. El artista que se considera con derecho a pintar así, tiene ya resueltos y apurados casi todos los problemas previos que podían entorpecer su marcha segura hacia la realización de creaciones normales. Esto, esto es lo que sus conturbados antecesores no podían lograr: cada artista, hace unos años, había de fabricarse su estética, con más estorbo de tiempo y malgasto de energía que si tuviera que fabricarse sus lápices. Había que ser original, personal; es decir, Robinsón miserable en un islote de ideología... Hoy, no. A los artistas nuevos ya les hemos dado resueltas muchas cosas. Pueden ser discípulos, que es la condición indispensable para llegar a ser maestros; pueden dejarse de pensar estéticas, único modo de llegar, por fin, al «terreno de la verdad», es decir a pensar obras. Un escultor griego sabía siempre lo que tenía que hacer; su problema era este nada más: hacerlo. Así, los artistas más recientes. Así, en ellos confiamos; en ellos, nada más que en ellos, para sacar las artes de una miseria que ya empieza a poder llamarse secular.

El «Retrato» de Santonja no trae ninguna revolución. No viene pegando. Viene persuadiendo. Persuade el ánimo y lo sosiega esta manera proba, tranquila, llena de contenida espiritualidad, de tratar una figura de mujer y unos ojos y unas manos, y de campear todo eso en un fondo. Los pliegues, muy armoniosamente trazados, de una vesta sencilla, enlazan los elementos naturales de la figura y los equilibran de una dulce gravedad. Una cortina verde realza, como, a la luz de una joya, su estuche, el acorde central del cuadro, que es rosa y plata. Nada más, casi nada más. Casi nada más, sino que, tras de unos momentos de contemplación de una obra así, el visitante que pasa a las demás –a poco menos que todas las demás– sufre la impresión que el de un manicomio, cuando deja las conversaciones de la enfermera suave, para entrar en diálogo con los agitados pensionistas.

Agitada la pintura, la escultura, de espaldas a sus propias nobles tradiciones, no es ya sólo agitada, sino paroxista. Con todo, es de justicia reconocer que en este campo se manifiesta un progreso real. Sobre la escultura de la Exposición –especialmente sobre el hecho importante que representa la nueva boga de la imaginería policromada, tan castiza entre nosotros– pensamos volver aquí mismo. También los rumbos de la arquitectura van mejor. Sólo el llamado «arte decorativo» persiste, pateando en el fangar en donde se encuentra, sin lograr un paso hacia adelante. Sospechamos que es en este capítulo, sobre todo, donde habrá que pensar –tal vez oficialmente– en la creación de nuevas instituciones entre nosotros; instituciones que estén bien, como nuestra gran Prensa o nuestro Museo del Prado, para compensar la ineficacia de las que están mal, y a cuyas manifestaciones públicas nos acercamos cada día con más desgana.

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