La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Grupos de discusión filosófica
Symploké
Recopilación de cartas
61 a 80
0061 13oct1996 / Emiliano Fernández Rueda / Técnica
0062 13oct1996 / Alberto Luque / Las ideas y los cuerpos
0063 14oct1996 / Javier Espada / Re: Las ideas y los cuerpos
0064 15oct1996 / David Teira Serrano / Re: Las ideas y los cuerpos
0065 15oct1996 / Pedro Santana Martínez / Cuerpos, Ideas
0066 16oct1996 / Emiliano Fernández / Consentimiento
0067 16oct1996 / David Teira Serrano / Re: Consentimiento
0068 16oct1996 / Pedro Santana Martínez / Consenso, disenso
0069 16oct1996 / Emiliano Fernández / Racionalidad
0070 16oct1996 / Javier Espada / Algunos comentarios
0071 16oct1996 / David Teira Serrano / Re: Racionalidad
0072 17oct1996 / Pedro Santana Martínez / Racionalidad
0073 18oct1996 / David Teira Serrano / SINOPSIS
0074 18oct1996 / David Teira Serrano / Sinopsis de la Sinopsis
0075 21oct1996 / Roberto García García / Presentación
0076 21oct1996 / Emiliano Fernández / Racionalidad y política
0077 24oct1996 / David Teira Serrano / Ley, Iglesia y Estado (Texto)
0078 24oct1996 / Pedro Santana Martínez / Ley, Iglesia y Estado
0079 24oct1996 / David Teira Serrano / Ley, Iglesia y Estado
0080 27oct1996 / Alberto Luque / Liberalismo y anticlericalismo

Symploké 0061
Fecha: Domingo, 13 Oct 1996 22:16:02 +0200
De: Emiliano Fernández Rueda
Título: Técnica

Queridos contertulios:

También yo recibo con agrado la noticia de nuestro moderador y participo del sentimiento expresado por Teira.

Para continuar vuelvo a aludir al progreso, asunto que yo he traído a colación a propósito de la tecnología. La vez pasada dije que en este terreno ha habido avances, pero quiero ahora matizar aquella afirmación. El los otros ámbitos de la cultura no puede defenderse que haya habido tendencia hacia la superación y el mejoramiento. ¿Puede alguien decir que es mejor Picasso que las cuevas de Altamira, que las modernas formas de dominación son más humanas que las del Paleolítico, que nuestros horarios de trabajo son más dignos, menos extenuantes, más cortos... que los de los aborígenes australianos?

Cuestiones como éstas sólo podrían contestarse si previamente se explicitara un criterio por medio del cual poder establecer comparaciones. Yo por mi parte niego la posibilidad de tal vara de medir objetiva y trascendente a todas las culturas. No creo incurrir por ello en relativismo, sino atenerme a una mera constatación: cada elemento cultural ha de ser relacionado en primer lugar con su contexto propio. Y entonces ni siquiera el progreso tecnológico puede ser tenido por tal. A un egipcio del imperio faraónico no le es más útil un automóvil de gasolina que un camello bien adiestrado. ¿Dónde reside entonces la superioridad del primero sobre el segundo? En este ámbito ha habido incrementos cuantitativos, pero no progreso. Una sociedad que no necesita más herramientas de las que ya tiene no es inferior a otra que tiene más de las que necesita.

Los ilustrados del siglo XVIII colocaron las sociedades a lo largo de una senda en ascenso continuo, en cuya cumbre se hallaba la perfección moral de la especie. Arriba la luz del sol, en la ladera la sombra. Y desde arriba creían ellos poder mirar ellos hacia abajo y entender todo el transcurso. Pero ahora la visión es otra: unas sociedades están estancadas y otras no cesan de transformarse. A través de sus mitos y sus instituciones, las primeras hacen cuanto pueden para evitar los efectos del tiempo, en tanto que las otras, también en sus mitos y en sus instituciones, se quieren siempre nuevas. Todas existen en el tiempo, claro está, pero algunas, durante un período minúsculo en comparación con las otras, han irrumpido en la Historia y, al hacerlo, han arrollado todo a su paso.

En éstas últimas es donde la tecnología sirve de motor de los cambios, no en las otras.

Respecto a la teoría de Harris hay que decir que es convincente en bastantes aspectos, pero oscura en otros. Valga como ejemplo su estudio de la vaca sagrada de la India, que la presenta como factoría para la producción de animales de tracción, como combustible, fertilizante, solería de las viviendas, tracción, carne, cuero..., como un factor tecnoeconómico y tecnoecológico de importancia crucial para la supervivencia de sesenta millones de granjas. La creencia en la sacralidad de la vaca interviene bruscamente en la teoría, como un razonamiento ad hoc, para reprimir el deseo de comérsela que siente los agricultores en las largas hambrunas de la estación seca. Los granjeros, que no llegan a convencerse por sí mismos de que a la larga no podrían arar los campos en la estación húmeda si se comieran un animal que produce bueyes, necesitan el refuerzo religioso para vencer su tentación a la corta. Esta motivación de orden psicológico, situada al lado de otras que no lo son, resta congruencia a la teoría. No puede pretenderse, además, que la naturaleza de la creencia quede agotada en la explicación que da Harris, pues se trata de dos cosas diferentes. Acabo ya. Es indudable que la tecnología no tiene por sí misma fin alguno. No cabe profesar ese animismo que atribuyera intenciones a las herramientas y las máquinas. Tampoco la mercancia las tiene, lo que no le impide independizarse de su creador, concurrir por sí sola en el mercado, imponer sus pautas y presentarse a los ojos de los hombres como si tuviera vida propia. A este respecto debe seguirse aceptando como algo indiscutible que los hombres, no la divinidad o una naturaleza supuestamente ajena a ellos, hacen la historia, pero sin ellos saberlo. Este principio es origen y fundamento de las ciencias humanas y sociales.

Por esto acepto la precisión de David: uno es el fin del creador de un artilugio y otro el de quienes vienen después. Al ejemplo que él aduce, el de Internet, agrego yo otro cuyo estudio me resulta particularmente atractivo: la escritura, que, nacida para el dominio, para transmitir las órdenes de los dioses o de los hombres, para llevar el control de la fiscalidad, el cómputo de los súbditos..., ha venido a servir para hacer poesía lírica, ciencia, filosofía...

Por último, la tesis según la cual lo tecnológico es el motor último del cambio pertenece a una teoría congruente con ciertos principios filosóficos, pero corresponde al científico social, ya sea el economista, el sociólogo, el historiador o el antropólogo, ponerla a prueba en su disciplina. Por eso las aportaciones de personas como Santiago Alfaya pueden ser muy importantes.

Un saludo.
Emiliano Fernández Rueda.


Symploké 0062
Fecha: Domingo, 13 Oct 1996 22:27:09 +0000
De: Alberto Luque
Título: Las ideas y los cuerpos

Queridos compañeros:

La idea de Aurelio Arteta es meridianamente clara para todo aquel que de verdad sepa lo que es pensar o argumentar dialécticamente. En su manifiesta evidencia es indiscutible -y, por lo tanto, no sirve para discutir-: el respeto abstracto de todas las ideas es tanto como el desprecio de la lógica y de la verdad. No debe un animal racional respetar las mentiras o los errores que sepa detectar en sí propio o en los otros. Nada más hipócrita que el «respeto a las ideas» del talante democrático acompañado del castigo de los cuerpos que las portan. Arteta, razonablemente, invierte la directriz: hay que respetar a los cuerpos, pero combatir las ideas -se sobrentiende, las erróneas, las contrarias. El respeto a los individuos, respeto eminentemente corporal pero que también incluye esas normas de urbanidad lingüística que proscriben los insultos y humillaciones, debe entenderse efectivamente como una garantía de la vida social, y no como un mandamiento para la conducta privada en general; es decir: a nadie puede prohibírsele que considere despreciable no ya las ideas de un individuo en particular sino al individuo mismo, porque muchas veces lo contrario puede ser inconcebible, ahora bien, resultaría intolerable que un «nongratismo» de cualquier signo se colase por cualquier resquicio de la vida pública: en el terreno público, la admisión de un desprecio personal deriva en caza de brujas, mientras que en el terreno privado, por decirlo brevemente, la enemistad enconada y el desprecio de algunos honra tanto como la amistad de otros y viceversa.

Hasta aquí la casuística general y trivial. Pero hay en el artículo de Arteta un juicio más profundo que esa razonable inversión del sentido del respeto. Me refiero a lo que verdaderamente expresa, ocultándolo, el democratismo del «respeten mis ideas». Efectivamente, como afirma Arteta, esa estratagema democrática nos resguarda contra cualquier ralladura crítica, contra cualquier confrontación lógica, y garantiza jurídicamente que nos salgamos siempre con la nuestra. Evidentemente, ese salirse con la suya no está en la práctica al alcance sino de los poderosos (volvemos a aquella genial intuición de Carroll sobre el control del lenguaje, que es un control social de la lógica misma: «La cuestión es quién manda aquí»).

Agustín García Calvo, hombre de una peregrina y brillantísima incongruencia, tuvo la valentía de aborrecer públicamente de la democracia como la más ingeniosa forma de opresión social. Partiendo de la campechana frase «La mayoría son feas», García Calvo reflexionó sobre ese leboniano y orteguiano -y canettiano, y freudiano, y ayaliano, y mondolfiano...- tema de las masas sin personalidad, y concluía: «La mayoría es fea». Imagínense ustedes, venía a decir García Calvo, que se somete a votación un tema cualquiera de interés público en una asamblea cualquiera de un lugar cualquiera; el objeto en cuestión no viene mucho al caso: ¿quién cree usted que ganó la votación? Pues quién iba a ser: ¡la mayoría! Eso era un lamento, formalmente aristocrático, ciertamente, pero no necesariamente reaccionario. Por supuesto que cabe objetar que la sustancia de la discusión tiene algún interés para sopesar el derecho a la queja; pero García Calvo -que hablaba de un temas concreto en su ejemplo de votación- venía a lamentar que la mayoría pudiese hacer ganar una barbaridad cualquiera. Un poco me recordaba a Bertrand Russell cuando decía que una mentira sigue siendo una mentira aunque la defiendan once millones de personas.

John Kenneth Galbraith, en su libro La Cultura de la Satisfacción, ha expuesto recientemente unas verdades de Perogrullo que ilustran ese asqueamiento por el régimen democrático: los ricos, «clase media» o como quiera que se les aluda, son una clase egoísta -¡vaya descubrimiento!, diréis-, que no quiere pagar impuestos para mantener a una legión de holgazanes y harapientos, que concibe al Estado y a los pobres como un par de ladrones -del sudor de sus frentes. La «psicología de masas del fascismo», tan estudiadísima, no tiene otro fundamento, pero la reivindicación de la suavización de los impuestos directos, doctrina de todos los partidos derechistas, es la política más democrática que pueda concebirse en la actualidad, viene a concluir un poco amargamente Galbraith. Efectivamente, esa política antisocial y egoísta es la que quiere la Mayoría Electoral. Para Galbraith es una desgracia que haya tantos ricos -quizá más que pobres-, porque cuando la mayoría eran pobres el gobierno (de los EE.UU., de cualquier partido) no podía eludir las obras públicas: de ahí que construyesen las mejores carreteras y autopistas del mundo, los mejores aeropuertos, que la sanidad y la enseñanza no se degradasen a niveles chamagosos, &c. Pero hoy, en el reino del despilfarro y del hedonismo sin cuenta, los gobiernos deben gobernar para quien les ha votado, la susodicha clase media, y no para aquellos menesterosos que ni siquiera votan (no hace falta decir que las satisfacciones económicas y políticas a la clase media en nada mellan el servicio del Estado a la clase de los grandes capitalistas). Lo significativo de este asunto no es su evidencia de Perogrullo, sino el hecho de que la inquietud por el desastroso nivel de existencia material a que se somete la cosa pública alerte incluso a las inteligencias liberales como la de Galbraith. La egoísta política fiscal que demandan los ricos posee, además, una insuperable astucia, porque resulta seductora también para los pobres ignorantes: rebajar los impuestos (¡los directos!) le parece un alivio a todo el mundo, y pocos son los ciudadanos que ven en eso el anuncio de una degradación inaudita del «bienestar» público. Las víctimas se hacen así cómplices de los verdugos.

Pero dejemos el tema áspero y evidente de los engaños materiales, y fijémonos ahora en las sutilezas ideológicas. Cabe temer, políticamente, que la degradación de lo público material se acompañe de una degradación paralela de lo público cultural, que bien exiguo ha sido siempre. Y es en ese envilecimiento de la «acción racional» cívica donde cuenta como auténtica regla de oro aquel «respeto a las ideas» que provocó la indignación de Arteta. Como él sugería, ese respeto abstracto y desdeñoso es como el correlato «racional» perfecto del laisez faire material.

Aprovechando esa sugestión que yo mismo puse en circulación en este cada vez más interesante debate, sobre la conveniencia de ampliar el concepto estricto de censura hasta el concepto lato de fiscalización, esto es, sobre la conveniencia de ver como regulación contra la posibilidad de acción racional tanto la acción de prohibir como la de permitir, corroboro completamente la asociación que David ha propuesto, cuando concluye:

«E incluso más grave es que esa renuncia argumental se extienda al conjunto de la vida ciudadana, como denuncia Arteta, y que una mayoría de los ciudadanos de una democracia resuelva ineludiblemente cualquier disputa sin necesidad de conocer las ideas ajenas y exponer la propias. Por eso no me parece mal punto de partida para replantear la discusión de este asunto de censura y legislación atendiendo a una de sus consecuencias, a mi entender, más característica: la disolución de cualquier contenido difícil de digerir mediante el recurso a la forma de la expresión, la 'opinión', y el postulado de su convivencia armoniosa.»

Por otro lado, hay también una eficacísima virtud lingüística en los democratistas que postulan esa renuncia argumental cuando llaman a las ideas, en general, «opiniones». Casi podríamos traer a colación viejos temas sofísticos y socráticos, pero no vale la pena. Si verdaderamente se tratase de «opiniones», en el sentido de «gustos» o dilecciones personales y caprichosas, sin servidumbres ni restricciones lógicas, estaría más que justificado ese desprecio, ese abandono que es en realidad el «respeto a las ideas». Pero una idea no es necesariamente una «opinión» en ese endeble sentido (este es otro de los temas interesantes que se desprenden del texto de Arteta).

Una contrapartida que no está del todo clara ni puede derivarse automáticamente de lo dicho es lo que pasa con el respeto a la persona, o al «individuo». De alguna manera, la relegación de toda capacidad racional al dominio mecánico e insustancial de la regulación de los derechos y respetos democráticos evidencia la verdad simbólica de otro viejo Leitmotiv de la modernidad: la desaparición del hombre. No responde ya a ninguna realidad cultural el hablar de «personas», de «personalidad», de «individuos», sino que es más propio hablar de «cuerpos» -por decirlo en la clara dicotomía del pensamiento cristiano: cuerpos sin alma, sin corazón y sin cerebro. El rigor y el exceso de las regulaciones jurídicas pone esto de manifiesto: poca cosas faltan ya en los diversos Códigos y Normativas de diferentes niveles como para dejar un margen «razonable» para la decisión de lo que debe hacerse materialmente en los conflictos interindividuales, pues la casuística es cada vez más obsesivamente exhaustiva. Pero los contenidos mismos de tales regulaciones, dejando al margen la cuestión de su alcance, son más corporales que espirituales. Tenemos -o si no las tenemos las exigimos- leyes para regular el aborto, la eutanasia, el acoso sexual, la distancia que asegura la intimidad, el respeto de la «propia imagen» (!!), &c. Quizá alguien piense que la racionalidad ha aumentado por el hecho de que en los autobuses ya no es necesario advertir que no se escupa, pero se estaría engañando: ahora se regula donde se puede y dónde no se puede fumar, y la separación, convivencialmente ridícula y espantosa, se cree dictada por consejos «científicos» y estudios rigurosos -en suma, un nuevo y más estúpido fideísmo. Entonces, parece como si la anulación de la capacidad de trato material «libre» o razonablemente transaccional (como sugiere la no absolutamente errónea idea del «contrato social») se asegurase mediante las leyes, mientras que la anulación de la posible ralladura crítica se confiase a esa ideología política del «respeten mis ideas».

En todo caso, algo se perfila, según creo, bastante nítidamente, y es el hecho de que ni el dominio jurídico del «Estado de derecho» ni la esfera política de los hábitos democráticos son un resguardo real -realista- de la cultura frente a la «barbarie», como inocentemente se ha dicho en este foro. Antes he insinuado el paralelismo entre la acción innegablemente democrática de la Mayoría Satisfecha y el descontento social que originó el fascismo. Celebro que David Teira vea también ese democratismo abstracto del «Estado de derecho» más como un peligro que como una garantía, puesto que se funda, como bien dice, en una «renuncia» de (a) la racionalidad. Pero, si me permitís añadir un punto de pesimismo que quizá no sea tan nocivo como irritante, no creo tampoco en la eficacia de nuestra denuncia de esa ideología semifascista de la tolerancia. En todo caso, tampoco se trata de una cuestión de fe o falta de fe: es un problema que podemos lícita y lógicamente plantearnos. Pero aunque la llamada a la crítica cultural e ideológica no tuviese, como presiento, ninguna posibilidad de éxito frente al hechizo irrompible de la ideología capitalista, creo que no tenemos otra opción.

¿Cómo enfocar de nuevo el tema de la censura y la ilusión de libertad en Internet, a la luz de estas nuevas consideraciones? Es relativamente sencillo, y en lo esencial creo que no modifica lo que ya varios contertulios han dicho. No sólo se pretende fiscalizar los «contenidos» que puedan circular por la Red, sino que se persigue, de manera indeliberada pero inevitable, que el cielo de Internet no difiera de la Tierra. Tampoco hay que molestarse mucho para ello: por la Red circularán las mismas especies y en las mismas proporciones que circulan fuera en los otros vehículos de la vida social, y la cultura cibernáutica estará tan encanallada como la otra, pues ambas no son sino espejos de un mundo social abyecto (digo «espejos» renunciando deliberadamente a cualquier matización contra la teoría clásica del «reflejo», pues esa teoría sigue siendo todavía fecunda y no ha sido aprovechada completa y dialécticamente). Sin embargo, sí interesará, por diversos motivos, tanto política como económicamente, potenciar esa idea de que Internet resguarda la libertad, la comunicación libre, la amistad, &c. Es casi esquizofrénico: de verdad que yo no sabría decir si los que reclaman censura contra la pornografía y el terrorismo en Internet son o no son los mismos que quienes se hacen la ilusión de que Internet es el paraíso platónico de la libre comunicación de ideas (os hago una confidencia: creo que SON los mismos, como creo que son los mismos quienes se juntaban en una plaza para saludar a Franco, quienes se juntaban luego en una calle para pedir amnistía, quienes luego se acercaban a la boda de la Infanta o quienes envían protestas antiterroristas a un servidor proetarra; la comparación, quizá odiosa para algunos, quizá provocativa, sólo pretende insistir en el degradante aspecto de esa universal unidad de criterios que sustenta este mundo...) Aquel ejemplo que fue mencionado sobre el boicot a un servidor que almacenó textos etarras no indica, como parecía sugerir entusiásticamente Javier Espada hace unas semanas, ningún tipo de mayor poder de acción cívica antiterrorista, sino un caso de repulsa automática -ahora automática en más de un sentido- que se inscribe en ese democratismo antirracional de que hablamos. La comunicación electrónica, con ser tan lábil y tan útil, no generará nuevos hábitos, ni más democráticos -ni menos-. El tono mismo de nuestro debate son sin duda similares a los que podríamos establecer sin este medio electrónico, aunque, eso sí, este medio actúa de amplificador -diferencia meramente cuantitativa respecto a la anterior intensidad del intercambio de ideas.

(Hay otro tema secundario -interesantísimo y de larga tradición- en el texto de Arteta: la «vida de las ideas», la dialéctica del lenguaje mismo. Podría parecer que contiene ecos de realismo platónico, pero interesa remarcar que no es así, sino que las conexiones lógicas y retóricas entre las ideas traducen isomórficamente las relaciones materiales entre las cosas. Y ello es así incluso en el caso de las falsas ideas. No abordo este tema apasionante y complejísimo, porque el que hemos empezado a enfocar en su vertiente política todavía requiere matizaciones y puede resultar fecundo, pero hago notar esa posible vía de debate que nos volvería a terrenos ontológicos.)

Saludos,
Alberto.


Symploké 0063
Fecha: Lunes, 14 Oct 1996 12:13:27 +0100
De: Javier Espada
Título: RE: Las ideas y los cuerpos

Tras estar ausente una semana, observo como ha ido evolucionando este debate, como han ido fluyendo nuevos temas, quizás por el problema de la extensión/dispersión al que ya me referí, aunque desde luego no consiguiera explicarme, pues no se trataba como le pareció a David que los mensajes tengan una determinada extensión sino más bien, como si Protágoras expusiera casi todos sus argumentos... Por cierto, gracias por los resúmenes, pues a parte de facilitar la lectura evitan que el debate se disperse.

Para comenzar, discrepo de algunas de las opiniones vertidas sobre la censura/fiscalización. Considero que quien censura NO es necesario que tenga poder, sino más bien autoridad para hacerlo (moral, política, económica, &c.), autoridad atribuida por si mismo o delegada por el poder.

La censura, pretendidamente, intenta protegernos (no puedo evitar recordar 'un crimen ejemplar' de Max Aub: "Yo no tengo nada de voluntad. Siempre me dejo influenciar por el primero que llega. Enseguida estoy convencido. Basta con que se me muestre un ejemplo. El mató a su mujer y yo a la mía. La culpa la tiene esa revista que lo cuenta todo y da todos los detalles") pero lo que hace es incapacitarnos...

No entiendo cómo se puede justificar la censura en algunos casos y en otros no: la censura no admite racionalmente (a mi entender) matices: ni depende de los contenidos ni del medio sobre el que se aplique, aunque desde el punto de vista de los censores que en el mundo han sido, se distingan grados de peligrosidad. Al mismo tiempo, provoca un cierto infantilismo en los individuos, en respuesta directa al paternalismo del censor, que para evitarnos la tentación de cometer algún delito, intenta sustraernos, infructuosamente las más de las veces (una anécdota: me enteré de la muerte de Franco mientras estaba viendo El Acorazado Potemkin, película 'muy' censurada por entonces), del conocimiento de lo que a su juicio es censurable, haciendo, de rebote, que sea más atractivo. La aceptación de la censura implica el reconocimiento de que los miembros a los que el censor intenta proteger son menores de edad e incapaces de razonar, y sin entrar en el debate de si realmente las masas son capaces de hacerlo o no, pienso que todos estamos de acuerdo en que sería deseable que así fuera, y no creo que la existencia de la censura lo facilite, sino todo lo contrario. Crea además una especie de maniqueísmo que desacredita lo autorizado (por irrelevante, formar parte del sistema, &c.) y ensalza lo prohibido hasta encumbrarlo en los altares del culto y la veneración tan fervorosa como falta de critica, en definitiva, la censura es alienante.

Por lo demás resulta evidente que desde hace muchos mensajes se está hablando de la censura, porque en definitiva, el caso de Internet no es sino un medio más, con sus peculiaridades, como pueda tenerlas cualquier otro y con una mecánica similar: hay que desmitificar la red, aunque, probablemente, debido a ese horror vacui a lo desconocido, a lo sin sentido, igual que buscamos (y encontramos) formas reconocibles en las nubes, se supla el desconocimiento de la red creando una cierta mitología...

Quiero matizar el comentario de Alberto Luque "Aquel ejemplo que fue mencionado sobre el boicot a un servidor que almacenó textos etarras no indica, como parecía sugerir entusiásticamente Javier Espada hace unas semanas, ningún tipo de mayor poder de acción cívica antiterrorista, sino un caso de repulsa automática --ahora automática en más de un sentido-- que se inscribe en ese democratismo antirracional de que hablamos. " comenzando por asegurar que mis entusiasmos son otros, y recordando el contexto: estabamos hablando del manifiesto del FREE, no obstante, me siento doblemente aludido por cuanto también envié un mensaje (con anterioridad) a esa página y posteriormente al administrador del servidor en el que actualmente se aloja, y en ninguno de los dos casos creo que lo hiciera presa del "democratismo antirracional", como tampoco sucedió en otros muchos mensajes enviados.

Tras la discrepancia con Alberto el acuerdo: comparto su pesimismo (realismo bien informado: ( ) "por la Red circularán las mismas especies y en las mismas proporciones que circulan fuera en los otros vehículos de la vida social, y la cultura cibernáutica estará tan encanallada como la otra, pues ambas no son sino espejos de un mundo social abyecto", pero compartiendo ese punto de vista, también creo que por ahora Internet es una terra nova et incognita, que ofrece posibilidades que hasta ahora no existían, como por ejemplo, este diálogo. Naturalmente, se puede poner el énfasis en las carencias de la red o en sus posibilidades, ese es un reto para quien lo quiera aceptar, personalmente, sin demasiada fe, apuesto por las posibilidades reales de lo que puede llegar a ser Internet, reivindicando un trozo de ese espacio para la cultura y el humanismo e invitando a todos a que lo ocupen..., sin olvidar que esta parcela va a convivir con otras dedicadas a los negocios y con muchas con contenidos intranscendentes e incluso reprobables, de igual modo, por lo demás, que sucede con las revistas, el cine, la Tv. o cualquier otro medio de comunicación. Una última matización: "El tono mismo de nuestro debate son sin duda similares a los que podríamos establecer sin este medio electrónico, aunque, eso sí, este medio actúa de amplificador --diferencia meramente cuantitativa respecto a la anterior intensidad del intercambio de ideas." Sin esta lista este debate, simplemente, no habría existido. Otro cuestión sería si se habría perdido mucho... Creo que pese a que las conclusiones que se puedan alcanzar no transciendan más allá de este foro, al menos realizamos cierta gimnasia y disfrutamos de una muy buena lectura gratuita...

Saludos,
Javier Espada


Symploké 0064
Fecha: Martes, 15 Oct 1996 00:13:03 -0100
De: David Teira Serrano
Título: Re: Las ideas y los cuerpos

Queridos compañeros,

Alberto Luque nos vuelve a deleitar con una de sus comunicaciones, aunque en su argumentación la disputa acerca del "imperialismo jurídico" adquiere un giro sorprendente. Es imprescindible, obligada, la explicación de este fenómeno de absorción jurídica de la omnitudo rerum, ya que de lo contrario la crítica admitiría una interpretación irracionalista absolutamente repudiable.

Pese a su devoción por Freud, el racionalismo de Alberto Luque es impenitente, así que resulta obligado, como digo, desarrollar algunos momentos de su discurso como es éste:

"No responde ya a ninguna realidad cultural el hablar de "personas", de "personalidad", de "individuos", sino que es más propio hablar de "cuerpos" --por decirlo en la clara dicotomía del pensamiento cristiano: cuerpos sin alma, sin corazón y sin cerebro. El rigor y el exceso de las regulaciones jurídicas pone esto de manifiesto: poca cosas faltan ya en los diversos Códigos y Normativas de diferentes niveles como para dejar un margen "razonable" para la decisión de lo que debe hacerse materialmente en los conflictos interindividuales, pues la casuística es cada vez más obsesivamente exhaustiva. Pero los contenidos mismos de tales regulaciones, dejando al margen la cuestión de su alcance, son más corporales que espirituales."

Por mi parte, me considero comprometido en esta discusión, pues mi diagnóstico y el suyo son en muchos aspectos coincidentes. Aun cuando se sobreentiende la intención con la que apela a la disyuntiva entre cuerpo y espíritu en este pasaje -imagino que muy cercana a la de Espinosa-, no la encuentro, aquí, muy adecuada. Conviene distinguir, creo, algunos aspectos en este fenómeno del "imperialismo jurídico": su explicación nos compromete con numerosas ideas filosóficas -acerca del derecho, la justicia, ética y moral, &c.-.

Entiendo que la expansión del derecho resulta de la confluencia en una mismo medio social de un elevado número de normas, a menudo enfrentadas, inscritas en la misma acción de los distintos colectivos confluyentes. Por ejemplo, la cantidad de emigrantes árabes actualmente en Francia ocasiona la conservación de muchas de sus costumbres, por ejemplo las religiosas, ya que son suficientes a efectos, por ejemplo, de construir mezquitas, escuelas coránicas. Así, no es extraño que sus descendientes se eduquen en esas mismas costumbres, como el uso del velo en las mujeres, mas como son ya ciudadanos franceses y éstos están obligados a recibir una educación de acuerdo con las leyes del Estado francés, aparece el conflicto del velo en las escuelas laicas. De no ser por ese elevado número de emigrantes, es evidente que este conflicto no lo sería.

Pero no son sólo conflictos de un colectivo contra el Estado, a menudo los conflictos se dan entre distintos colectivos en un mismo Estado, y, en muy distintos grados, amenazan la convivencia en éste. Aquí el derecho decide el conflicto regulando la convivencia -obviamente no de un modo exento: apoyándose en el poder del Estado, y de acuerdo con sus modos de gobierno-. En sociedades demográficamente multimillonarias como las nuestras, no es extraño entonces que aparezcan estos conflictos en los ámbitos más diversos y así, que el Estado legisle diluyéndolos -"de grado o por la fuerza"-.

Entiendo que no cabe pronunciarse acerca de la racionalidad de la regulación jurídica de estos conflictos sin atender a los distintos contenidos regulados. Entre estos se cuentan singularmente ideas como las de persona, cuerpo, &c. y no creo acertado desentenderse de ellas por ficticias -"superestructurales"- para replantear la disputa en otro orden distinto -aquí el del control corpóreo, con resonancias de Foucault-. El mejor modo de analizar la racionalidad de estas ideas jurídicas es incardinarlas entre aquellas otras mediante las cuales se imbrican en el mundo. Por ejemplo, el absurdo de la figura jurídica de la objeción de conciencia se advierte al enclasar esta acepción de la idea de conciencia entre otras, evidenciando su acusado idealismo, y reconstruyendo los conflictos mundanos en los cuales arraiga su institución en la Constitución española.

Expuestas ya estas consideraciones generales, volvamos a la cuestión del "imperialismo jurídico". A mi entender, el fenómeno al que nos referíamos se nos ofrece en sus aspectos más característicos en el ámbito de la política, el del Estado, y concretamente en una democracia como la española. Es en ella, como en otras análogas, donde se nos dan los fenómenos que describíamos Alberto Luque y yo en nuestras anteriores comunicaciones.

Lo que yo impugnaba -y creo que lo mismo Alberto, aunque luego fuese más allá- era la concepción más extendida de la democracia, la de una forma jurídica exenta -el "Estado de Derecho", ...-. De este modo se sustrae a la ciudadanía, entre otras cosas, el debate de los asuntos que más les afectan.

Los ejemplos de regulación jurídica (aborto, eutanasia, ...) enumerados por Alberto merecen una discusión en sus contenidos antes que en su forma, aunque diría que son de muy distinto grado que éstas las normas de urbanidad que él apunta. De éstas diría que son indicio del fracaso de las instituciones educativas del Estado que, desde luego, sumen a la mayoría ciudadana en una perpetua minoría de edad necesitada de vigilancia.

Saludos,
Alberto


Symploké 0065
Fecha: Martes, 15 Oct 1996 14:20:50 +0300
De: Pedro Santana Martínez
Título: Cuerpos, ideas

Estimados contertulios:

Empezamos con la censura en Internet hace ya semanas y, en la última, la cuestión de la censura en Internet se ha hecho el tema del día en la prensa, la radio, la televisión, &c. Todo lo que dicen los editorialistas tiene un cierto aroma de ir preparando el terreno para el hacha. Ya veremos si los legisladores nos obsequian con leyes irreprochablemente democráticas.

Quería apuntar algo que creo que no es ajeno a lo sostiene David en sus últimas comunicaciones y que trata de ser una contestación a algunas de las ideas de Alberto. También es posible que las haya yo entendido un poco siguiendo la réplica de David. Espero aclaraciones y refutaciones.

Creo que podemos aceptar como evidencia estadística la existencia de regularidades en la conducta -y, más generalmente, en los observables de las ciencias humanas y sociales- de los hombres, regularidades que precisamente por serlo demarcan su excepción, que va de lo que se llama excentricidad a la herejía. Y en las conductas poco frecuentes habrá también quien descubra modelos, constantes, regularidades, &c. En unos casos, las regularidades se definirán a una escala etológica, en otros, a una escala cultural, o política, o psicológica, &c. Habrá también quien intente aplicar una de las escalas a todo el complejo de conductas, &c.

Por otro lado, la presencia de regularidades en sistemas cambiantes lleva a la definición de procesos de regulación.

En la escala política -aunque también seguramente la etológica- se dan una serie de fenómenos que son a los que Alberto se refiere. Son los de la regulación de una parte o del todo social o político en este caso, por otra parte. Sin duda, en este apaño de tratamiento categorial que estoy pergeñando puede absorberse esta última distinción. Las determinaciones ejercidas por una parte ( que en algunos análisis parece bastante abstracta, pues no se delimita nunca quién o qué regula, un individuo, un gobierno, el sistema social) pasa a ser funciones del todo. No es que tal parte tome tal iniciativa. Es que esa parte obra así porque es una parte determinada del todo, se diría. Organicismo y teoría de sistemas convenientemente modulados siempre son útiles para una visión armoniosa, pero en fin, no iba a esto.

Me parece que las diversas ciencias sociales y humanas nos proporcionarán ejemplos de todo lo dicho. La idea de regulación en diversos sentidos aparecerá en ellas, pero la cuestión que debatimos no se plantea en esos contextos. Este debate supera esos contextos que si conducen a callejones sin salida en cuanto se intenta sacarlos de sus esquemas categoriales, son imprescindibles para proporcionar materiales empíricos.

La idea de regulación parece en principio que se da como una categoría del derecho político -o de la cibernética- coextensa con un conjunto bien delimitado de operaciones a ejecutar por sujetos en determinadas situaciones y con determinados atributos, pero enseguida se convierte en una categoría distinta que aparece en un contexto donde no está bien definida. Más claro pasa esto con la idea de censura, poder, autoridad, &c.

Entonces, lo más débil en el entramado de las ideas de Alberto es que parece que parte de algo así como de una unificación subyacente de todas las situaciones o contextos. En los fenómenos a que se refiere, veo más que una simple universalización de lo jurídico -que puedo más o menos deplorar-, una universalización de un "tipo de derecho". Mejor dicho, todas las regularizaciones adquieren un formato similar, una misma legitimación (o dos, la ciencia y el bien general, dirían algunos), una misma fuente, y se incorporan mediante un mismo procedimiento.

La regulación exhaustiva o universal aparece como una gran unificación de las conductas. No se opone a los procesos de regulación efectiva que siempre operarán -si aceptamos lo dicho antes-, porque aquélla se sitúa en un plano intencional pero con la virtud de poder absorber o explicar toda regulación admisible desde tal plano.

Entonces, la legitimación de esta gran regulación en el contexto de la democracia liberal, ha de pasar por la asimilación de todas las situaciones y todos los contextos a un mismo modelo (que igual varía desde el modelo de los agentes racionales en el mercado hasta el de los fraternales cooperantes internacionales). Esto permite dar verosimilitud a la ilusión de la ausencia de conflicto, al ideal milenarista de la parte que es el todo, pero ahora porque se ha desvalorado lo que la hace parcial. De ahí la entropía de las opiniones y las ideas, la disolución del debate público, a que tan frecuentemente asistimos. Se borra la representación discursiva del conflicto y la parcialidad.

La proporcionalidad inversa "a mayor regulación, menor acción racional", sería en consecuencia reformulable como a más unificados los principios y motores de la regulación (y tal cosa es en buena parte asunto de intencionalidad, esto es, comparte terreno con el debate de ideas y con la acción racional), menor lugar para el debate y la acción racional. La acción racional no sería definible fuera de la pluralidad de contextos en que la razón -la mera razón instrumental- se ejerce. Es esa pluralidad la que intencionalmente se destruye en la ideología de la gran regulación democrática.

Es posible que así el derecho pasa de ser un regulador o administrador de contextos contradictorios, a ser un postulador del contexto único En la práctica, el enfrentamiento irreductible de dos derechos contradictorios (el de los padres musulmanes sobre sus hijas -igual de todo el Islam- frente a los de éstas -si esto tiene mucho contenido- o frente al de las escuelas) se enfoca formalistamente y, como se comprueba, todo acaba girando en torno a las paradojas que se dan en lo sistemas tolerantes: "si tú eres tolerante, tienes que tolerar mi costumbre, &c.".

Esta conclusión habitual sirve para al menos diferir el debate y olvidar el problema real.

Un saludo.
Pedro Santana Martínez
Departamento de Filologías Modernas
Universidad de La Rioja


Symploké 0066
Fecha: Miércoles, 16 Oct 1996 00:03:28 +0200
De: Emiliano Fernández Rueda
Título: Consentimiento

Queridos contertulios:

Una sola anotación sobre el estado de postración intelectual en que, según parece, se halla la gran mayoría de los súbditos, que no ciudadanos, del Estado: La convivencia civil solamente es posible si hay una coincidencia generalizada acerca de lo que está bien y lo que no, acerca de lo que es justo e injusto, conveniente y perjudicial. Esa coincidencia revela, cuando se da, un acuerdo sobre lo que es mandar y obedecer. En definitiva, necesita que las gentes estén de acuerdo sobre la verdad de las cosas de la vida. En una sola palabra: es preciso el consentimiento.

éste se halla en la base de la existencia y continuidad de un régimen político. El nuestro, como todos los de alrededor, existe y permanece. Luego el convenio, tácito o expreso, existe.

Otra cosa es que la mera existencia del consentimiento baste para que este estado de cosas sea legítimo a los ojos de quien piensa y desea una situación diferente.

Internet, por supuesto, no mejorará esto. Pero tampoco creo que lo empeore.

Un saludo a todos.
Emiliano Fernández Rueda


Symploké 0067
Fecha: Miércoles, 16 Oct 1996 03:03:59 -0100
De: David Teira Serrano
Título: Re: Consentimiento

Queridos compañeros,

Unas observaciones a vuelapluma acerca de la distinción entre consenso y legitimación. Por una parte, nadie duda de este "consenso", es más, implícitamente lo reconocemos ya que de otro modo no cabría denunciar esos lugares comunes a los cuales se refería el ensayo de Arteta. La cuestión es, por una parte, el discernir cuáles son los contenidos de ese consenso, y por otra, aunque ligada, cuáles son sus fundamentos. De estas dos labores, ninguna es de orden moral, no creo que ninguno de nosotros impugnara este consenso por "ilegítimo" en la acepción que suele recibir este concepto en algunos filósofos morales de la cuerda de Habermas -siendo este concepto de legitimidad de extracción jurídica, y por tanto muy presente en los discursos que criticamos.

Así cuando se dice "Es preciso el consentimiento. éste se halla en la base de la existencia y continuidad de un régimen político. El nuestro, como todos los de alrededor, existe y permanece. Luego el convenio, tácito o expreso, existe" diría yo que nuestras críticas apuntan a la duración de esa "existencia y continuidad" de nuestro régimen político cuando se funda en consensos como éste, y no a su legitimidad. Por supuesto que para pronunciarse convendría aclarar cuál es la esencia de ese régimen que existe y continúa. Así, a muchos les parecerá que el "Estado de las Autonomías" ni añade ni quita nada a España, unos porque lo ven como una simple reordenación administrativa y otros porque no creen que "exista" España. Los que lo entendemos de otro modo sí que vemos ya amenazada la "continuidad" de ese régimen, entre otras cosas por la existencia de ese "consenso" de cuya racionalidad dudamos. Desde luego, no es la opción de unos iluminados, velando las esencias patrias: la racionalidad se demuestra en el enfrentamiento de nuestros discursos, como la irracionalidad se nos manifiesta en la cotidianeidad española y de ello no son pocos los que se aperciben: pocos defenderían los atentados de ETA, pero ¿cuántos sabrían oponerse a sus argumentos con algo más que la descalificación por "violencia"? Esta ya no es una cuestión moral: se resuelve con conocimiento de la Historia. Cuando el consenso no se funda sobre ésta, sino en el rechazo común a los atentados, es dudoso que ese consenso vaya a durar más que éstos. Pero ¿es que son menores los asuntos no consensuados en Ajuria Enea? ¿Acaso no son los mismos que separan al conjunto de los nacionalistas vascos, como a ETA, de los otros partidos representados en el parlamento?

Saludos,
David


Symploké 0068
Fecha: Miércoles, 16 Oct 1996 14:02:57 +0300
De: Pedro Santana Martínez
Título: consenso, disenso

Queridos contertulios:

Parece que la discusión va acercándose a nuestros referentes políticos más inmediatos a juzgar por las últimas comunicaciones de Emiliano Fernández y David Teira.

Sobre el "consenso" en el o del régimen democrático español actual es revelador el análisis de las manifestaciones preliminares de cualquier líder político, sobre todo de las hechas a la salida de una reunión "con otras fuerzas políticas". Yo diría que:

El consenso es sobre todo acerca de que la democracia procura legitimación para todo.

En España, el consenso de las fuerzas políticas organizadas sobre una estructuración definitiva del estado no me parece que exista en absoluto. Hay consensillos para que la cosa siga mal que bien funcionando. Un Consenso en un sentido más general que implicase a todos los ciudadanos, eso es algo de lo que no voy a decir nada.

La manera en que un pacto como el de Ajuria Enea se proclama es en nombre de la democracia porque no hay ningún otro valor compartido. La oposición entre demócratas y violentos es particularmente ridícula. De hecho, un demócrata debe exigir al estado que éste sea violento de acuerdo con las leyes, &c. Un demócrata puede ser tan violento como el partidario de cualquier otro sistema político. Los violentos pueden ser demócratas, &c.

Como no hay acuerdo en torno a qué nación o naciones hay en o son España o el Estado Español, ni sobre qué es una nación, como se ocultan intereses económicos y políticos bajo tales etiquetas y se intentan preservar ventajas que surgieron en un contexto muy determinado que incluía las partes desaventajadas, como esas cuestiones no se resuelven, la única fuente de legitimación restante es la democracia, y digo legitimación en el único sentido activo que, creo, tiene cuando se utiliza el término: concordancia de una institución con un apartado indiscutido de la ideología de referencia.

(Esto no tanto pretende ser una definición como apuntar al hecho de que legitimación es ya sólo un término que se refiere a la ideología, de manera que su correlato jurídico o técnico no juega un papel esencial. Me parece ilusoria la idea de una legitimación absolutamente racional, limpia de ideología.)

Pero así las cosas, no se llega a un estado de libertad absoluta con respecto a dogmas e ideologías, no se llega a un parlamento donde los ciudadanos discuten racionalmente acerca de lo que les parezca oportuno liberados al fin de prejuicios nacionalistas o de mitos del tipo que sea.

Podría parecer que la mencionada sería la única legitimación aceptable en la modernidad (o en su variante postmoderna en el matiz francés o inglés del término, no en el alemán, una legitimación de tipo "ya no nos hacen falta grandes discursos o grandes relatos"), una legitimación procedimental, postnacionalista y todo, que sacase lo mejor de las formas y nos liberase de contenidos acríticos.

Pero entre otras cosas, de lo que no va a estar libre nunca la razón es de intereses. (Eso es de donde ha nacido la racionalidad. Pero se vende la idea de que la racionalidad consiste en que no haya intereses de parte.) Volviendo a la situación española, da la impresión de que no pueden ponerse sobre la mesa argumentos distintos del de la existencia de una democracia formal. En la confrontación con los nacionalistas, los "españolistas" suelen manifestarse en su versión vergonzante más que en la rozagante. La acusación de "nacionalista español" que ha menudeado últimamente en boca de nacionalistas vascos y catalanes dedicada a individuos que apenas han alzado la voz es de una desvergüenza notable en quien no tiene empacho en predicar un credo que incluye componentes del peor de los racismos.

Un efecto de ese "coincidir sólo en la democracia" es que ésta se vacía del todo, porque se entiende que, por ejemplo, la crítica a la ideología nacionalista no debe ir acompañada de la postulación de un sujeto político. Como si no pudiera darse un consenso a través de una discusión abierta de temas sobre los que no hay acuerdo previo, y como si la democracia no fuera para eso. Y también como si la democracia existiera en el vacío.

En resumen mi diagnóstico sería:

No hay consenso real. Existe consenso sólo sobre (un aspecto de) las formas y procedimientos democráticos. Esto da lugar, por el interés en proclamar la existencia del consenso, a la ocultación de todos los disensos -no hay contradicciones, sólo contraste de pareceres-. El resultado final es la conclusión de que las formas de la democracia no deben mancillarse de contenido alguno. Así, la democracia español parece determinada a que no se debatan cuestiones de fundamento.

Tal vez curiosamente, el hacer de la democracia un mito legitimador no hace sino convertirla en la negación misma de la democracia, un método para el gobierno por todos.

Un saludo,
Pedro Santana Martínez
Departamento de Filologías Modernas
Universidad de La Rioja


Symploké 0069
Fecha: Miércoles, 16 Oct 1996 13:18:09 +0100 (MET)
De: Emiliano Fernández Rueda
Título: Racionalidad

Queridos compañeros:

Cierto es que no resulta posible dudar de la legalidad jurídica de un Estado, pues sería un contrasentido. ésta existe, según creo, en virtud de la misma existencia del Estado, que la funda. Y es indiferente que éste proceda de la conquista, de las urnas, de la imposición por las armas... Lo que entonces está por dilucidar es el origen y el contenido del consentimiento sobre el que lo anterior reposa, lo que sólo puede lograrse mediante un análisis de la ideología que a todos, o a casi todos, convence.

Por otro lado, decimos dudar de la racionalidad de ese consenso, lo que es situar la discusión en un ámbito estrictamente filosófico. Pero opino que es necesario aclarar este punto de partida. Yo por mi parte procuraré contribuir a ello razonando "more platónico", confiando en poner de relieve el sustrato del descontento y la crítica.

Si existe lo más y lo menos es porque existe lo que no es ni más ni menos, es decir, lo igual. Con respecto a esto las demás cosas son más o menos. Del mismo modo sucede con la buena vida política que querríamos tener. Como nadie ignora, Platón extrajo de razonamientos parecidos a éste que el bien es algo real, pues, en caso contrario, sería fruto de la casualidad no solamente acertar a tener de hecho una buena vida, sino acertar en un juicio que dijera que la presente es mala. ¿En qué fundaría su poder de convicción un juicio así? Sin embargo juzgamos, de lo cual es una prueba la discusión que aquí mantenemos. Luego hay una vida buena.

Sí, ya sé que esto es idealismo y no materialismo. Mas lo es sólo hasta aquí. La vida buena, fundante de la racionalidad moral, más que de la jurídica, puede estar también en el sistema de ideas de quien juzga, en la utopía o en el propio transcurso de la historia. Las dos últimas opciones, dicho sea de paso, no me convencen gran cosa. Podría decirse que si alguien tiene en su cabeza un tal sistema de ideas, está en la obligación de explicitarlo. Y si no lo tiene ahí, ni está en sitio alguno -utopía en sentido negativo-, entonces no debería hacer juicios, pues éstos no serían tales, sino quejas, y las quejas no son argumentos. Y tampoco filosofía. Así me queda solamente la primera opción, que no es nada fácil desarrollar.

Según creo que dice David, queda la racionalidad, que no es cosa cerrada y hecha de una vez por todas. Largo me lo fiáis. Dice él que "la racionalidad se demuestra en el enfrentamiento de nuestros discursos". Acepto plenamente esta feliz afirmación, que la estimo como el núcleo del escrito de Arteta, y no tengo otra cosa que decir que es necesario no detenerse, no dejar de hablar. ¿No dijo también algo de esto Alberto Luque, recordando a Valverde?

Solamente quiero preguntar: ¿la racionalidad se demuestra en el enfrentamiento de los discursos o más bien no es otra cosa que ese enfrentamiento mismo?

Sobre las ideas, los cuerpos e Internet quiero también hacer alguna observación, no desligada de lo anterior. En esta tertulia no hay sino ideas, palabras, que se respetan o no según se vean certeras o no. Pero no hay cuerpos. Nadie está presente en otro sitio que no sea la soledad de su despacho, de modo que no nos es posible, en principio, faltar al respeto a nuestros cuerpos. Aducir que hay personas detrás de las palabras no es negar esto. Para cada uno de nosotros los nombres de los demás son etiquetas, criterios taxonómicos para ordenar las frases que brillan en la pantalla.

Sirva de ejemplo el nombre de Javier Espada, que yo conocía sólo por su página, que he frecuentado. Dudaba de que fuera el nombre de un particular o el de una corporación, pues me parecía poco verosímil que una persona decidiera por su cuenta mantener esa página. Mi sorpresa y agrado fueron grandes cuando recibí su primer mensaje y convencerme de lo contrario.

Pero existimos, pues discutimos. Algo debemos contribuir a la racionalidad, entendida en el sentido que manifiesta David. También existen otros treinta y tantos contertulios de varios países. Este es un reino de sombras, pero se oyen voces con sentido.

Por esto creo que Internet sí añade algo; las tertulias filosóficas existen desde antiguo, es verdad, pero no es cierto, por lo dicho, que ahora no hacemos otra cosa que continuarlas sin ningún otro añadido.

Un saludo a todos,
Emiliano Fernández Rueda.


Symploké 0070
Fecha: Jueves, 17 Oct 1996 00:16:16 +0100
De: Javier Espada
Título: Algunos comentarios

Quisiera comentar algunas opiniones que se han vertido en este foro.

Sobre el progreso decía Emiliano Fernández: "En los otros ámbitos de la cultura no puede defenderse que haya habido tendencia hacia la superación y el mejoramiento. ¿Puede alguien decir que es mejor Picasso que las cuevas de Altamira, que las modernas formas de dominación son más humanas que las del Paleolítico, que nuestros horarios de trabajo son más dignos, menos extenuantes, más cortos... que los de los aborígenes australianos? Cuestiones como éstas sólo podrían contestarse si previamente se explicitara un criterio por medio del cual poder establecer comparaciones. Yo por mi parte niego la posibilidad de tal vara de medir objetiva y trascendente a todas las culturas."

Creo que existe una balanza, aunque no esté exenta de subjetivismo, llamada calidad de vida, el único problema estriba, a mi juicio, en elaborar los elementos a comparar y utilizar una perspectiva etic (sin olvidar cómo se sienten los miembros de esa sociedad). ¿Qué posibilidades reales ofrece una sociedad determinada a un individuo concreto para que se desarrolle? ¿Cómo se respetan los derechos humanos? ¿Son discriminadas las minorías? ¿Niveles de participación de los individuos? ¿Qué creencias se les imponen? &c.

El mayor problema de argumentos como el expuesto por Emiliano es la facilidad con la que se pasa del "no se puede..." al "todo es igual" o "todo da lo mismo"... y a partir de este punto se suele llegar a aceptar lo injustificable.

Por otra parte la tecnología no son sino las prótesis con las que se dota el hombre para paliar sus miserias, su precario y vulnerable sino 'natural', pero carecen de cualquier tipo de 'anima' con intención propia, son meras y simples herramientas que no pueden evitar el ser mal empleadas: no le quitan libertad al hombre pero le dan más responsabilidad porque le dotan de mayor poder de acción.

Pedro Santana opinaba que "En la práctica, el enfrentamiento irreductible de dos derechos contradictorios (el de los padres musulmanes sobre sus hijas -igual de todo el Islam- frente a los de éstas -si esto tiene mucho contenido- o frente al de las escuelas) se enfoca formalistamente y, como se comprueba, todo acaba girando en torno a las paradojas que se dan en lo sistemas tolerantes: "si tú eres tolerante, tienes que tolerar mi costumbre, &c." Esta conclusión habitual sirve para al menos diferir el debate y olvidar el problema real."

La tolerancia tiene un límite: los derechos humanos y más allá de esta frontera se transforma en complicidad...

Sobre el nacionalismo, comparto las opiniones de David y añado algo más ¿hasta qué punto puede considerarse al nacionalismo como una ideología? ¿o responde más bien a cierto tipo de afección? Creo que los nacionalistas padecen, en mayor o menor medida (pues los hay más o menos moderados) una especie de problema (¿de falta?) de identidad, que les lleva a pronunciar enunciados que rayan lo paranoico... Se sustituye la Historia por una mitología épica, porque por lo visto la 'raices' son muy importantes, dado que definen su modelo de conducta (o más exactamente, el estereotipo a imitar), lo que los hace diferentes (y mejores, claro) de sus vecinos, llegando a situaciones absurdas, como la confusión entre idioma y cultura, de modo que si un escritor (o un músico, lo mismo les da) no se expresa habitualmente en 'su' lengua deja de pertenecer a esa cultura, &c. Es como aquello que afirmaba Unamuno sobre los uniformes de los militares, que hacen que el que carece de personalidad aparente una...En definitiva, empobrecen la condición humana. Conviene no olvidar que el nacionalismo ha sido la coartada más utilizada en las últimas guerras y el detonante de la mayoría de los conflictos violentos.

No quiero extenderme más, pero si alguien conoce algún argumento que comparta la extraña virtud de ser nacionalista y racional, le ruego que me ilustre.

Saludos,
Javier Espada


Symploké 0071
Fecha: Miércoles, 16 Oct 1996 23:28:47 -0100
De: David Teira Serrano
Título: Re: Racionalidad

Queridos compañeros,

Tiene razón Emiliano Fernández cuando advierte que es necesario explicar de dónde vienen nuestros argumentos. Mi impresión respecto a los suyos es que acaso los malinterpretase, lo confieso. No acierto a ver con claridad donde coincidimos y dónde no, aunque el aclararlo es, entre otras, la virtud de este diálogo.

Emiliano se interroga sobre si "la racionalidad se demuestra en el enfrentamiento de los discursos o más bien no es otra cosa que ese enfrentamiento mismo". Mi respuesta es que la racionalidad se daría en el discurso en cuanto que intercalado entre otras acciones, y no ya considerándolo exento. Disiento de las concepciones formales de la racionalidad, como aquéllas que la ubican en las reglas rectoras de un diálogo: es obligado considerar la intrincación en cualquier discurso de algún contenido, y es igualmente imperativa su inscripción en el mundo. Al aparecer un contenido, la idea de racionalidad se nos da ya ligada a la de verdad, y ello nos enfrenta a muchas opciones en Ontología y Teoría del conocimiento.

Como no es momento de entrar en consideraciones mayores, y aun simplificándolo, me atendré al ámbito del que nos ocupábamos aquí, el de la política. En éste, diría que la verdad de un discurso se nos ofrece cuando se nos muestran sus nexos con un plan o programa inscrito en el mismo decurso de la acción del Estado -aun cuando sea en su contra-. Es decir, la verdad de un programa político radicaría en la consecución de sus objetivos -dados desde luego a la escala del Estado- en la medida en que éstos se nos ofrecían insertos en una estrategia de cuyo desarrollo resultaron. Así, evaluamos la racionalidad de un discurso atendiendo a la articulación en él sus primeros principios con sus principia media -la distinción, ya que nuestros administradores nos ofrecen el recurso, está en mi mensaje del 18/9-: es irracional aquel discurso político que ignore la realidad a la cual se enfrenta, ya que de este modo es imposible el desarrollo de cualquiera de sus planes, y en ello consiste la utopía; pero es irracional igualmente aquel discurso que no acierte a recoger con sus primeros principios -sus ideas acerca del Hombre, el Estado, ...- los numerosos materiales que la realidad le ofrece, y nos ofrezca una articulación deforme. Todo ello considerando además que estos programas no son nunca originales a radice, ya que se apoyan siempre, de un modo u otro, en otros anteriormente experimentados. Por ello, como dice Pedro Santana, la razón no va a estar nunca libre de intereses, aun cuando entre éstos se distingan muchas clases.

Cuando ensayo aquí la crítica del discurso nacionalista vasco, impugno esas ideas con las cuales se articula la realidad en la cual se inscribe: impugno que una lengua minoritaria en el mundo se nos ofrezca como alternativa efectiva al español -cuando en realidad no se desconoce éste, o de ser así se sustituye por el inglés- o que categorías que cualquier etnólogo calificaría de folklore -ceremonias, danzas, juegos, ...- se nos muestren como ejes de una construcción política vía consejería de cultura -cuando en realidad lo decisivo son otras disputas como la defensa de unos intereses industriales, por ejemplo-. Y obviamente las impugno atendiendo a los resultados que para el conjunto del país se siguen de la ejecución de esos programas políticos.

Concluyo recordando y suscribiendo el diagnóstico de Pedro Santana acerca del consenso en la democracia española:

"El consenso es sobre todo acerca de que la democracia procura legitimación para todo"

Saludos,
David

PD: ¿Podría algún corresponsal de otro país ilustrarnos con su experiencia al respecto?


Symploké 0072
Fecha: Jueves, 17 Oct 1996 12:17:10 +0300
De: Pedro Santana Martínez
Título: racionalidad

Estimados contertulios:

Sería interesante, para el propósito que luego enuncio, estudiar las ceremonias más o menos centradas en torno al diálogo: ceremonias parlamentarias, debates académicos, y mundanos en medios diversos, &c. (Seguramente abundarán tales estudios, pero yo no los conozco). La hipótesis que me anda rondando es que en tales ceremonias se oficia un proceso de desconexión (que luego especifico) entre el "interior" de la ceremonia y el ambiente en que ésta se da. Igualmente, los participantes adoptan unos papeles que los "independizan" de sus condicionantes materiales, papeles que igualan a los participantes democráticamente, o que los hace presentarse como desinteresados amigos de la verdad, &c.

La naturaleza de esta desconexión -que así dicho es algo obvio: la ceremonia no es la no-ceremonia- es algo que me parece difícil de analizar ahora, pero diré que me refiero a operaciones hipotéticas que presentasen determinadas prácticas registradas en la ceremonia como genuinas y propias y hasta exclusivas de las ceremonias.

Igualmente, la racionalidad -que, para evitar un término vacío, podemos tomar referencialmente a partir de los aspectos más elementales (vigilancia de la corrección formal de los argumentos, por ejemplo)- aparecería en tales ceremonias como desligada de toda acción o práctica extraceremonial.

En último término, se tendería a la idea de que la racionalidad surge de dentro de esas ceremonias.

Los mecanismos que apoyasen esta ilusión (no sé si esta frase suena muy freudiana, pero no quiero caer en ningún psicologismo) reglamentarían el prestigio mismo de las ceremonias como tales.

Es decir, la capacidad adaptativa de esas ceremonias procedería de que se muestran a sí mismas como el "lugar de las conductas" donde habilidades valiosas (saber razonar, corregir argumentos, conocer las cosas, un supuesto volver a la práctica con mayores conocimientos) hallan su mejor, si no único, asiento.

Independientemente de los resultados prácticos de las ceremonias, éstas sí contribuirían a la concepción ideológica exenta de la racionalidad.

Lo que habría que analizar es cómo se produce o finge ese corte entre exterior e interior.

Intentaré referirme a un caso práctico. En un debate televisivo del formato usual hace unos años (v.g. La Clave), era norma (más o menos respetada) que los contertulios representasen distintas ramas del saber o posiciones enfrentadas, pero que se relacionasen con el tema titular de cada programa.

No se ocultaba en ningún caso -se blasonaba de ello más bien y ése era uno de los reclamos más grandes del programa- esa pluralidad. Ahora bien, las aproximaciones al tema de referencia eran forzosamente orales y había que intervenir en turnos que debían propender a la regularidad. Ciertamente, tal expediente igualaba retóricamente a quien ofrecía un enfoque serio pero trabajoso y a quien sólo podía ofrecer una colección más o menos brillante de frases. Esto podría considerarse como un mal menor, pero observemos que si en lugar de un criterio seleccionador "universalizante", católico, se procede de acuerdo con un mayor rigor (se discute de física cuántica y se trae a físicos y no a un tratadista de platillos volantes), el fenómeno señalado ya no se daría o no se daría en tan alto grado. Si se permite, la astucia de Galileo -o de Platón- fue la de escoger personajes diferentes para sus diálogos, pero no a personajes cualesquiera.

Sin embargo, el expediente una vez ejecutado, convertía cualquier observación sobre el valor de cada aportación individual en algo extemporáneo. Como en un juego de cartas, la racionalidad (me refiero a La Clave) se repartía equilibradamente entre los contertulios al principio de cada programa.

No sé si el ejemplo es muy bueno, pero me gustaría leer vuestras comunicaciones acerca de esta "hipótesis" ceremonial.

Un saludo,
Pedro Santana Martínez
Departamento de Filologías Modernas
Universidad de La Rioja


Symploké 0073
Fecha: Viernes, 18 Oct 1996 15:02:01 -0100
De: David Teira Serrano
Título: Sinopsis

Queridos compañeros,

Creo que a estas alturas se impone una nueva sinopsis de los últimos episodios de nuestra discusión.

Su origen está en la una observación de Santiago Alfaya acerca del molde jurídico de la idea de libertad en democracia -el Estado de derecho-, a la cual contestaban Alberto Luque y Pedro Santana: el primero advertía cómo, más allá de la misma censura, ocurría a menudo que la acción legisladora del Estado sustraía a los ciudadanos numerosas iniciativas que debieran corresponderles, desplazando el enfrentamiento de sus razones con la acción de la ley. Pedro Santana, por su parte, anotaba cómo la ideología adscrita a la democracia liberal negaba cualquier acción racional antes que ella o fuera de sus cauces, aunque oponerse a esta concepción omniabsorbente de la democracia no equivaldría a la afirmación de una región de la libertad más allá de ella.

Por mi parte, ofrecía a la consideración un artículo de A. Arteta ("No respeten mis ideas") que yo interpretaba como una muestra de la difusión de ese ideologema, la concepción jurídica de la democracia, entre la ciudadanía. Respeto sus ideas, pero no las comparto era la clave de resolución de cualquier disputa en cualquier ámbito, eludiendo por completo el enfrentamiento de los contenidos argumentales mediante la apelación a la equivalencia de las formas (la "opinión"). A modo de muestra de la nocividad de sus efectos ofrecía un análisis del consenso político entre nacionalistas vascos y quienes no lo eran contra los atentados de ETA.

Alberto Luque daba entonces un nuevo giro a su argumento inicial en nuevo mensaje del cual copio un párrafo:

"De alguna manera, la relegación de toda capacidad racional al dominio mecánico e insustancial de la regulación de los derechos y respetos democráticos evidencia la verdad simbólica de otro viejo Leitmotiv de la modernidad: la desaparición del hombre. No responde ya a ninguna realidad cultural el hablar de "personas", de "personalidad", de "individuos", sino que es más propio hablar de "cuerpos" --por decirlo en la clara dicotomía del pensamiento cristiano: cuerpos sin alma, sin corazón y sin cerebro. El rigor y el exceso de las regulaciones jurídicas pone esto de manifiesto: poca cosas faltan ya en los diversos Códigos y Normativas de diferentes niveles como para dejar un margen "razonable" para la decisión de lo que debe hacerse materialmente en los conflictos interindividuales, pues la casuística es cada vez más obsesivamente exhaustiva."

Volviendo sobre la cuestión de la censura en Internet añadía además Alberto que el esquema argumental se reproducía: defensa de la libertad de expresión e imposición de idéntica regulación jurídica, más allá de los contenidos difundidos -por otra parte, semejantes en proporción a los de cualquier otra vía de difusión-.

Contra lo primero contestaba David Teira defendiendo que la expansión de la ley era correlativa a la confluencia, en sociedades demográficamente multimillonarias, de un número creciente de normas dadas en el ejercicio mismo de la acción de un número creciente de colectivos enfrentados.

Mediante la iniciativa legal se articulaba la resolución del conflicto, pero antes que calificarla de irracional en sí misma, convenía atender para ello al modo de resolución ensayado, en sus formas y contenidos.

Javier Espada, a su vez, discutía que cupiese una censura racionalmente comprensible como insinuaba Alberto Luque -por analogía a los efectos de la censura descritos por Freud- e insistía en los efectos nocivos de esta actitud paternalista del gobernante en la ciudadanía -inmadurez, inversión de valores, &c.-. Sobre Internet, aunque compartiendo el juicio de Alberto, recordaba de nuevo sus muchas posibilidades.

Pedro Santana retomaba, desarrollándola, la comunicación anterior de Teira: el derecho no sería más que otro caso de regulación de conductas enfrentadas, consideradas aquí a escala política -como se darían a escala etológica, psicológica, ...-. La regulación se daría en cuanto que la misma estructura en la que estas conductas se inscriben como partes, el Estado y sus instituciones, la exigiría. Otra cosa es que esta acepción jurídica, comience a emplearse en otros ámbitos distintos de aquél, y el error de Alberto, a juicio de Pedro, radicaría en dar por buenos estos usos cuando son más intencionales -ideológicos- que efectivos:

"La legitimación de esta gran regulación en el contexto de la democracia liberal, ha de pasar por la asimilación de todas las situaciones y todos los contextos a un mismo modelo (que igual varía desde el modelo de los agentes racionales en el mercado hasta el de los fraternales cooperantes internacionales)."

Emiliano Fernández intervenía recordando la necesidad de un consenso entre la ciudadanía a efectos de ordenar su convivencia -quizá por oposición a la insistencia anterior en el conflicto-. Añadía que otra cosa es la impugnación por parte de algunos de sus miembros de la legitimidad de este conflicto.

David Teira contestaba que nadie ignoraba la existencia de este consenso, pues lo que se discutía era la racionalidad de sus contenidos y su origen, y no desde una concepción moral de la legitimidad: atendiendo, por contra, con el ejemplo anterior de los nacionalismos, a cómo este "consenso" era determinante en la continuidad del Estado donde se cimentaba.

Acerca de la racionalidad, Emiliano replicaba que convenía efectuar un análisis mostrando lo que cada cual entendía que era este concepto: por su parte, afirmaba, si lo entiendo bien, que la vida buena, fundante de la racionalidad moral, más que de la jurídica, puede estar en el sistema de ideas de quien juzga, y por ello interroga "¿la racionalidad se demuestra en el enfrentamiento de los discursos o más bien no es otra cosa que ese enfrentamiento mismo?"

Pedro Santana terciaba entonces con un análisis del consenso entre los partidos españoles acerca de la violencia en el País Vasco que remataba con esta conclusión general.

"No hay consenso real. Existe consenso sólo sobre (un aspecto de) las formas y procedimientos democráticos. Esto da lugar, por el interés en proclamar la existencia del consenso, a la ocultación de todos los disensos -no hay contradicciones, sólo contraste de pareceres-. El resultado final es la conclusión de que las formas de la democracia no deben mancillarse de contenido alguno. Así, la democracia español parece determinada a que no se debatan cuestiones de fundamento."

Teira respondía después al interrogante enunciado por Emiliano Fernández acerca de la racionalidad, indicando que ésta no era un atributo del discurso político más que si éste se intercalaba entre otras acciones, igualmente racionales o irracionales, conducentes al desarrollo de un programa mediante el cual se obtenían unos fines propiamente políticos, dados a la escala del Estado. Para evaluar la racionalidad de estos programas convenía atender a la distinción entre primeros principios y principia media anteriormente enunciada. Se ilustraba con el ejemplo recurrente del nacionalismo.

Por último, Pedro Santana nos proponía un análisis de racionalidad en las ceremonias más características de un Estado democrático -debates parlamentarios, ....- mostrando en ellas la desconexión de sus reglas respecto a las que rigen al misma conducta en otros ámbitos distintos.

(Aprovecho para señalar que la idea es interesante, pero, por mi parte, no me atrevo a iniciar un análisis de estas características)

Finalmente Javier Espada intervenía volviendo sobre algunos de los ejemplos últimamente analizados.

Saludos,
David


Symploké 0074
Fecha: Viernes, 18 Oct 1996 15:02:09 -0100
De: David Teira Serrano
Título: Sinopsis de la sinopsis

Queridos compañeros,

A partir de la discusión de las formas de la censura, vino esta otra acerca de los efectos de la expansión de Derecho en la vida democrática y particularmente en sus aspectos discursivos, en los modos de argumentación, el consenso, &c. A pesar de su abstracción, no faltaron numerosos ejemplos analizados.

Se echan en falta, en una lista de discusión como ésta, al menos dos cosas: una, la intervención de suscriptores de otros países que nos ilustren con su experiencia, un valioso correctivo a veces. Otra, la participación de profesionales del Derecho que le den un mayor rigor por el lado jurídico.

Quizá la discusión se centrase algo más discutiendo un caso concreto.

Intentaré, por mi parte, encontrar otro ensayo como el de Arteta, y, si alguien no envía otra propuesta antes, quizá la semana próxima podamos replantear la discusión.

Saludos,
David


Symploké 0075
Fecha: Lunes, 21 Oct 1996 06:02:05 +0200
De: Roberto García García
Título: Presentación en la lista

Apreciados contertulios del materialismo filosófico:

Llevo unos quince días, más o menos, inscrito en las listas del Proyecto de filosofía en español, gestionadas por la Universidad de Oviedo. Desde entonces he recibido con agrado las diferentes comunicaciones que se han producido entre los interlocutores "más destacados" de la misma: así firmas como David Teira, Alberto Luque, Santiago Alfaya, Emiliano Fernández, Pedro Santana, Javier Espada, &c. comienzan a ser nombres familiares dentro de este foro....

De acuerdo con la sugerencia hecha por Piquero, administrador de la lista, lanzo este correo para cumplir con un requisito, que me parece adecuado, que "regula" el funcionamiento de este foro. No es otro que el de presentarse públicamente en la misma. Pues bien, mi nombre es Roberto García y vivo en un pueblo asturiano llamado Campomanes, en el concejo de Lena. He estudiado Filosofía en la Universidad de Oviedo, y hace un año terminé los cursos de doctorado, bienio "Filosofía y Progreso". En el presente curso espero comenzar los trabajos de tesis, los cuales compaginaré, por aquello del primum vivere, con la puesta en marcha de una academia en mi pueblo, encubierta bajo la forma jurídica de una Asociación Cultural. Durante bastantes años he sobrevivido realizando tareas de Animador sociocultural, sirviéndome esta actividad, finalmente como objetivo de mi trabajo de investigación en los cursos de doctorado, bajo el ambicioso título de "Génesis y estructura de la Animación Sociocultural". Mi "trayectoria", por tanto tiene que ver, y no de una manera improvisada, con la "implantación política de la filosofía". No obstante soy consciente de que arroparme bajo esta pretensión no garantiza la corrección de mis posicionamientos políticos. De alguna manera le señalaba a Piquero, y también a Gustavo Bueno Sánchez, ciertas contradicciones que yo siento ("opinión") que existen entre "VERDAD" y "ágora". El asunto brevemente expuesto sería que la Verdad (su expresión; su construcción) compromete sólo en algunos contextos: internamente a un dogma, v.g. cristiano, o en el mundo académico. Fuera de ahí, en el ágora por ejemplo (esto es, en el seno de asociaciones, ¡no de partidos!, en foros informales de encuentro en barrios, en el mercado, &c.), el tema de la verdad conlleva aspectos que ella misma es incapaz de mostrar. Pienso que esto es así debido a que considero que en esos ambientes no académicos la verdad tiene más que ver con la disposición del otro a aceptarla, que con su exento valor ontológico. Las personas por medio de la educación, y también por otras vías, conforman una opinión sobre el estado del mundo. Esta cosmovisión personal está en íntima relación con conductas (respuestas) "exitosas" que a la postre le permiten ocupar un lugar en el entramado social (trabajo, pareja, reconocimiento, &c.). Por ejemplo: un cristiano ve ratificada su creencia en Dios en la medida que la comunidad en la que está integrado, co-participando de sus creencias, le facilita (vía normas -diez mandamientos, virginidad...-, pero también a partir de tener acceso a contactos laborales, sociales, &c.) la integración adaptativa (¡la vida!). ¿Para qué le sirve a él la verdad en torno a dioses y religiones? Difícilmente podría aceptar unos presupuestos teóricos (aunque a término sean hechos, como el de la evolución) sin con ellos pone en riesgo sus propias estrategias vitales (¡sobrevivir!). Existen, por tanto, resistencias al cambio.

Me parece que sobra añadir que el compromiso de la filosofía, y del filósofo, aunque no de todo profesor de filosofía, es la Verdad. Son tesis de Gustavo Bueno expuestas en el 78, más o menos, donde expresa los riesgos que tiene la filosofía de verse solapada ( también Badiou, "Manifiesto por la filosofía")por la política, por la ciencia o por la ética/moral. Según esto, le corresponde al filósofo el compromiso por desenmascarar toda forma de impostura, o lo que sería equivalente, mostrar los límites -dialécticamente- que toda propuesta discursiva encierra. Ahora bien ¿cómo se evita, en los contextos de la vida cotidiana, el riesgo de gnosticismo?.. Pretendo decir: si alguien se ha esforzado en analizar cuestiones y proponer réplicas a tópicos tradicionalmente asentados, y estos no son asumidos "por la masa" ,previa ceremonial presentación pública,... ¿no se transforman esos conocimientos, por muy verdaderos que sean, en algo alejado del mundo - gnósticos a la postre-? Creo que esta fue una de las mayores críticas al fenómeno de las vanguardias.... Además ¿es aceptable una vida constreñida por la verdad? Para un científico, la verdad no constriñe, es fruto de la investigación y produce satisfacción tanto el comprenderla como el construirla. Pero advertía al principio de mi reflexión de la distancia entre contextos académicos y mundanos. La implantación política de la verdad tiene que ver, me parece, a riesgo de caer en un tecnocraticismo a ultranza, con el contexto mundano. Solo así encuentro explicación a fenómenos de mercado, como la publicidad: el proselitismo hacia un producto en competencia con otros, se consigue por mecanismos, me parece, que nada tienen que ver con el contenido "exento" de la verdad. ¿Cómo entender que Berlusconi, o Mr. Aznar hayan conseguido el poder sin contar la Verdad del mismo?

Esperando no abusar de vuestro tiempo, un saludo,Roberto


Symploké 0076
Fecha: Lunes, 21 Oct 1996 12:29:17 +0100 (MET)
De: Emiliano Fernández Rueda
Título: Racionalidad y política.

Queridos contertulios:

Con el fin de aclarar por mi parte el concepto de racionalidad en política, comenzaré recurriendo a Max Weber, que recurre a su vez a Trotsky: el Estado, dice, "es aquella comunidad humana que dentro de un territorio (el "territorio" es elemento distintivo) reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima" (El político y el científico).

La violencia física no es el único medio de que se vale el Estado, pero es su medio específico. Las demás asociaciones humanas pueden hacer uso de ella sólo en la medida en que él se lo conceda, y las asociaciones políticas, o partidos, se definen por su deseo de alcanzar el poder de disposición sobre dicha violencia. ésta es, además, legítima, según Weber, lo que remite a algún tipo de justificación capaz de presentarla con un rostro benigno. Una tal justificación tenderá a presentarse a sí misma siempre como racionalidad, lo que no es otra cosa que la razón de Estado. Hobbes la halló en el interés general, en la protección y seguridad de los hombres, que, temerosos del estado natural, crean un artificio que los defienda de sí mismos. El Estado es, así, una cosa artificial, una convención humana. No cabe mayor oposición al modelo de Aristóteles, que veía la pólis como naturaleza.

En las ideas de los pensadores que lo ven nacer, el Estado moderno, que llega hasta nosotros, es efectivamente un artilugio, una máquina autónoma

Frente a los individuos., incapaces de valerse y existir por sí mismos, es una verdadera sustancia, autores como Maquiavelo y Spinoza no necesitaron recurrir, para la comprensión de la realidad de esta sustancia, a razón alguna susceptible de justificar su existencia. Vieron en ella la plasmación de la violencia y la imposición del miedo, lo que permitió al segundo descubrir que quienes han dejado atrás el miedo y la esperanza pasan automáticamente a habitar más allá de las fronteras del Estado, incluso a ser enemigos suyos.

La razón de Estado no es, pues, una formulación de Maquiavelo. Habría sido incongruente con el espíritu que anima sus escritos. Nació en la escolástica medieval, donde no tenía el carácter cínico que ahora se le atribuye. Allí servía para justificar la dominación en que consiste toda manifestación entonces conocida de lo político, recurriendo a una norma trascendente que no era otra cosa que la salvación del género humano. De ahí que, desde entonces, toda legitimación del Estado viene a ser herencia más o menos directa del criterio soteriológico cristiano. De ahí también el que podamos ahora catalogar a Maquiavelo y Spinoza como pensadores políticos ateos.

Siendo esto en general cierto para todos los Estados, se concibe que cualquiera de ellos tenga siempre razón: se adueña de un supuesto interés general, que no es el interés de persona alguna concreta, y en nombre de él genera derecho y norma, arrojando al exterior lo que no se ajuste a su dictamen. A esto suele llamarse razón. Con ella se pretende hacer más tolerable, presentar con rostro más "humano", lo que no es sino exigencia con éxito para sí de la violencia, según las palabras de Weber. Legitimidad y razón aluden, pues, a lo mismo.

Por todo esto no puede pensarse que la obediencia existe por el consenso habido entre iguales, sino que es una respuesta del miedo y la esperanza. En consecuencia es básica, originaria. El consenso es otra cosa: manifestación de los deseos y las opiniones, a través de las urnas o de los acuerdos entre partidos u otras instituciones. La existencia de la primera se demuestra por la simple existencia de la codificación de la violencia en que consiste el Estado. La del consenso es una de las fuentes legitimadoras que hay en nuestros regímenes parlamentarios y no excluye el disenso de unos u otros, sino que lo engloba dentro de sí. A aquella obediencia llamé hace unos días consentimiento para distinguirla del consenso. El vocablo puede ser, es verdad, inapropiado, pues consentir es permitir, lo que no es el caso cuando se obedece.

El discurso -ideología en el sentido de Marx- que pretende fundar la legitimidad del Estado y justificar así la violencia no ha sido siempre el mismo. Su primera fuente fue la Iglesia medieval. Luego, cuando el Estado moderno ocupó su lugar, pretendió convertirse a sí mismo en instancia definidora de lo justo, lo recto y la verdad. Surgió entonces la oposición entre legalidad y legitimidad, por el abandono de los ideales del Medievo. A salvar esa oposición vinieron los intelectuales laicos, que así heredaron a los clérigos, produciendo grandes sistemas de valores: los de la Ilustración y los de las grandes ideologías políticas del siglo XIX. Posteriormente, con el advenimiento de la democratización, que está siendo en realidad patrimonialización del Estado por los partidos políticos, los intelectuales han sido relevados por la opinión pública. Esto hemos podido verlo en nuestro país y tiene que ver con el desencantamiento de que hablaba Alberto Luque.

Pero, aparte de que puede dudarse de que exista una cosa llamada opinión pública y no sea una mera respuesta ocasional a los requerimientos de los encuestadores, la propuesta de que la verdad de lo político repose sobre la opinión es inadmisible, pues se trata de términos distintos, si no antitéticos. Los argumentos de Arteta son incontestables desde cualquier perspectiva filosófica que se adopte: las ideas que cada cual sustenta, las opiniones, no pueden ser aceptadas ni respetadas si antes no se las hace pasar por el fuego del razonamiento y la prueba.

A la luz de estas idea creo que adquieren otra dimensión las que nosotros discutíamos en días pasados. Si todo lo anterior es verdadero, yo daría por zanjada la cuestión sobre la racionalidad del poder político. Nos quedaría entonces el estudio de las formas que adquiere el discurso ideológico, para cuyo fin me parece muy pertinente la propuesta de Pedro Santana, que yo particularmente no me siento ahora mismo capaz de llenar de contenido.

Quedan varias cosas pendientes: la tecnología, la censura... Esta última está dando que hablar en la prensa. Parece como si la noticia de la agencia EFE, que nos remitió Javier, hubiera sido precisamente el pistoletazo de salida. Yo creo que están deseando empezar la censura, pero se encuentran con obstáculos serios, uno de los cuales es la legislación internacional.

Como en la droga.

Seguiremos hablando,
Un saludo a todos. Bienvenido, Roberto.
Emiliano Fernández Rueda


Symploké 0077
Fecha: Jueves, 24 Oct 1996 19:06:24 -0100
De: David Teira Serrano
Título: Ley, Iglesia y Estado (Texto)

Queridos compañeros,

Venimos discutiendo últimamente la cuestión de la racionalidad de la acción legal del Estado atendiendo, entre otras, a la cuestión de la censura. Se me ocurre, con ánimo de darle mayor concreción a la discusión, un ejemplo de análisis -y para el análisis- de un artículo de la Constitución española de 1978 acerca de las relaciones del Estado con las distintas confesiones religiosas. El autor es Gonzalo Puente Ojea, Embajador de España y experto exégeta neotestamentario, así como destacado defensor del ateísmo. De él os ofrezco unos párrafos de un estudio más extenso acerca de las relaciones entre Iglesia y Estado a lo largo del último siglo en España. Omito ahora una exposición de las referencias implícitas en este extracto, pues se dará ocasión, espero, en el curso del debate.

Saludos,
David

G.Puente Ojea: Del confesionalismo al criptoconfesionalismo. Una nueva forma de hegemonía de la Iglesia , pp.133-136

El nuevo régimen político nacido de la Constitución promulgada el 27 de Diciembre de 1978 iba a establecer en España, bajo fórmulas sinuosas, sucesivos desarrollos normativos y practicas abusivas, una nueva forma de hegemonía pública de la Iglesia.

[...] La redacción del artículo 16.3 es un monumento a la hipocresía de las fuerzas políticas que dictaban la dirección de la labor de la Ponencia Constitucional en su subterráneo propósito de seguir privilegiando a la Iglesia . Se trata de una fórmula donde puede introducirse de contrabando cualquier mercancía: Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones'. Esta especiosa disposición fantasmal, adoptada prácticamente sin verdadero debate -ni en la Ponencia, ni en la Comisión, ni en el Pleno de las Cortes, y con la complicidad de unos media que no ilustraron suficientemente a la opinión pública sobre la gravedad y el significado del asunto que se estaba ventilando-, fue asumida por unas izquierdas desmemorizadas y sin voluntad de defender los principios irrenunciables del laicismo como fundamento de una democracia de nueva planta.

La hipocresía del artículo 16.3 queda de manifiesto en dos frases que hacen de su texto una chapuza destinada a enmascarar la actualización constitucional de la tradicional hegemonía de la Iglesia católica. ¿Qué pueden significar frases como tener en cuenta, y las consiguientes relaciones de cooperación?...¿Qué clase de lenguaje jurídico es este?... El criptoconfesionalismo que late en este artículo quiere disimular su evidencia -para quien sepa leer no sólo la ambigüedad deliberada de la letra sino también la intención que esconde- con la tercera frase que lo cierra: con la Iglesia católica y las demás confesiones. Estas confesiones tienen un peso minúsculo -si tienen alguno- en la vida colectiva del conjunto de los españoles dadas la exigüidad del número de sus miembros y el carácter étnico-religioso de las comunidades hebrea y musulmana que las excluye de toda pretensión de influir, como tales, en la vida pública española. [...] Precisamente, la inclusión las demás confesiones como cláusula de cierre representa una inmejorable coartada redaccional, perfectamente calculada por la propia Iglesia y los padres constitucionales, para hacer gala de su espíritu pluralista y, sobre todo, para envolver en un lenguaje de falsa imparcialidad la descarada confirmación de los privilegios de la Iglesia.

Esta se cubría así con una capa de formal respetabilidad. Si el artículo 16.3 hubiese querido instaurar sinceramente la aconfesionalidad efectiva del Estado, debería haberse circunscrito a su sólo primer párrafo: Ninguna religión tendrá carácter estatal', en obligado paralelismo con el artículo 3° de la Constitución de 1931.

La frase tener en cuenta carece de connotación semántica precisa, lo cual permitía al Gobierno de turno hacer lo que desee, como en seguida quedó demostrado con la conducta de los presididos por la UCD y el PSOE, porque la Iglesia sigue siendo maestra en el arte de colocar sus peones donde conviene y de hacer valer el voto político de sus correligionarios en cada ocasión.

La frase las correspondientes relaciones de cooperación tampoco define forma alguna medianamente identificable, y aprovechando la máxima jurídica de que donde la ley no distingue, nadie debe distinguir, en esa cooperación puede introducirse todo lo imaginable. [...] En suma, los mandatos indefinibles de tener en cuenta y de cooperar permitieron cubrir tanto las cuantiosas subvenciones económicas - para culto y clero, centros docentes, asistencia religiosa en instituciones oficiales, construcción y conservación de edificios, exenciones fiscales, &c.- como las competencias de enseñanza en régimen de plena validez pública de títulos o diplomas habilitantes, la inclusión de la catequesis optativa, pero retribuida oficialmente, en los centros del Estado y algunas onerosas menudencias más. A estos dos ejes esenciales para la hegemonía de la Iglesia -económico y competencial- se añadía el privilegio de oficializar los símbolos eclesiásticos -las festividades religiosas, los honores militares tributados a ciertas manifestaciones de culto público, &c., &c.- y el de disfrutar de una presencia privilegiada y creciente de la Iglesia, sus ministros y sus clientelas en los medios públicos de difusión.

Incluido en G.Bueno et al., La influencia de la religión en la sociedad española, pp.81-146 (Madrid: Libertarias, 1994)


Symploké 0078
Fecha: Jueves, 24 Oct 1996 20:59:20 +0300
De: Pedro Santana Martínez
Título: Ley, Iglesia y Estado

Una observación rapidísima:

Si una disposición legal se queda en la total ambigüedad positiva (en el sentido de que habrá cooperación y no oposición o conflicto, o una relación nula, entre dos instituciones) podría parecer que sólo se sanciona una situación de hecho explícitamente injustificable.

Se evita hablar de algo que se va a seguir haciendo, por así decir.

Ahora bien, sucede también algo más profundo. Tal método de actuación -que pudiera amparar actitudes pseudo-izquierdistas de tipo "ya vendrán mejor dadas, ya vendrán coyunturas más favorables para discutir este asunto", actitudes que son las que se mueven en torno a la discusión sobre la forma del estado, por ejemplo- se inscribe en una falsa conciencia de lo que es el estado de derecho y la discusión racional y, también, está falseando u ocultando gravemente las implicaciones que un asunto determinado pueda tener.

Creo que en la Constitución Española de 1978 esto se da en el tema religioso, en la cuestión de la forma de Estado y muy gravemente también en la cuestión de la organización del Estado. Aunque aquí encima de no resolver un problema se crearon muchos nuevos. Por ejemplo, el concepto de nacionalidad, que se diferencia al parecer del de nación y del de región parece que puede ir desde una acepción cuasi-regional o administrativa al de nación a lo Fichte, a lo Renan, o a lo Pujol. (Qué decir por cierto de la distinción entre comunidades históricas y no históricas?) Se diría que el constituyente intenta quitarse problemas de encima, pero no es lo malo que sancione la situación de hecho. lo peor, y aquí se agudiza la falsa conciencia, es que la organización democrática del estado queda contaminada de la idea de que hay cosas -conflictos políticos- que no se discuten, por no hablar de que el debate político tiene que acabar girando en torno a pseudo-conceptos tan distinguidos como los citados.

Señala Puente Ojea que el artículo debiera haberse quedado en el primer párrafo.

Hay que señalar que el constituyente utilizó un recurso pragmático y retórico de la peor especie. No es sólo la ambigüedad semántica. Es que el deber ser subyacente al primer párrafo se anula tras una indudable declaración de hecho. Es como si se dijera: Naturalmente, todos sabemos que casi todos los españoles, todos los buenos, somos católicos, por lo que se ve" Es curioso que a veces la Constitución haga geografía o sociología barata en su articulado.

P.S.: me habría gustado decir algo sobre lo que dice de la verdad Roberto García, pero no tengo tiempo.

Un saludo a todos,
Pedro Santana Martínez
Departamento de Filología Moderna
UNIVERSIDAD DE LA RIOJA


Symploké 0079
Fecha: Viernes, 25 Oct 1996 01:36:08 -0100
De: David Teira Serrano
Título: Ley, Iglesia, Estado (comentario)

Queridos compañeros,

últimamente discutíamos la cuestión de la racionalidad de la acción legisladora del Estado y, por mi parte, proponía descender en el análisis de cada norma a efectos de discutir su racionalidad. A modo de ejemplo, valdría el artículo 16.2 de la Constitución española de 1978, donde se afirma la aconfesionalidad del Estado y a la vez la cooperación de este con distintas confesiones religiosas, y en especial la Iglesia Católica.

Gonzalo Puente Ojea nos ofrece ya una crítica de las contradicciones de este artículo en la exposición recogida en mi mensaje anterior. Aunque sería imposible ahora detenernos en las coordenadas de su análisis, conviene al menos apuntar unas notas: por una parte, su concepción de la religión, una concepción, por así decir, ilustrada, en la cual aquélla es poco menos que una superstición subjetiva y, consecuentemente, ajena a la acción racional de un Estado; por otra parte, una concepción del Derecho acorde con su formación de jurista, en la cual se impone el imperativo de cerrar el cuerpo legal evitando inconsistencias o ambigüedades.

Ahora bien, aunque Puente Ojea merecería una crítica más extensa y cuidada -adecuada al enorme valor de sus estudios acerca del catolicismo- es obligado, creo, oponerse a esa concepción de la religión, al menos en cuanto que imposibilita una explicación materialista de los innumerables contenidos de la religión que desbordan el ámbito de la conciencia subjetiva, como es por ejemplo la acción de la Iglesia. Diríamos que si la Iglesia católica obtiene ese reconocimiento jurídico en España es porque su acción va mucho más allá de la esfera subjetiva de la fe de sus fieles, y alcanza a intersectarse a lo largo de los siglos con la del Estado español, como no ignora nadie que conozca su Historia. Por ello, cuando se reconoce, como Puente Ojea, que la intersección es aún efectiva, la verdadera contradicción radicaría en la aconfesionalidad más que en la expresa voluntad de cooperación, e impugnar ésta apelando a la primera resulta, cuando menos, ingenuo.

Por otra parte, el esquema de esta argumentación , la nervadura mediante la cual elude en su formulación esta apariencia de ingenuidad, se encuentra en el mencionado axioma jurídico: apela a la compleción, consistencia o cierre de la ley. De nuevo desde una concepción materialista del Derecho, nos vemos obligados a impugnarlo, pues resulta absurdo defender la inmanencia jurídica de la acción del Estado, como si ésta no dimanase de otras fuentes mundanas imprescindibles en el mismo ejercicio del Derecho. Así, aun conviniendo en la incuria de la enunciación, no por ello es ilegítima la apelación a fuentes externas.

¿Concluiremos, entonces, que no existe contradicción, y que esta disposición jurídica es absolutamente racional? No, y para ello intentaremos sumariamente ejercitar los criterios a los que apelábamos en otras comunicaciones: la intersección de la acción de Estado e Iglesia en España radica, diríamos, en la confluencia de sus fines, dados a la escala de sus principia media, de aquellas evidencias mundanas que se intercalan en sus planes ( Un cura me ahorra diez gendarmes, decía Napoleon, o con expresión más elaborada Gil de Roma: "En la Iglesia militante sólo puede haber una fuente de poder, sólo una cabeza que posee la plenitud del poder... y las dos espadas, sin las cuales el poder no sería completo. De esta fuente se derivan todas las otras potestades..."). En el desarrollo de la acción de la Iglesia católica a lo largo de los siglos medió la acción del Estado español, y a la inversa. Y la novedad ahora se nos daría si acaso en el ámbito de los primeros principios doctrinales de ambas instituciones, pues si un Estado confesional puede subordinar los fines mundanos de su acción a los fines sobrenaturales de la eclesiástica, ello ya no ocurriría con una doctrina aconfesional -como, por su parte, la Iglesia no podría reconocer como suyos principios como el de la libertad religiosa o leyes como la del aborto-. Ello daría por resultado numerosas ficciones jurídicas a efectos de ajustar las figuras religiosas a las legislativas para así salvar la confluencia de la acción de ambas instituciones (la consideración fiscal de los monjes de clausura como trabajadores autónomos , &c.)

Así la evaluación de la racionalidad de esta legislación nos exige reinterpretarla desde aquellas claves mundanas mediante las cuales opera y considerar sus distintos efectos, lo mismo en el desarrollo de la acción eclesial que en la estatal. ¿es realmente una sangría sin contrapartida la aportación del Erario público a las arcas de la Iglesia como pretende Puente Ojea? ¿acaso, como decía Spinoza, las ideas confusas no se concatenan con la misma necesidad que las verdaderas? ¿no debiéramos entonces replantearnos la autenticidad de esa doctrina de laicismo estatal disuelta en la Constitución española, reinterpretándola?

Quizá fuese oportuno el que Alberto, Emiliano u otros suscriptores aplicasen sus ideas sobre la razón y el Estado al análisis de este mismo asunto -o a otro que eventualmente propongan- para así desarrollar nuestra discusión anterior. O bien que Roberto desarrollase sus consideraciones acerca de la verdad a propósito de estos asuntos. Si os parece, claro está.

Saludos,
David


Symploké 0080
Fecha: Domingo, 27 Oct 1996 10:31:03 -0100
De: Alberto Luque
Título: Liberalismo y anticlericalismo

Queridos compañeros:

El asunto del confesionalismo es interesante, pero además, como bien sugiere David en su acertadísima crítica a Gonzalo Puente Ojea, no es desligable del tema más profundo, general y apasionante de la concepción de la religión. Creo que David da en lo más hondo de la cuestión cuando advierte el vínculo entre la concepción que Gonzalo Puente tiene de la religión y la que tiene del derecho: racionalista ilustrada la primera, liberal e igualmente racionalista la segunda. No se trata exactamente de que Puente Ojea esté algo picado de ideas volterianas, pero ésta es ciertamente una caracterización no trivial. Entonces, cuando este hombre ataca a la Iglesia se ampara necesariamente en su idea de que todos los contenidos de la religión son ilusiones, falsedades, mistificaciones o supersticiones, y que, por añadidura, frenan el desarrollo de la mentalidad científica. Pero esa conceptuación de la religión como meramente ilusoria es en sí ilusoria, por no decir idealista. La religión contiene también, como insinúa David, una verdad, o mejor, muchas verdades, muchas variedades de verdad, y es en el cultivo -no en la siembra- de tales verdades donde puede ser fecunda la crítica materialista.

La verdad de la religión no es, como sugiero, única, no solamente es esa verdad de su efectividad política, de la presencia secular de la Iglesia, a la que justamente se refiere David y que sin duda también aceptaría Gonzalo Puente sin por ello sentirse obligado a admitir ningún otro género de verdad religiosa. También existe otro tipo de verdad en sus propios contenidos espirituales: es la verdad de su significado antropológico, es lo que Feuerbach tan justamente llamó la "esencia" de la religión. Por volver a un caso típico de la ortodoxia medieval, debemos aceptar que Cristo Nuestro Señor tiene dos naturalezas, la humana y la divina. Pues bien, no sólo la humana, la vida real de Jesucristo y sus hechos más o menos inciertos o apócrifos pero reales en lo que tienen de referente mundano (tanto su doctrina ética como sus milagros) contienen una realidad; también su naturaleza divina contiene una realidad, como transfiguración, o mejor, reflejo de la sociedad real que dio origen a esa religión. Por supuesto, no se trata de que sean verdaderos los contenidos sobrenaturales de una religión. Se trata de que se corresponden culturalmente con una sociedad real y con unos hombres reales cuyas relaciones reales representan de manera transfigurada. Las ideas sobre lo bueno y lo malo, sobre lo justo, sobre lo abyecto, sobre el pecado, sobre la humildad, sobre la crueldad... tienen un reflejo religioso antes de plasmarse secularmente en un código civil. (No os preocupéis ahora demasiado de si abuso del concepto de reflejo, tan desvalorado por una modernidad hipercrítica). El decálogo mosaico no contiene en esencia mucho más -ni mucho menos- de lo que un Estado de derecho puede pretender como base jurídica que nos resguarde contra la barbarie. Y he aquí donde podemos ver la radicación profunda del derecho en lo religioso, o el papel jurídico que la religión ha jugado antes de la secularización. Cuando Freud -muchos años después de que Weber notara lo irreversible del secularismo capitalista- abogaba por el desencantamiento cultural definitivo, por el abandono completo de toda ilusión religiosa, de toda creencia en la inmortalidad del alma, como única vía de adquirir una especie de salud cívica y racional, implícitamente estaba también abogando por una superación del secularismo impuesto por los códigos civiles. En su célebre análisis de la angustia social que provocaba la guerra, Freud constató el fiasco de toda moral y de toda regulación jurídica. El célebre poeta parnasiano y Premio Nobel René Sully-Prudhomme escribió un estudio sociológico como introducción a La Biblia de la Humanidad del gran Michelet, y advirtió allí el papel "moralizador" del cristianismo en el terreno de las relaciones entre individuos (que ya no se matan entre sí), pero su escasa o nula capacidad para moralizar las relaciones entre naciones (pues sigue habiendo guerras). Al margen del idealismo sin camuflaje de Sully-Prudhomme, hemos de admitir que, no por efecto de una persuasión racional o emocional, sino mediante mecanismos materiales y coercitivos, la religión ha jugado efectivamente ese papel moralizador de las costumbres. Pero una vez conseguida esa moralización, es inevitable que la asociemos, incluso desde un punto de vista materialista, a las emociones, sentimientos e ideas morales que la cultura religiosa ha impuesto. Lo interesante es que ese relativamente precario poder moralizador de la religión no es en la práctica ni más eficaz -ni menos- que el de las leyes seculares, pero si es más eficaz que esperar una acción civilizada por obra de la libre reflexión racional de los hombres. Cuando Freud defiende el abandono de una ilusión, la religiosa, está cayendo en otra: la racionalista, la esperanza de que los hombres asuman sus limitaciones materiales, morales y existenciales mediante un ejercicio de reflexión, mediante una asimilación epicúrea de la necesidad de estropear el mundo lo menos posible, mediante un conocerse a sí propio, una de las cosas que, paradójicamente, más valoró Nietzsche. Y es esa misma ilusión racionalista la que alberga Gonzalo Puente Ojea -dicho sea de pasada, esa misma "ilusión" la albergo yo mismo, que también estoy picado de ideas volterianas, y tengo mi ramalazo de anticlerical, y de liberal, de jacobino e incluso de stalinista... todo lo cual no me impide ver todas estas herencias como una leve carga de idealismo; pero no puedo, como quizá nadie pueda, renunciar completamente a todo lo que he sido).

Para no densificar innecesariamente este interesantísimo debate, me limitaré a plantear la cuestión del vínculo entre el anticlericalismo y el liberalismo -al que habría que añadir el que existe entre éste y el libertarismo.

Resulta que el tono de indignación anticlerical que rezuma el texto de Gonzalo Puente Ojea, ese rasgarse las vestiduras por la onerosa carga fiscal de los curas, no es sino un prejuicio hondamente arraigado en la cultura española. Los grabados de Goya, las diatribas de los ilustrados contra el clero, e incluso los chistes más o menos irreverentes sobre curas y monjas, dan cuenta de lo hondo de ese sentimiento generalmente compartido. Pero tengamos en cuenta también los aspectos anticapitalistas del cristianismo, desde muy antiguo. Los jesuítas, por ejemplo, fueron repetidamente perseguidos y expulsados de cuantas naciones adherían los nuevos principios legales de la sociedad burguesa. Se les acusaba de conspiradores y de reaccionarios, muy justamente, puesto que se oponían al progreso y decapitaban nobles; pero el progreso al que se oponían no era sino el progreso de los capitalistas y la opresión de las masas, de manera que también representaban un no extinguido nervio moral de la religión. El mismo Paul Lafargue, que nos ilustró tan convincentemente sobre los motivos que la burguesía tiene para creer en Dios, también valoraba, en su Droit à; la paresse, tanto el "abandono en la providencia" de que nos habla San Mateo, la negativa a deslomarse trabajando, como el ideal aristocrático pero a la vez igualitarista y redentor de Aristóteles (el "sueño de Aristóteles", que las máquinas hagan todo el trabajo de los hombres). Y August Bebel no tenía reparos en admitir que los principios del socialismo se cohonestaban perfectamente con esa "regla de oro del trabajo cristiano" que enunció San Pablo: "El que no trabaja, no come". Aparentemente, la reivindicación del ocio en Lafargue es opuesta a la dignificación materialista -y también benedictina- del trabajo obrero, pero si se piensa un poco dialécticamente, es fácil ver que no hay contradicción ninguna. La burguesía tenía motivos económicos nada secretos para rechazar las regulaciones religiosas: por ejemplo, la prohibición de trabajar en domingo. El calendario que los jacobinos pretendieron imponer, con semanas de diez días, llevaba al terreno laboral el universalismo racionalista del Sistema Decimal. El siete puede ser un número de resonancias místicas y poco adecuado para la claridad calculística, pero el hecho es que la semana de diez días aumentaba los días laborables por obra y gracia de una sencilla elegancia aritmética. La conspiración secular de los jesuitas en todos los países ya fue celebrada a finales del siglo pasado por algunos anarquistas (como Jules de Marthold), y no andaban muy errados. Incluso podemos considerar sintomático y sospechoso el modo en que el diccionario español ha llegado a admitir una singular acepción de las palabras "jesuita" y "jesuitismo":

JESUITA: com. fig. y fam. Hipócrita, taimado.

JESUÍTICO: Dícese del comportamiento, actitud o procedimientos hipócritas, poco claros.

JESUITISMO: fam. Comportamiento hipócrita y falaz.

Que estas acepciones sean admitidas oficialmente en el diccionario no sólo representa el loable mérito menckeniano de no albergar prejuicios contra el uso común de las palabras, sino también el triunfo de la mentalidad burguesa dominante: un jesuita se pone de parte de los harapientos y en contra del progreso y del capital, ¿a qué motivos puede obedecer sino a la hipocresía? Puesto que ningún burgués es capaz de comprender que alguien se oponga a la riqueza por motivos sinceros, que alguien defienda a los desheredados sin esconder el innoble propósito de engañarlos y explotarlos, no puede concebir que un jesuita sea otra cosa que un hipócrita. Quizá no le falte razón a este burgués, pero también hace honor al adagio: Piensa el ladrón que todos son de su condición. Recuérdese las dos ocasiones en que fueron expulsados de España, con Carlos III y con Azaña, y extraiga cada cual las razones sociológicas que crea oportunas.

En cuanto al ateísmo, tenemos ejemplarísimos casos en la literatura, en la filosofía y en la política, que nos deberían poner en guardia también respecto de lo ambiguo que resulta declararse ateo. Yo estoy más bien con Bloch cuando aseguraba que sólo un ateo podía ser un buen cristiano, y sólo un cristiano podía ser un buen ateo. Por supuesto, yo mismo creo que soy un ateo puramente católico -en todos los sentidos, pero sobre todo en el más trivial de que entendería mucho menos a un ateo islámico, aunque fuese muy racionalista, que a un cristiano occidental. Los nazis eran ateos, y sin embargo su idealismo ha sido uno de los más delirantes y exagerados de la historia: no aspiraban ya a unas meras reformas sociales, por radicales que fuesen, como los bolcheviques, sino a la construcción, nada menos, que de una RAZA superior. Llamar materialismo a eso es, cuando menos, equívoco. Recordad aquel senador de Los miserables de Hugo que conversaba con el bondadosísimo obispo de Digne y que trataba a Diderot y al mismísimo Voltaire de mojigatos, en pos de un ateísmo y un materialismo tan puros, tan "perfectos", que ya nada tenían que ver ni con la poesía de Demócrito, ni con la canónica de Epicuro, sino más bien con los perversos personajes de Sade.

Lo que pretendo con estos ejemplos de jesuitas, obispos humanistas y ateos reaccionarios, es llamar la atención sobre el equívoco carácter político que tiene el ataque a lo religioso, incluido el ataque a la Iglesia. Gonzalo Puente Ojea alude al para él indignante hecho de que la "izquierda" se preste a permitir la continuación del dominio cultural de la Iglesia en España. (Políticamente, debería preocuparnos si la Iglesia adopta posiciones socialistas o capitalistas, en lugar de creer que está lógicamente obligada a tomar siempre el mismo camino.) Los argumentos de Gonzalo Puente son idealistas, como pone de manifiesto David, porque suponen que una regulación racional, secular, como es la Constitución, puede sustituir a una influencia religiosa que también ejerce el papel de racionalización jurídica. Pero ese racionalismo no hace en realidad sino convertir en jure lo que antes era un estado de hecho, corroborado por la ética cristiana. ¿Y qué decir de la labor secular en pos de una cultura científica y atea, que es lo que parece esperar Gonzalo Puente? Pues no es ésta tampoco una cosa tan transparente como parece. Basta fijarse en el auténtico secularismo que permea virtualmente a toda la Iglesia católica, un secularismo, por cierto, eficazmente posmoderno: sólo durante el presente papado, la Iglesia ha admitido oficialmente la existencia del diablo, ha desagraviado la memoria de Galileo, ha aceptado la hipótesis darwinista y se dispone a canonizar a Espinosa. Quizá alguno crea que esta nueva serie de readaptaciones culturales de la Iglesia sea un paso más contra las ilusiones sobrenaturalistas y a favor de una mentalidad racionalista. Yo, por mi parte, creo todo lo contrario: que la Iglesia condenase el darwinismo y que admitiese la existencia real del diablo, me parecía consistente, lógico. Que las Sagradas Escrituras se hayan de "interpretar" -esto es, interpretar en un sentido distinto al literal- lleva al ateísmo, aunque ese ateísmo tenga miedo de decir su nombre. Henos, pues, aquí, con una Iglesia virtualmente atea, pero tan astuta que mantiene en su seno a quienes siguen creyendo en lo sobrenatural y a quienes tienen de lo sagrado una concepción, digamos, "metaforista". ¿Cómo seguir sosteniendo que la Iglesia representa un atraso cultural, un freno a la investigación científica, cuando por su propia iniciativa se pone en entredicho y se investiga científicamente la autenticidad del Santo Sudario, cuando condena la brujería, la astrología y todas las supercherías populares, o cuando invita a los cosmólogos más competentes a explicar sus investigaciones y sus teorías sobre el Big Bang que parecen excluir a Dios como ya lo hacía la mecánica de Laplace? Esta lábil posición de la religión exige un tipo de enfoque mucho más matizado que el de un simple ateísmo a lo Volney.

En fin, respecto al anticlericalismo aún podría abordarse su significación antropológica. No quiero ni puedo ahora extenderme sobre el asunto, pero nótese solamente cómo en los países católicos como el nuestro o Italia es donde más abundan los chistes anticlericales; nótese además cómo los chistes que tiene por diana las mujeres, o los niños, o algunas otras razas particulares con las que hemos tenido contacto, se parecen en un fondo común: el odio a lo otro, el recelo contra lo oculto (los curas son como la compañía secreta y natural de las mujeres, los niños y los extraños contradicen, a veces con su sola presencia incongruente, nuestras representaciones más firmes de lo que parece ser incuestionable...).

No quiero entrar en esa sutil disquisición sobre las consecuencias lógicas de añadir una mención explícita a las relaciones con la Iglesia al párrafo de la Constitución que postula el aconfesionalismo del Estado. Me parece exagerada, aunque no completamente vacía de contenido. Por ejemplo, Pedro Santana corroboraba en su breve mensaje del día 24 la indignada suspicacia de Gonzalo Puente. Pero ¿qué significa que "tal método de actuación... se inscribe en una falsa conciencia de lo que es el estado de derecho y la discusión racional"? ¿Está diciendo Pedro Santana que existe -o podría existir- algo verdadero a lo que llamar "Estado de derecho" sin sonreírse? Entiendo que este asunto entronca directamente con el anterior sobre el consenso, y creo que Pedro estará conteste conmigo en que requiere más discusión. El "plebiscito de todos los días" al que en cierta ocasión aludió Renan y que llenó de irritación a Cánovas del Castillo por creer que aquel erudito y reaccionario francés se deslizaba hacia posturas democráticas, no tiene, en mi opinión, nada de irracional, y sugiero que sería un buen ejemplo para abordar lo que de verdadero hay en el consenso democrático burgués. En España las cuestiones de consenso político son particularmente enredosas. Cuando Pedro Santana sugiere que algunas ambigüedades de la Constitución sirvieron para "crear nuevos problemas", y menciona el del lío semántico de las "nacionalidades" y las "naciones", o el de las nacionalidades "históricas" y las que no lo son... está poniendo de manifiesto, aun sin entrar a describirlo, ese enredo. Tales productos de la política española pueden ser "pseudo-conceptos", lo admito, pero es dudoso que su origen esté en una imprevisión lógica o crítica de la Constitución, como sugiere esa ultraracionalista discusión de las frases de la misma. En cuanto a la suspicacia de Puente Ojea, compartida por Pedro, en lo tocante a que la continuación del artículo sobre la aconfesionalidad del Estado con ese "tener en cuenta a la Iglesia católica y las demás confesiones...", pues, no sé... no creo que ahí radique un auténtico problema político ni ideológico, pero quizá sólo lo desdeño por ignorancia. Espero otras opiniones al respecto.

Un saludo a todos,
Alberto Luque.


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