La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Symploké / Fondo auxiliar

Emiliano Fernández
Filosofía y religión


Emiliano Fernandez es profesor de filosofía en el Instituto de Enseñanza Secundaria de Jerez (España). Este texto corresponde al capítulo V de su Tesis doctoral.

I. El caso griego

Algunos estudiosos de Grecia, como Snell y Burnett, explicaban el paso de la mitología a la filosofía por la tesis de que la Razón, ajena por su propia naturaleza al tiempo, había cobrado existencia temporal gracias al milagro del genio griego. Otros hacía depender el mito de la oscuridad del lenguaje. Entre estos últimos destaca Max Müller, para quien toda denotación lingüística es esencialmente ambigua:

«La mitología es natural, es inevitable y representa una necesidad inherente al lenguaje, si reconocemos en él la forma externa y manifestante del pensamiento: ella es, en resumidas cuentas, la oscura sombra que el lenguaje proyecta sobre el pensamiento, y que no desaparecerá hasta que el lenguaje y el pensamiento se cubran y reflejen del todo; lo que nunca se logrará. Sin duda, la mitología brota con mayor fuerza en los tiempos más antiguos de la historia del pensamiento humano, pero nunca desaparece por entero. Pesando sobre él, hoy tenemos nuestra mitología, como la hubo en los tiempos de Homero, con la diferencia de que actualmente no reparamos en ella, porque vivimos en su propia sombra y porque todos retrocedemos ante la meridiana luz de la verdad. Mitología, en el más alto sentido de la palabra, significa el poder que el lenguaje ejerce sobre el pensamiento, y esto es un hecho efectivo en todas las esferas posibles de la actividad mental.» {1}

En lugar de esta clase de explicaciones, me parece más verosímil una que no necesite introducir en la historia del pensamiento cortes tales como el paso de la metáfora al concepto objetivo, el desvelamiento de la sombra proyectada por el lenguaje, o el recurso al genio milagroso de los griegos. Existen precedentes y similitudes, tanto para la figura del filósofo como para su oficio, en la religión anterior a ellos, y, en última instancia, en la propia organización social, económica y política. De hecho, ahora que otros historiadores de la Grecia Antigua han mostrado dichas semejanzas, podemos ponerlas de relieve para eliminar esa brecha que ha solido abrirse entre el pensamiento racional y el mitológico:

A. La primera es que entre la física jonia, el primer atisbo decisivo de intelectualidad filosófica, y la antigua mitología existe una coincidencia fundamental: que ninguna de las dos buscaba apoyo alguno en ninguna experiencia. Esto, dicho sea de paso, podría bastar para no asimilar precipitadamente la mal llamada física contemporánea y la griega.

B. La segunda es la constatación de que los primeros sistemas filosóficos son transposiciones laicas, bajo la forma de un pensamiento abstracto, de los anteriores sistemas religiosos de representación de la realidad.

C. La última dice que en algunos casos es idéntico el material conceptual. Así sucede, por ejemplo, con los elementos a que los milesios reducían la totalidad de lo real, que eran herencia directa de las divinidades olímpicas: Zeus para el éter, o fuego, Poseidón para el agua... {2}

La segunda de las equivalencias citadas, que alude a una igualdad en los sistemas representativos del mito y de la filosofía, merece una breve puntualización. Hay, en efecto, una estructura proporcionada por los mitos que resulta aplicable, con pequeñas diferencias, a la mayoría de los sistemas presocráticos, y que puede reducirse a los siguientes puntos:

A. Lo que en un principio hay en el universo, en lo que todo él consiste, es un estado de indistinción e indiferenciación.

B. Dicho estado constituía primeramente una unidad, de la que por segregación fueron apareciendo parejas de contrarios: cielo, aire, tierra...

C. Estos contrarios interactúan entre sí de manera ininterrumpida, dependiendo del triunfo de unos sobre otros el estado actual de la realidad. Los avatares de victorias y derrotas dan lugar a ciclos repetidos incesantemente.

¿Dónde reside entonces la novedad que trajo consigo el pensamiento filosófico? ¿Ha de reducirse todo a coincidencias con el pensamiento tradicional, hasta el punto de que no pueda señalarse ninguna discontinuidad?

Esta es una postura extrema que no es la defendida por mí. Antes al contrario, creo que es posible dar una definición de aquella primera filosofía en la que quede reflejada su distinción frente al pensamiento mítico anterior. En tal definición debería insistirse en que es sobre todo una profundización sistemática en los materiales procedentes del mito. Se resaltaría así el papel sistematizador de la filosofía por encima de cualquier otro que hiciera hincapié en su pretendida novedad esencial, como han querido en múltiples ocasiones los estudiosos de Grecia. Para lograr ese fin es útil recurrir a las características que Comte atribuyó al pensamiento positivo.

En el capítulo III de su Discurso sobre el espíritu positivo {3} dice que este espíritu presenta tres notas fundamentales:

A. Es un pensamiento real, útil, cierto y preciso. Real, porque excluye decididamente de su atención aquellos problemas que juzga insolubles; útil, porque acepta la especulación cuando se encamina a mejorar la condición humana, pero no cuando procede de un curiosidad estéril; cierto, por eliminar las dudas que de modo recurrente se han ido heredando del tiempo pretérito; preciso, porque no admite ambigüedades...

B. Es un pensamiento positivo, en tanto que las religiones y metafísicas del pasado son todas negativas. Estas no tenían más remedio que ser críticas y destructivas porque se adherían a cuestiones insolubles, lo que hacía que negaran todo lo que no coincidiera con ellas. Por eso el positivismo es constructivo y colabora con el orden, no con el desorden; en lugar de afirmar o negar los problemas insolubles, prescinde de ellos y se interesa solamente por su historia.

C. El espíritu positivo posee una cualidad que resume y explica de hecho todas las anteriores: es relativo, y, por serlo, olvida las pretensiones de absoluto a que siempre se hallan atadas la religión y la metafísica; gracias a ello no se siente obligado a defender postura alguna y, en consecuencia, tampoco siente el deber de atacar ninguna otra.

Es muy probable que este positivismo no haya existido nunca, pero esto no impide que se siga teniendo por ideal. Aquí interesa porque arroja alguna luz sobre las semejanzas y diferencias entre la religión y la filosofía griegas.

En primer lugar, la filosofía prefirió olvidar algunas de las cuestiones insolubles a que se refiere Comte, pues, ya desde su aparición, la sobrenaturaleza cedió sus derechos a la naturaleza, que fue considerada como lo único digno de ser investigado. Pero esto fue así porque la reflexión de aquellos filósofos era una parte de las reflexiones anteriores a ellos, que se hallaban presentes también en otros registros distintos al de la filosofía. En ésta lograron ciertamente prescindir en gran medida de los intereses por la sobrenaturaleza, que son en realidad intereses del sujeto humano que hace ciencia o filosofía. Es cierto que la primera aprehensión del mundo lograda por la religión griega estaba impregnada de fines y expresiones del propio hombre. Es cierto también que la ciencia procura prescindir de todo ello para encontrar el modo de enfrentarse a una realidad pura y desnuda. Pero esos son dos polos ideales entre los que oscila nuestra mente, no habiendo obligación de aceptar que ninguno de los dos posee un dominio indiscutible sobre ella. Antes aún habría que aceptar que la objetivación de la ciencia, cuya finalidad hasta ahora parece ser la de dominar la naturaleza, es un método diametral y claramente opuesto a la subjetivación que pone en práctica la religión.

En segundo lugar, el pensamiento filosófico milesio, si bien no admite fácilmente que se le llame positivo en el sentido dado por Comte a este vocablo, en cuanto que contribuyera al orden y dejara de contribuir a todo cuanto no coincidiera con él, ni relativo, pues continuó en gran medida la pretensión de absoluto presente en la religión anterior, sí puede aceptarse que es realista, por rechazar, ciertos problemas insolubles en la mitología, cierto, por no preocuparse de las dudas recurrentes heredadas del pasado, y preciso, por no admitir las ambigüedades del mito...

En conclusión, la filosofía fue un pensamiento realista, cierto y preciso, o, en otras palabras, un pensamiento abstracto, pues estas tres cualidades reflejan un abandono o abstracción de cualidades subjetivas presentes en la religión.

En la mitología olímpica había una serie de factores que para el pensamiento filosófico, empeñado ya en el conocimiento puro y no en los desvelos humanos que suele satisfacer en todas partes la religión, solamente podían ser un lastre pesado que había que desechar, pues obstaculizaba el logro de esta aspiración. Los personajes del mito eran ambiguos. Considerados a la vez como potencias físicas concretas (el cielo, la tierra, el fuego...), y como poderes divinos dotados de voluntad y propósito humanos, no podían menos que ser perturbardores para un pensamiento sistemático, por lo que en adelante se atendió solamente a su potencialidad física. Por otro lado, y de manera consecuente con esto, se prescindió también de la manera sexual en que se relacionaban los antiguos elementos (la tierra pariendo a Zeus después de su ayuntamiento con el cielo...), perdiendo así toda analogía con las relaciones de parentesco, que antes habían dado lugar a una serie de nacimientos y narraciones históricas de las que hubo también que hacer abstracción {4}. Se fue prescindiendo, en fin, de todo lo que era humano y, por extensión, divino; se pasó paulatinamente de un modelo biológico de conocimiento a otro mecánico, como el de la técnica o el de la moneda que entonces hacían también su aparición en Grecia. En ese nuevo modelo el mundo acabó por dejar de ser un organismo dotado de actividad vital y se convirtió en una máquina hecha de diferencias cuantitativas.

Si se atiende sólo a lo cognoscitivo, es indudable que este proceder fue más perfecto que el anterior, que, pese a haber cumplido también su papel de manera bastante satisfactoria, se volvió insuficiente por el paso del tiempo. La filosofía cogió el relevo, al menos en las mentes de un cierto grupo de hombres, pero cumplió su cometido utilizando los materiales que el mito había puesto a su disposición. Al proceder así, el espíritu griego no dio un salto en el vacío, sino que continuó pensando lo nuevo en términos de lo viejo, lo desconocido en términos de lo conocido. La filosofía no nació de la nada, sino de la religión, a la que continuó. Nació, como Atenea, de la cabeza del padre de los dioses: la nueva inteligencia de las cosas no debía conservar nada que procediera de las partes concupiscible o irascible de Zeus. Los hombres asocian muchos sentimientos a la religión, pero pocos a la filosofía y casi ninguno a la ciencia. Ahí está con toda seguridad la explicación del paso del mito a la razón.

II. Una Teoría general del simbolismo

Una teoría general del simbolismo que sea susceptible de aplicarse al caso griego exige corregir algunas ideas erróneas que se han deslizado a veces en las teorías de algunos estudiosos de Grecia en los que se basan los datos expuestos en el primer capítulo. Un ejemplo paradigmático lo constituyen las ideas de Cornford, quien, pese a todas sus manifestaciones en contra de la distinción excesiva entre el mito y la filosofía, asegura que los milesios se diferenciaban realmente de los antiguos hacedores de mitos por su intención de encontrar una realidad verdaderamente existente, lo que equivale a introducir una especial concepción de la verdad de la que servirse para separar al fin el 'mythos' del 'lógos': el primero sería incapaz de abandonar la niebla de la fantasía, en tanto que el segundo podría hallar lo real {5}. En lugar de esta opinión, que vuelve a recurrir al realismo ingenuo, es preferible otra en la que quede establecido que el lenguaje, el arte, el mito y la ciencia son símbolos cuyo cometido no es el de reflejar con mayor o menor acierto una realidad extraña a ellos, sino el de producir ellos mismos su propio mundo significativo, lo cual torna imposible la comparación entre sistemas simbólicos según su grado de aproximación a lo real, y enseña a ver que todos ellos colaboran indistintamente en la producción de lo espiritual. Aceptando esta idea podremos abandonar esa especie de realismo perturbador que hace ver el mundo ya dado y completo, delimitado en objetos bien definidos y distintos, postura que conduce inevitablemente a muchos autores a concebir el pensamiento primitivo como una velada y equívoca representación de algo que la ciencia es, por el contrario, capaz de iluminar detalladamente.

Con esta idea es posible abandonar la interpretación que ve el pensamiento filosófico o el científico como una especial capacidad de aproximación a la verdad y el religioso como una equivocación permanente del espíritu. Del mismo modo debe rechazarse la hipótesis empirista que interpreta el origen de la filosofía como el inicio de la reflexión acerca de los datos del sentido externo o del interno, porque, de ser así, los primeros filósofos griegos habrían construido teorías sobre la distinción entre perceptos y conceptos, o entre sentimiento y razón, o tal vez se habrían dedicado a observar la naturaleza, en lugar de aventurarse a esbozar generalizaciones amplias sobre el orden del tiempo, la vida del universo o la constitución íntima de las cosas, como realmente hicieron, y las primeras ciencias en aparecer habrían sido la psicología, o la biología... Pero no fue así. Recuérdese, por ejemplo, que las proposiciones básicas de la filosofía de Tales de Mileto, a saber, que el universo tiene alma, que todo rebosa de dioses y que la naturaleza de todas las cosas es el agua, no pueden ser datos del sentido ni generalizaciones partir de ellos, a no ser que se admita que dichas generalizaciones son arbitrarias y caprichosas. Son proposiciones sin apoyo empírico directo, por lo que una hipótesis empirista no sería capaz de explicarlas.

Los historiadores de Grecia han conseguido probar que esas ideas sobre la naturaleza, el alma o los dioses tienen una tradición antiquísima, que se remonta a la propia organización en clanes de la sociedad griega arcaica, de donde brotaron ciertas categorías colectivas y cierta formas de organizar las ideas que se encuentran más tarde en el mito y en la filosofía. De ahí que la sociología durkheimiana del conocimiento se convierta en un punto de referencia inevitable para descifrar estos enigmas. Cornford se acoge a ella y se dedica a indagar cuáles fueron las categorías colectivas que sirvieron de fundamento a la reflexión filosófica a la vez que constituían la estructura de lo religioso. Su investigación es extraordinariamente fecunda, pero su persistente afán por hallar distinciones entre ambos momentos, pese a haberlos identificado en lo esencial, le empuja a cometer el error de buscar las diferencias en las mismas categorías colectivas, que, por ese motivo, son definidas por él como un «inalienable e irradicable armazón de concepciones» {6}. Pero esta definición es inaceptable, pues con ella no habría posibilidad de comparar la sociedad griega con otras sociedades. Si las categorías de una colectividad son fundamentalmente diferentes de las de otra cualquiera, entonces la creencia en que la «naturaleza humana es más o menos la misma en todo tiempo» {7}, mantenida por el mismo Cornford, sería una creencia errónea y se desembocaría en una especie de solipsismo sociológico, de etnocentrismo incluso, del que sería imposible extraer pautas metodológicas para la investigación y razones que expliquen el cambio y las prestaciones culturales.

Para Cornford, como también para Durkheim, la solución parece ser postular una evolución que arrastra las categorías colectivas hacia lo individual, hacia la liberación personal con respecto a dichas categorías. Esta solución, claro está, no es otra que la de proponer la transformación de ese ser que evoluciona en lo que nuestro tiempo ha considerado la definitiva verdad del hombre, el individuo, como si el individualismo occidental, que aparece ligado primero a la religión cristiana y posteriormente al liberalismo, dos grandes instituciones de nuestra sociedad, no fuera él mismo una categoría colectiva. El realismo parece haber confundido a Cornford, al hacerle creer que existe verdaderamente, y de manera generalizada, una liberación de la conciencia individual frente a la colectiva, gracias a la que se puede por fin romper la presión que se ejerce sobre las personas, con el fin de que éstas, liberada su conciencia de las trabas comunitarias, enfrenten directamente la verdad. A continuación, esa creencia serviría como criterio único de acuerdo con el cual podría finalmente establecerse una causa para las representaciones míticas y otra para las reflexiones de la filosofía y la ciencia.

Si Cornford hubiera recurrido más decididamente al lenguaje como fuente originaria de toda representación humana, habría tal vez encontrado un fundamento más sólido para su teoría que el de dejarse guiar por ese 'idolum theatri' que es el individualismo. Con el lenguaje franqueó la humanidad el umbral de lo significante, de la misma manera que el explorador toma contacto con un territorio guiándose de su mapa. Es la historia la encargada de enseñar todo el contenido posible que pueden encerrar los símbolos cartográficos del mapa, pero en un principio sólo se está en posesión del plan general de todo ello.

Esta opción da lugar a una verdadera teoría sobre el origen del sentido. Si se la desarrolla se comprobará que no es sólo el lenguaje el que contribuye a ello, sino que la misma sociedad, origen y soporte suyo, queda involucrada en dicho proceso. Lo mismo que el lenguaje empieza a existir en cuanto empiezan la diferenciación y la distinción en el continuo natural, la sociedad también empieza a tomar forma cuando los hombres se distribuyen en sectores opuestos a la vez que complementarios entre sí. Por ello es difícil discernir si existió antes la sociedad o el lenguaje. Podrían ser dos formas distintas de un mismo proceso, el del nacimiento del sentido.

Esta tesis, que es la de Lévi-Strauss {8}, proporciona a la antropología social un papel importante que cumplir en el estudio del pensamiento. Su objeto propio de estudio de esta disciplina es la diferencia, la indicación de las fronteras que establecen los hombres para constituirse en grupos, lo cual es perfectamente aplicable al examen del origen de la filosofía griega, pues es posible probar que el reparto del universo en compartimentos separados, en lo que consistió la actividad específica de la Moira, fue una proyección del reparto de los hombres en clanes. Esto no es más que situar en la sociedad el comienzo, aunque no necesariamente el origen, del pensamiento. Este debió ser al principio unitario y ello forzó a entender la naturaleza de manera moral, hábito que perdura aún en nuestros días de manera persistente, pese a todos los ataques de que es objeto. Esa manera moral de pensar, de la que el caso de Anaximandro es una muestra excelente, estaba presente en los primeros filósofos griegos, pero no la compusieron ellos, sino que procedía de tiempos muy anteriores a sus ideas, tiempos en que no se habían todavía desmembrado de un todo unitario los trozos que en la actualidad reconocemos como normales: el alma, la naturaleza... El cometido propio de aquellos primeros filósofos residió precisamente en su labor de separar y discernir las parcelas de un territorio unitario, en lo que ellos fueron los instrumentos de un proceso que no se ha detenido desde entonces. Una de las direcciones de dicho proceso ha desembocado precisamente en la concepción del alma individual, seguramente el límite máximo de una evolución que arrancó de conceder un alma al universo en su conjunto, como recuerda uno de los aforismos de Tales, y llegó hasta el punto de concebir que cada organismo humano, si no también animal, está habitado por un ser espiritual diferente de todos los otros y cuya esencia comprende un mundo inabarcable. Henos aquí imperceptiblemente cerca de Anaximandro, cuyo pesimismo veía injusticia en el existir individual desgajado de la totalidad unitaria original.

Notas

{1} Citado en E. Cassirer, Mito y lenguaje, trad. de C. Balzer, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires 1973, pág. 11.

{2} Vd. J.-P. Vernant, Mito y pensamiento en la Grecia Antigua, trad. de J. D. L. Bonillo, Ariel, Barcelona 1983, págs. 336-338.

{3} Vd. A. Comte, Curso de filosofía positiva. Discurso sobre el espíritu positivo., trad. de J. M. Revuelta y C. Berges, respect., prólogo de A. R. Huéscar, Orbis, Barcelona 1985, páginas 135 y siguientes.

{4} Vd. J.-P. Vernant, o.c., páginas 342-343.

{5} Vd. F.M. Cornford, De la Religión a la Filosofía, trad. de A. P. Ramos, Ariel, Barcelona 1984, página 59.

{6} F.M. Cornford, o.c., página 63.

{7} F.M. Cornford, ibidem.

{8} Vd. C. Lévi-Strauss, «Introducción a la obra de Marcel Mauss», en M. Mauss, Sociología y antropología, trad. de T. R. de Martín-Retortillo, Tecnos, Madrid 1971, páginas 38-39 y siguientes.


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