La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Symploké / Fondo auxiliar

Miguel Ángel Rodríguez
Historia y postmodernismo


Miguel Ángel Rodríguez es ensayista (Chile), y este ensayo estaba inédito.

Vivimos un tiempo de prefijos.

Existe hoy una clara tendencia a que tanto los hechos aislados como la compleja trama que ellos configuran sean conceptualizados de un modo transitorio, como si aún no conformasen una entidad completamente definida.

Ello nos indica que ciertas cosas, de sumo valor para muchos, han muerto, pero que todavía aquéllos que tanto las estimaban no asumen su desaparición como un suceso irreversible. Y por otra parte, también nos señala que algo nuevo, quizás totalmente desconocido, está naciendo de entre esos despojos mortales.

Todo lo «pre-», «post-», «pro-», «anti-» o «neo-» connota un aspecto imperfecto, inacabado o dependiente del objeto referido mediante el sustantivo al que acompañan. Las palabras formadas por alguno de estos prefijos describen un estado de accidentalidad con respecto a determinada realidad sustancial. Se es «pre-», «post-», «pro-», «anti-» o «neo-» con relación a lo que posee existencia plena; es decir, se lo es de manera derivada, como si se fuese una emanación (aunque no en el sentido del neoplatonismo alejandrino) de aquel ente. En general, las palabras así compuestas surgen en épocas de crisis, ya sea de cosmovisión (Weltanschauung) o de alguna disciplina en particular, y denotan un estado de transición de una u otra, un momento de «perplejidad» en su devenir.

Además, la mayoría de las veces resultan ser términos provisionales, muletas conceptuales destinadas a ayudar a los hombres a moverse en su incipiente circunstancia. Mas cuando se consolida el nuevo orden, estos vocablos se tornan obsoletos y, en consecuencia, terminan arrumbados en el desván de la Historia.

Hay modas que prenden en la gente con tal intensidad que bien pareciera ser ello un hecho irracional. Pero a poco que analizamos el fenómeno comprendemos que el comportamiento que juzgábamos apartado de toda lógica obedece a causas concretas y profundas: es, en otros términos, la manifestación más conspicua de un peculiar estado de cosas.

En los tiempos modernos los ejemplos al respecto abundan. Se puede mencionar aquí, casi a modo de paradigma, la ola de autoritarismo que inficionó al mundo en la primera mitad del presente siglo. En ese entonces, personajes tales como Hitler, Mussolini, Stalin, Franco, Perón y el senador Macarthy constituían la expresión más acabada de una particular manera de pensar al hombre y la sociedad; manera que fue aceptada y apoyada -obviamente- por cientos de millones de seres dispersos por todo el planeta.

En cierto modo, algo semejante a lo que ocurre en nuestros días, pero ahora sin líderes carismáticos que encarnen el ideal de las masas, ya que la nuestra es una época signada por una rigurosa asepsia tecnocrática.

Las «modas» son inherentes a la condición humana. Con todo, consideramos improbable que la historia de este humano genérico sea una larga y calidoscópica serie de «modas», como algunos hoy afirman con aires de suficiencia doctoral. Y aún menos predispuestos estamos a aceptar esta afirmación, si la misma tiene un cierto tufillo a derecha retrógrada. Se sobrentiende que todo esto debe ser tomado con cierta precaución, ya que la pregunta por el sentido de la Historia ha sido formulada numerosas veces, desde San Agustín a Jean Baudrillard, sin que ninguna de las respuestas dadas haya resultado ser plenamente satisfactoria. No obstante, hay algunas respuestas que parecen ser más positivas, optimistas o saludables que otras.

Veámoslas. Conviene que lo hagamos a fin de comprender mejor lo que está sucediendo y, quizás, para arribar a alguna conclusión más o menos provisoria y a la vez operativa.

En rigor, los antiguos griegos jamás tuvieron una concepción optimista de la Historia. Hasta la llegada del Cristianismo, el pueblo más culto de la Tierra pensó que el devenir histórico implicaba una fatal y regresiva decadencia. De ahí el conocido mito de las edades históricas asociadas a metales de diversa calidad. Según Hesiodo -considerado por los griegos el compilador oficial de su mitología-, en principio la humanidad vivió en la Edad de Oro; pero luego, debido a una ley propia de la naturaleza misma del mundo, este estado de cosas se fue degradando paulatinamente. Fue así que la humanidad atravesó por distintas edades (de Plata, de Bronce), siempre en un sentido negativo, hasta llegar al presente, que es la Edad de Hierro, el metal más vil para los antiguos griegos.

Tan arraigado estaba este concepto en la mente helénica que la mismísima «República» platónica se nos presenta como una expresión política de esta ancestral idea. En la Ciudad-Estado imaginada por Platón debe imperar el más rígido autoritarismo, pues sólo así es posible retardar, aunque jamás impedir, la ineluctable decadencia.

Con la aparición del Cristianismo se produce una inversión violenta del modo de concebir la Historia.

Fue San Agustín quien pergeñó por primera vez una verdadera filosofía de la Historia. En su De Civitate Dei, el obispo de Hipona expone su concepción del devenir histórico. Según él, la historia de la humanidad no es otra cosa que la realización del plan de Dios para establecer entre los hombres su reino. Contrariamente a la de los griegos, la idea que el Occidente cristiano tendrá del decurso histórico será, durante muchos siglos, netamente optimista y teleológica. Si bien es éste un mundo de pecados y corrupción, siempre se tiene el consuelo de un «más allá» feliz.

En el Renacimiento esta visión del proceso histórico no se modifica sustancialmente; pero se comienza a desconfiar de su presunto fin «edénico».

Es una época en la que los hombres, haciendo después de mucho tiempo un uso no escolástico de su razón, descubren algunas cosas desagradables.

(Recuérdese al respecto el drama de Miguel Ángel: su obra expresa la dolorosa decepción de toda una época.) Por ese entonces el escepticismo se insinúa amenazante y compele a algunos a preguntarse acerca del sentido de la Historia. Con esto, estaban echadas las bases para una explicación puramente racionalista de la misma.

Bastó con tres siglos de especulación filosófica para que la humanidad elaborara las teorías más complejas y audaces sobre el devenir histórico. Después de que Europa se diera un baño secular de empirismo, sensualismo y materialismo, poco quedaba por hacer para llegar a una concepción antropocéntrica de la historia.

Si dejamos a un lado a Dilthey, quien -movido como estaba por el afán de hallarle una fundamentación segura a las ciencias del espíritu- se preocupó más por destacar la historicidad del hombre que por estudiar la Historia como fenómeno en sí mismo, son sin duda alguna Comte, Hegel, Nietzsche y Marx los pensadores que mayores esfuerzos hicieron a fin de construir un sistema de ideas que explicase satisfactoriamente el sentido de la historia.

Cada uno de ellos, a su manera, concibe la historia como proceso conducente a un fin supremo. Comte cree que este fin es el reinado de la Razón, Hegel está convencido de que el mismo consiste en la realización plena del espíritu universal, Nietzsche afirma que la Historia es un proceso de superación de lo humano, cuya consumación es el Superhombre, y Marx asevera que el objetivo de marras no es otro que la libertad del hombre.

Todos estos filósofos, y especialmente el último de los mencionados, influidos por el cientificismo que imperaba en su época, pensaron que la Historia consistía en un proceso regido por leyes (historicismo o materialismo histórico). De esto fácilmente se infiere que -hasta cierto punto- ellos y sus seguidores creían que era posible predecir el desarrollo histórico e incluso condicionarlo.

Como vemos, hay explicaciones para todos los gustos. En lo que al devenir histórico se refiere, los griegos eran pesimistas, mientras que el Occidente cristiano mantuvo una actitud optimista-ingenua hasta el siglo XIX aproximadamente, momento a partir del cual la plena confianza en las solas fuerzas humanas persuade al hombre de que el gran hacedor de la Historia es únicamente él.

Pero una fe desmesurada en esta idea llevó a muchos a creer que sus ambiciosos proyectos (utopías) podrían concretarse sin mayores inconvenientes. Un optimismo temerario les hizo pasar por alto que las utopías -cuando no recaen en el infantilismo- son sólo modelos de perfección, puntos de referencia que los pueblos erigen a fin de orientar su quehacer comunitario. Olvidado esto, las utopías se convirtieron en agentes de la derrota. Hubo entonces estrepitosos fracasos y condignos escepticismos. De aquí en más la Historia pierde su carácter de proceso orgánico tendente a un fin y se torna anárquica.

El fracaso de las utopías persuadió a muchos de que la Historia era una vasta serie de hechos monádicos. Hasta tal punto es esto verdad que los hombres contemporáneos, a juzgar por sus manifestaciones culturales, sociales y políticas más notables, ya ni siquiera se reconocen a sí mismos en la Historia.

Los antiguos griegos no eran optimistas con respecto a la Historia.

Creían que una civilización, cualquiera fuese la forma que adoptase, estaba condenada a extinguirse luego de un prolongado proceso de decadencia. Mas se atrevieron a soñar con una perfección terrestre; y porque tuvieron fe en sí mismos, procuraron plasmar en el mundo su particular ideal de vida. Por su parte, los hombres del agonizante imperio romano, una vez restablecidas sus fuerzas morales por una doctrina que hacía del amor el bien supremo, también confiaron en sí mismos y se pusieron a trabajar para alcanzar la felicidad eterna. Por último, los hombres que vivieron en el transcurso de los dos últimos siglos tuvieron la firme convicción de que mediante un recto uso de su razón lograrían un estado de bienestar, pleno y permanente.

Ninguno de estos ideales de vida tiene hoy vigencia, lo cual no sería preocupante si hubiese algo que los sustituyese eficazmente. Es de lamentar que no ocurra de esta manera. Ya lo hemos visto: en el mundo actual hay una gran desolación, un enorme vacío ideológico. Sólo tenemos, como siempre que hay un gran ausente en la Historia, el irrisorio simulacro de una filosofía.

Así como durante la primera mitad de nuestro siglo el autoritarismo ganó las simpatías de las masas, hoy una supuesta filosofía de raíz neoconservadora hace las delicias de un sinnúmero de intelectuales y, lo que es más preocupante, produce o refrenda -según el caso- el anquilosamiento mental de millones de seres humanos.

Luego de haberse comprobado que los proyectos de reforma social nacidos en el siglo pasado no eran viables, que lo imposible -por más realista que uno fuera- seguía siendo imposible (así nos lo ha hecho saber con sus actos Daniel Cohn-Bendit), arreció en el norte hiperdesarrollado un fuerte sentimiento de desencanto. Con la misma ligereza con que se emprendió la reforma radical del mundo, se adoptó entonces una conducta sorprendentemente conservadora. Se declaró con gesto grandilocuente el fin de las ideologías y la muerte de las utopías. Se dijo, en síntesis, que la Historia no era ya un proceso orgánico orientado hacia un fin superior, sino un caótico conjunto de hechos. Y, como suele ocurrir en tales circunstancias, no tardaron en llegar los intelectuales que racionalizaran la decepción y la elevaran a la categoría de sistema filosófico. Así nació el postmodernismo, mezcla extraña de conservadurismo, pragmatismo, individualismo burgués y pesimismo; todo esto convenientemente impregnado de informática, conforme a las pautas culturales impuestas por la tercera fase de la revolución industrial.

En verdad, el postmodernismo es una de las manifestaciones ideológicas más tangibles del gigantesco marasmo que padece la civilización occidental. Fracasada la mayor tentativa de cambio que se ha efectuado desde la época de la Revolución Francesa, las sociedades contemporáneas viven cercadas por el miedo. Entretanto los vencedores edifican un planetario campo de concentración electrónico, en donde el Capitalismo reinará gozosamente merced a la democracia parlamentaria y a la economía de mercado.

Empero, si bien se da por sobrentendido que es una la causa de tal estado de cosas, los motivos que nuestra civilización tiene para estar así son numerosos; no sólo está el recuerdo del fracaso sesentista llenándolo todo de nostalgia y desazón. Hay también -o la hubo hasta hace menos de una década- la posibilidad de una guerra nuclear que acabe con la vida en el planeta. Hay asimismo una ominosa contaminación ambiental, una enfermedad epidémica que despierta terrores atávicos, un conocimiento científico que día a día va relativizándolo todo, incluso la noción misma de ser humano.

Hay también, por último, un final de milenio que inspira terrores apocalípticos en el occidente cristiano.

Como se ve, las causas de la actual crisis son múltiples y tienen el peso suficiente como para ser insoslayables.

Sin embargo, no es únicamente esto lo inquietante, pues de toda esta miseria existencial se nutre el postmodernismo: con el miedo y con la decepción, con la parálisis y con la angustia, los oportunistas de siempre construyeron un pseudo sistema filosófico para perpetuar el inmovilismo, para desalentar cualquier intento de liberación humana, mientras ellos, fervientes adalides del statu quo, usufructúan de nuestras vidas.

Los mistagogos del postmodernismo son variopintos, dada su especial delectación por el concepto de fragmentariedad; empero todos ellos comparten un núcleo común de pensamiento.

El postmodernismo proclama la imposibilidad del cambio, puesto que la Historia ya no es un proceso que conduzca hacia algún fin en particular; pero admite tácitamente que él mismo es la consecuencia de una serie de cambios históricos. Y además construye, aunque sea toscamente, su propia filosofía de la historia. ¡Oh, pícaro Zenón de Elea, qué has hecho de tus fatigosas aporías! Más aún: intenta convertirse en el catalizador de las grandes transformaciones que se están produciendo en el mundo.

Ante tamañas contradicciones, ¿no sería atinado preguntarse cuáles son los cambios que el postmodernismo reconoce como tales y hace suyos? Y ya que hemos mostrado ser suspicaces, ¿no sería pertinente preguntarse también cuáles son los cambios a los que la «nueva» filosofía niega entidad?

Es seguro que a poco andar por este camino nos encontraremos con algunos hechos lamentables.

El postmodernismo auspicia aquellas reformas que tienden a menoscabar la confianza de la gente en la actividades comunitarias. La política, la lucha por materializar cualquier ideal colectivo, la adhesión a una ideología, la ayuda a los desposeídos o cualquier otra forma de participación social son juzgadas malsanas, propias de personas que no han evolucionado con los nuevos tiempos. El compromiso con nuestro prójimo es un imperativo que esta pseudo filosofía desconoce. En cambio, todo cuanto contribuya a acentuar el individualismo, a hacer de la sociedad una mera acumulación de hombres-islas, cuenta con el beneplácito del postmodernismo.

Ahí está para corroborarlo el novísimo «internetismo», con su decadente individualismo y su implícito desprecio de la inteligencia; ahí están las innúmeras sectas religiosas, que predican una salvación individual, socialmente aséptica; ahí está la grotesca moda de las democracias controladas, en las que todos somos libres, siempre y cuando soportemos con estoicismo franciscano la injusticia social; ahí está, finalmente, la economía de mercado, quintaesencia filosófica del viejo struggle for life de Spencer.

En el mundo se están produciendo cambios profundos. El «socialismo real» ha muerto y está en marcha una pujante revolución tecnológica. El viejo orden nacido de la Conferencia de Yalta ha caducado y es preciso sustituirlo por otro. Sin embargo, sean cuales fueren la profundidad y el alcance de estas innovaciones, jamás será el postmodernismo la expresión genuina de tales cambios, pues él no es otra cosa que el pasado que procura volver.

La Historia no consiste en una calidoscópica sucesión de «modas», tal como asevera el postmodernismo. Por el contrario: la moda es el postmodernismo; una moda con lejanos ecos de epicureísmo que ha sido puesta al servicio del Todo, del cual -paradójicamente- dicen renegar sus seguidores.

La Historia -más allá de disquisiciones bizantinas- marcha hacia adelante, aunque a veces se detenga brevemente, como las aguas de un río al formar un remanso, y se corrompa. Cuando esto ocurre, algún Hamlet antipostmodernista bien puede decir: «Algo huele a podrido en el mundo.»


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