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Comunicaciones aportadas al
Seminario sobre la Idea de Cultura



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Emiliano Fernández Rueda
La noción de cultura en Tylor

La Cultura o la Civilización, tomada en su amplio sentido etnográfico, es ese complejo conjunto que incluye el conocimiento, las creencias, las artes, la moral, las leyes, las costumbres y cualesquiera otras aptitudes y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad. La situación de la cultura entre las diversas sociedades de la humanidad, en la medida en que es susceptible de ser investigada según unos principios generales, es una materia adecuada para el estudio de las leyes del pensamiento y de la acción humanos. Por una parte, la uniformidad que tan ampliamente caracteriza la civilización puede atribuirse, en gran medida, a la uniforme acción de causas uniformes: mientras, por otra parte, sus diversos grados pueden considerarse como fases del desarrollo o evolución, cada uno de ellos como resultado de una historia anterior, y dispuesto a desempeñar su propio papel en la configuración de la historia del futuro. El presente volumen está dedicado a la investigación de estos dos grandes principios en varios departamentos de la etnografía, con especial atención a la civilización de las tribus inferiores en relación con la civilización de los pueblos superiores.

(E.B. Tylor, Cultura primitiva. I. Los orígenes de la cultura, trad. de M. Suárez, 387 págs., Ayuso, Madrid, 1977, página 20.)


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Emiliano Fernández Rueda
La noción de cultura según Lévi-Strauss: opción ontológica

Lévi-Strauss afirma que la misión de la Antropología Social es hacer un inventario general de las diferentes sociedades, en el que los datos brutos obtenidos por el observador en una cualquier de ellas siempre ocuparán el lugar que en otra distinta corresponden a otros datos. O, lo que es lo mismo, que dichos datos serán siempre resultado de una serie de elecciones efectuada por algún grupo concreto entre un conjunto de otras múltiples posibilidades. Puesto que lo que hace que una cosa sea un signo es su aptitud para reemplazar alguna otra cosa para alguien, se concluye que la cultura es para este autor un sistema de signos.

Aunque Lévi-Strauss insiste en que no puede separarse la cultura material de la espiritual, porque en el estudio del arte, de la religión, de los ritos, de las reglas sociales..., donde todo es signo, no puede prescindirse de los medios materiales, sean las imágenes, las sustancias y objetos que el oficiante utiliza, las personas..., ello no parece suficiente para liberar a la antropología estructuralista de la acusación de idealismo, pues todavía queda por explicar cuál es el papel que lo material desempeña en su relación con lo simbólico. Podría introducirse por este lado la noción del acontecimiento en la de estructura, con lo que se abriría una puerta verdadera a la ciencia de la historia, desdeñada por el doctrinarismo positivista de los antropólogos anteriores. Lévi-Strauss parece admitirlo. Incluso dice aceptar la idea de Durkheim, quien, a pesar de atribuir más estabilidad a los fenómenos estructurales que a los funcionales, no vio entre ellos sino diferencias de grado y afirmó que la estructura misma se halla en el devenir, donde se hace y se deshace, pues es la vida misma con algo de estabilidad, que no puede disociarse de la otra vida de que deriva... Pero concluye que es preferible ocuparse del orden de la estructura porque, aparte de no disponer de medios para alcanzar la perspectiva histórica sino en última instancia, el número de sociedades humanas permite considerarlas como instaladas en el presente. Luego el método no será histórico, sino de transformaciones.

Traduciendo esta opción a los términos de la lingüística de Saussure, es fácil determinar la preferencia por la norma y la gramática en detrimento del suceso y la diacronía. El antropólogo estructuralista entiende a todas las sociedades como entidades situadas en la intemporalidad y las analiza como transformaciones de una sola estructura fundamental, dejando para otros investigadores el comportamiento empírico, las descripciones del habla. Luego la estructura de que se ocupa no se halla entre lo empírico.

Con otras palabras. El hombre juega con símbolos. Si atendemos a los que sirven de base a las ciencias, hallamos que las matemáticas y la lógica, localizadas en el centro de los enunciados científicos, deben gran parte de su eficacia, si no toda, a que una proposiciones son capaces de generar otras nuevas que en todo rigor corresponden a las primeras, pero abren el camino a la comparación con otras distintas que, en un principio al menos, no se consideraban pertenecientes al mismo campo. Generalizando ahora esta tesis, cabe decir que el hombre juega con símbolos porque se halla en posesión de unas reglas que, como las de las matemáticas y la lógica, le enseñan cómo manejarlos. Que existen unos códigos capaces de transmitir mensajes traducibles a los términos de otros códigos a la vez que de expresar en su propio sistema los mensajes recibidos por el canal de códigos diferentes. En consecuencia, si hay una ciencia que interpreta lo social como un sistema de comunicación, una semiología que se ocupa de los signos y los símbolos, es inevitable que se dedique al estudio de las transformaciones, en vista de que los símbolos y los signos solamente pueden desempeñar su función en cuanto pertenecientes a sistemas y de que tales sistemas se caracterizan ante todo por ser traducibles a los lenguajes de sistemas diferentes.

En este punto parece inevitable inferir que la decisión del antropólogo no es solamente metodológica, pues ya no se dice que la sociedad debe entenderse a la manera de un sistema de signos, sino que lo es en realidad. No hay aquí analogía sino descripción. En realidad, antes ya tuvo lugar una opción semejante, pero de signo naturalista, en el momento de máximo auge del positivismo empirista de Malinowski y Radcliffe-Brown, cuando, pese a los reparos puestos por este último a la identificación entre la vida orgánica y la vida social, se admitió que la sociedad era de hecho un sistema natural y como tal se la estudió, para extraer leyes generales por el método inductivo.

N. B.: Omito deliberadamente la procedencia de algunas de las ideas expresadas en este escrito, porque opino que los comentarios de una tertulia no deben cargarse con referencias bibliográficas o citas literales, pero debo advertir que las más importantes vienen de libros de Lévi-Strauss y Durkheim. Otras vienen de Quine, Evans-Pritchard...


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Antonio J. Carretero
Cultura científica y razonamiento científico. Sus implicaciones en la educación

Extractos revisados del artículo «El razonamiento científico en un currículo de ciencias integrado», de Mª J. Sáez y A. J. Carretero, en Revista de Educación, n° 310, págs. 43-62, Mayo-Agosto 1996, MEC, el cual a su vez parte del estudio «La diversidad de los estudiantes y el cambio en el currículo de Ciencia: una Evaluación de la Reforma educativa en la Secundaria Obligatoria (Estudio de Caso Español para el Proyecto «Curriculum and Innovation in Learning Science, Maths and Technology in OECD Countries», 1996), realizado entre 1993 y 1995 por Mª J. Sáez, A. J. Carretero y J.A. Hermosa. Dicho estudio será próximamente publicado por el Instituto Nacional de Evaluación y Calidad (MEC) bajo el título genérico de «Currículo e Innovación en la Enseñanza de las Ciencias». En el texto cuando me refiera a los datos o hallazgos de este estudio lo haré por las siglas CIEC (Currículo e Innovación en la Enseñanza de las Ciencias).

Introducción

Se establece un diálogo entre algunos de los datos y hallazgos del CIEC (1996) respecto a los cambios acaecidos en la concepción de la ciencias en el sistema educativo y las ideas de otros investigadores y expertos en enseñanza de las ciencias. Especial importancia cobra el intentar dilucidar el estado actual de lo que se entiende por «cultura científica» y por «racionalidad científica», ambos términos escurridizos pero necesarios para señalar las tendencias que previsiblemente pueden determinar el cambio y la innovación en la enseñanza de las ciencias.

La cultura científica, entre la divulgación y la democratización de la ciencia.

No se puede decir que exista precisamente unanimidad sobre qué representa el término de «cultura científica». Por ello tampoco podemos considerar ningún tipo de consenso al respecto de si la cultura científica es en sí misma un fin apropiado o no, y mucho menos si debe ser un fin eminentemente educativo o no (Shamos, 1988). Incluso se puede añadir que los diferentes sectores que se ven involucrados en tal término -profesores, administraciones educativas, científicos, industriales, estudiantes, políticos- manifiestan muy diferentes concepciones sobre lo que significa (Champagne et al., 1989).

En su sentido más superficial, cultura científica puede significar mera familiaridad con los términos que se derivan de la ciencia y de la tecnología, como un componente más de la cultura de la sociedad occidental actual, sin más requisitos (Hirsch, 1987). Este nivel de significado nos colocaría ante el difícil dilema de dar por cierto que las sociedades occidentales, como la española, detentan un importante nivel de cultura científica si se considerara, por ejemplo, como indicador exclusivo el número de revistas, suplementos científicos de diarios, páginas en semanarios, colecciones de libros de divulgación, espacios televisivos y radiofónicos, etc. que aparecen mensualmente con contenido científico. Con lo cual es posible que concluyéramos que la cultura científica y el papel de la ciencia en la enseñanza obligatoria no son asuntos problemáticos, o que son falsos problemas.

Es más común entender el término en un sentido más genérico y ambiguo: como el conjunto de conocimientos que pueden considerarse suficientes para comprender, analizar y aplicar la información científica que se nos presenta tanto en los medios de comunicación como en nuestros contextos habituales de trabajo. El problema de esta acepción es precisamente determinar la naturaleza de tales conocimiento. Uno de los criterios orientadores para establecer tales conocimientos básicos es sin duda que ayuden a comprender a los individuos y grupos sociales aquellos asuntos de índole científica y técnica que afectan directamente al conjunto de las sociedad. Esto exige que el currículo de ciencias mantenga siempre un difícil equilibrio entre los impactos actuales y los que previsiblemente se producirán en el futuro inmediato. Por tanto, los diseños curriculares relativos a las ciencias deberán plantearse a largo plazo y de un modo abierto a la emergencia de las nuevas preocupaciones sociales (Sáez, M.J. y Riquarts, K., 1994).

Desde este punto de vista se postula también que la sociedad debe ser científicamente culta no sólo para comprender sino también para participar en la búsqueda de soluciones apropiadas a los problemas sociales relacionados con la ciencia. Esta concepción a menudo enfatiza que es tan necesaria la comprensión de la tecnología como de la ciencia por cuanto la tecnología interviene, de un modo también más directo, en muchos de los problemas que a la gente le preocupa (Hickman et al., 1987; Bybee et al. 1989). Sin embargo, la tecnología, como nuevo campo de conocimiento y de práctica, presenta múltiples dificultades a un profesorado de bagaje esencialmente académico, incurriendo en el peligro de diluir los distintivos componentes de los currículos de ambas áreas (Raizen, 1991). No es lo mismo responder a los problemas preguntándose cómo han surgido, porqué se producen, cuáles son sus especificidades -lo que pone en juego nuestra capacidad de comprensión- que preguntándose cómo resolverlo, paliarlo o minimizarlo -lo que pone en juego nuestra capacidad de invención y de decisión-. Un enfoque de este tipo, más moderado, es el de los divulgadores y periodistas científicos, como Hazen y Trefil (1991), que sostienen:

«La cultura científica representa el conjunto de conocimientos que usted necesita para poder entender cuestiones públicas. Es una combinación de hechos, vocabulario, conceptos, historia y filosofía. No se trata de la materia especializada de los expertos, sino de algo más general: del conocimiento, menos preciso, utilizado en el discurso político. (...) La cuestión es que hacer ciencia no es, ni mucho menos, lo mismo que utilizarla, y la cultura científica sólo se relaciona con esto último»

Un tercer punto de vista sobre la cultura científica es el definido por la American Association for the Advancement of Science en su «Science for all Americans» (AAAS, 1989; Durant, J., 1993). Este informe urge a las autoridades para que los individuos adquieran tanto un profundo e importante conocimiento conceptual de las principales teorías científicas y de los métodos con los que la ciencia trabaja como las actitudes y valores científicos que les dispongan a utilizar el saber científico para sí mismos y en la sociedad. Esta perspectiva es sin duda ambiciosa en sus fines tanto respecto a los currículos de ciencia actuales y en cómo éstos son implementados en las aulas como en relación a los modos en que los conocimientos científicos de los estudiantes son valorados en nuestros sistemas educativos (Raizen, S. 1991).

En una línea sensiblemente similar a la de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia es la de nuestro filósofo J. Echevarría (1995), que nos introduce en la axiología a tener en cuenta en el contexto educativo de la ciencia:

«El carácter público y cosmopolita de la ciencia no han venido dados. No son naturales. (..) Son logros culturales y sociales, o si se prefiere progresos de la cultura científica -cursiva del autor-. Con ello estamos afirmando que no sólo hay progreso científico desde el punto de vista de la metodología, de la matematización, de las aplicaciones científicas o de la mejora del conocimiento del mundo. La ciencia también progresa por otras vías, como es la asimilación social de determinados valores que rigen la práctica científica. (...) En el caso del contexto de educación, la comunicabilidad, la publicidad, la traducibilidad y el cosmopolitismo son valores centrales, y por consiguiente constitutivos de lo que llamaremos el núcleo axiológico de la actividad científica educativa»

Sea como fuere, y aunque el término sigue en discusión, para el propósito del presente trabajo valga la siguiente definición, en la que intento recoger los diversos matices de las aportaciones anteriormente enunciadas. Podemos considerar la cultura científica como el conjunto de teorías, modelos, conceptos, métodos y valores -procedentes del desarrollo de la ciencia- que permiten a los ciudadanos de las sociedades democráticas articular un discurso público sobre asuntos científicos y un discurso científico sobre asuntos públicos. Entendiendo por discurso público aquel que compete a cualquier acción social o política y a su proceso de toma de decisiones. Entendiendo por discurso científico el que emana de las diversas reglas, procedimientos y valores que constituyen la racionalidad científica y su evolución en la historia.

Desde esta definición la noción de cultura científica puede usarse como eje del currículo de ciencias en la enseñanza obligatoria (especialmente en la secundaria), en tanto que enfatiza una serie de elementos que ya no deberían por más tiempo obviarse, como son: el conocimiento histórico de las ciencias y de sus elaboraciones, la reflexión y el estudio de su impacto en la sociedad y en la vida de las personas, y su impronta como instrumento básico para comprender el mundo en que estamos insertos y, por tanto, incluso para adoptar actitudes y emprender acciones (Fensham, P.J., 1994).

En el estudio CIEC fueron varios los colaboradores que manifestaron de un modo explícito esta relación entre cultura científica y currículo, como es el caso de una asesora de Ciencias de la ESO:

«Cualquier alumno que termine la secundaria obligatoria, debe tener una cultura científica para que como ciudadano pueda interpretar minimamente los fenómenos científicos y tecnológicos que suceden a su alrededor, tener una opinión propia sobre por ejemplo las centrales nucleares o sobre la fecundación in vitro, sin tener necesariamente que saber en detalle cómo funciona el aparato reproductor...., pero sí cuál es el problema ético y científico que subyace, de tal forma que se pueda mover en el mundo del siglo XXI. Creo que debe ser una 'ciencia para todos'. Para ello las preguntas fundamentales que nos debemos hacer es ¿qué ciencia queremos que aprendan los alumnos?, ¿para qué? y ¿cómo?. Si antes enseñaba una ciencia de verdades, cuando me di cuenta de que la ciencia no es un dogma sino formas distintas de interpretar la realidad o de reflexionar sobre ella, empecé a crear una cierta incertidumbre que mis alumnos manifestaban al preguntarme 'pero, ¿en qué tenemos que creer?' «.

La cultura científica, por tanto, ya forma parte en estos momento de la cultura curricular del profesorado, aunque sólo sea como propuesta y como problema a debatir. Pero mientras este debate se produce, un sector importante del propio profesorado, tanto de ciencias como de otras áreas, ya hace tiempo que empezó a abrir el currículo, concretamente a temas relativos a la ecología y los problemas medioambientales, elemento que pertenece a la cultura científica contemporánea (Driver, E. y col., 1994). Es curioso que en un país que no se ha caracterizado precisamente por la fuerza de sus movimientos y organizaciones ecologistas, los tópicos de éstos hayan entrado oficiosa y oficialmente con tanta fuerza en muchas aulas de la primaria y la secundaria obligatoria. Lo que indica no sólo que algo está cambiando en el currículo sino qué tipo de permeabilidad tiene el pensamiento del profesorado para algunos nuevos contenidos.

Desde el punto de vista de «ciencia para todos», P. Black (1986) señala la necesidad de atender a tres principios básicos: en primer lugar a la accesibilidad del conocimiento científico a enseñar, lo que supone mostrar tales conocimientos en consonancia con lo que es próximo y potencialmente significativo a los estudiantes; en segundo lugar a la relevancia de lo conocimientos, es decir, a lo pertinentes que son para ayudar al estudiantes a forjarse una comprensión cabal de la ciencia y de su importancia social; y por último debe ser inherentemente un conocimiento motivador y estimulante, con el fin de mantener el interés y la atención de los estudiantes en la ampliación del conocimiento científico a medida que surgen nuevos avances o emergen nuevas aplicaciones. Esto significa poner el énfasis menos en el aprendizaje de la ciencia, es decir, en el uso de sus resultados como punto de partida de la enseñanza, que en el aprendizaje sobre la ciencia, es decir, en el estudio de cómo se ha llegado a esos resultados. Esto último implica una aprendizaje sobre los conceptos y los métodos que se han combinado en la investigación científica a lo largo de su desarrollo. En la medida que la escuela es guardiana y transmisora de la cultura de la sociedad, ha de procurar a los estudiantes un conocimientos de la historia de la ciencia, de sus personajes más relevantes, y de lo que consiste su búsqueda de la verdad, gracias a lo cual los estudiantes pueden hacerse una idea de cómo funciona la ciencia y de cuán humana es. Desde esta perspectiva tiene sentido preguntarse por ¿cómo se puede integrar todos estos elementos nuevos a considerar en la enseñanza de las ciencias?

El razonamiento científico y la comprensión del mundo

Según el estudio CIEC el profesorado parece concebir la enseñanza de las ciencias para satisfacer un doble objetivo: ser organizadora del pensamiento al tiempo que transmisora de conceptos básicos de las ciencias. El argumento que sostiene esta concepción puede equivaler a lo que dijo en dicho estudio uno de los profesores colaboradores:

«la ciencia nos dice actualmente que el mundo es así y este saber está avalado por tales experimentos, por tal formulación de hipótesis, por tal corroboración de hechos.»

La importancia del razonamiento científico lo señalaba así mismo otra profesoras del CIEC:

«El objetivo es que aprendan a razonar científicamente. Por razonamiento científico entiendo: dar significado en la mente a una serie de conceptos y aplicarlos a las situaciones reales que tenemos delante. La solución de un problema en la vida real pasa por el mismo método y el proceso que tiene que hacer el cerebro es similar. La diferencia es que hay que manejar conceptos distintos, bastante más complicados y menos familiares. Así asimilar un concepto es como cuando vamos a jugar al parchís. Las «reglas» son necesarias para poder jugar, en las ciencias las reglas son los conceptos (a lo que llamamos fuerza, trabajo..), conceptos a los que hay que dar forma para que tengan significado, y a partir de esto podemos «jugar» con ellos. En la vida ordinaria la toma de decisiones es lo mismo. Intento ponerles ejemplos de la vida real en la que como ciudadano de a pie hacemos un razonamiento parecido al que utilizamos en la ciencia, y esto nos puede ayudar a que la vida nos salga mejor.»

Esta profesora está sosteniendo claramente un enfoque convencionalista de la racionalidad científica (Poincaré, 1908; Duhem, 1914). Este enfoque defiende que una teoría científica es sólo un instrumento para organizar de forma sencilla, cómoda y útil un conjunto de datos y leyes experimentales, a partir de un reducido número de principios, por lo que la formulación y la aceptación de hipótesis y teorías científicas no responden significativamente a criterios lógicos o experimentales, sino que son eminentemente resultado de acuerdos libremente adoptados por la comunidad científica. Todo enunciado científico es esencialmente un enunciado simbólico, es decir, no se refieren directamente a objetos de nuestra experiencias, sino que son entidades abstractas que para interpretarlas factualmente es preciso conocer la teoría a la que pertenecen (Alvarez, S., 1995).

El debate actual sobre la racionalidad científica se centra en responder dos preguntas básicas: ¿qué es lo que hace inteligible a un explicación científica? y ¿cuál es la racionalidad inherente al método científico? Respecto a la primera pregunta se constata que el entendimiento científico al menos procede de tres dimensiones independientes: la unificación, parcial, de conocimientos; la relevancia causal, local, de las bases específicas de un hecho; y tentativamente el reconocimiento de ciertas explicaciones como creíbles. Atendiendo a este marco A. Cordero (1995) se pregunta:

«¿Qué recursos explicativos encontramos de hecho en las ciencias actuales? Son muchos los aspectos que saltan a la vista. Para empezar, las ciencias más maduras han logrado establecer robustas unificaciones parciales, así como limitado, pero significativos, dominios causales. Otro aspecto es la enorme conexión interdisciplinar que ahora existe entre campos que, hasta hace menos de cien años, parecían inconmensurables entre sí. Tal es el caso de, por ejemplo, la biología evolutiva y la física nuclear (en la determinación de muestras orgánicas). (...) Las explicaciones actualmente disponibles, sin embargo, no siempre tienen valor predictivo; muchas tampoco unifican o revelan mecanismo causales en ningún sentido. La mayoría son tan excitantes -y limitadas- como las mejores explicaciones estándar que tenemos a la fecha de los fenómenos de fluorescencia atómica, los huracanes, la extinción de los dinosaurios o el funcionamiento de algunas sociedades humanas.»

Respecto a la cuestión de los criterios o principios racionales del método científico, se sostiene que, sin duda, algunos de ellos son de índole lógico-empírica, pero otros son claramente convencionales y axiológicos (por ejemplo, los expuestos por Khun acerca de una «buena teoría»: precisión, coherencia, amplitud, simplicidad, fecundidad, etc.) y, en cualquier caso, «son meramente orientativos y no se deriva de ellos una normativa única y vinculante para la evaluación y elección de constructos científicos, de modo que en sus aplicaciones concretas influyen factores personales, sociales e históricos y éstas pueden variar según individuos, grupos o épocas» (Alvárez, S., 1995).

Según estas dos aproximaciones podemos concluir que a pesar de que generalmente se identifica la racionalidad científica con el método científico, la primera presupone al segundo, teniendo en cuenta que los supuestos de racionalidad son revisables y cambiantes y que los procedimientos y reglas metodológicas varían de una ciencia a otra e incluso de una etapa a otra del desarrollo de la misma ciencia. La importancia de este planteamiento para la enseñanza de las ciencias radica en la posibilidad de enseñar sin parapetos sofisticados la racionalidad que subyace en las ciencias (Dirver, R. y col., 1994), como elemento que constituye la cultura científica de la que inevitablemente forma parte.

Abundando en el tema, el profesorado del estudio CIEC sostiene que el método científico debe impregnar toda la secuenciación de los "contenidos conceptuales" del currículo de ciencias. Pero el profesorado parece confiar en que el conocimiento y el aprendizaje del razonamiento científico será el resultado implícito de cómo ellos imparten el currículo de ciencias. Esto significa que se hace depender la adquisición del razonamiento científico de las estrategias de enseñanza que el profesor implemente en su aula, quizás del mismo modo que se piensa que muchos científicos aprenden a hacer ciencia sin necesidad de haber recibido en su carrera ningún conocimiento específico sobre la metodología a seguir, ya que la práctica científica conlleva implícitamente su metodología. Pero cabría preguntarse si ambas situaciones son comparables y, en última instancia, si es educativamente recomendable relegar al ámbito de lo que se ha dado en llamar "currículo oculto" la adquisición de las ideas y valores que subyacen a la práctica de los procedimientos científicos. Pienso, por el contrario, que sólo la explicitación de los valores, procedimientos y reglas que constituyen la racionalidad de la ciencia, con sus límites correspondientes, en paralelo a la adquisición de conocimientos sustantivos permite que los estudiantes asuman la ciencia y su quehacer como un modo de comprender el mundo e indagar en él (Whitlegg, T. y col., 1993).

No obstante hay que destacar que el modo como conciben los profesores de ciencias la racionalidad científica no es exactamente el mismo que tienen los académicos o los propios científicos. Su visión está a caballo entre la complejidad derivada de las teorías académicas de la racionalidad científica y las similitudes que tal racionalidad tiene con la específica del sentido común. Es entender la racionalidad científica en el doble sentido de instrumento intelectual y de actitud con la que encarar la problemática de la realidad cotidiana. En la medida en que la racionalidad científica se presenta como educativamente útil empieza a ser considerada como didácticamente interesante por los profesores. La enseñanza de las ciencias cumple, cada vez con más énfasis, un papel de intermediación entre el discurso «natural» del sentido común y el discurso «no natural» de la investigación científica (Wolpert, L., 1994).

Los profesores asumen la necesidad de crear situaciones, ejemplos, actividades, basados en acontecimientos de la actualidad, que potencien la capacidad de sorpresa de los alumnos y, al tiempo, permitan abordar los fenómenos desde la racionalidad inherente a la ciencia, desde su desarrollo en el tiempo y desde la confrontación plural entre explicaciones y teorías. No se trata de que los alumnos descubran estos conceptos, sino que sepan que la ciencia entiende dichos fenómenos desde esos conceptos y que en la medida de lo posible verifiquen, mediante prácticas en el laboratorio y otro tipos de experiencias educativas, que tal interpretación es en estos momentos la más correcta y útil para entender y seguir investigando el mundo.

De los datos del estudio CIEC se desprende que el método científico tiene un carácter fuertemente instrumental en la educación, por cuanto configura el propio proceso de enseñanza-aprendizaje en un doble sentido: por un lado como medio para la comprensión de los conceptos científicos (por búsqueda de información, resolución de problemas, experimentación, descubrimiento) y, por otro, como proceso cognitivo, organizado, sistemático y ordenador de esos conceptos.

Respecto a los conceptos científicos hay que señalar de acuerdo con P. Black (1986) que no todos los conceptos que manejan las distintas ciencias tienen idéntica naturaleza. Unos son más unificadores que otros, unos implican a ciencias distintas mientras otros son específicos de un ciencia particular, no todos los conceptos se articulan jerárquicamente, aunque hay otros que no cobran sentido sino es mediante otros conceptos subsidiarios. Por esto la selección e interrelación cuidadosa de conceptos en las ciencias es una tarea esencial en el diseño del currículo.

En cuanto al método científico, el mismo autor nos previene de la tentación de dar por sentado la unidad del método. Si bien en un nivel de descripción vago y elemental, todas las ciencias necesitan en mayor o menor grado de la medición, la observación, la generalización inductiva, la predicción a partir de modelos, etc., también es cierto que los científicos ni trabajan mediante recetas metodológicas, por el contrario adaptan y reescriben sus reglas de acuerdo a la naturaleza del problema que estudian, ni establecen una división artificial entre el proceso de investigación y el objeto que investigan, más bien toda observación es un proceso selectivo orientado por unos fines y unas teorías.

En el CIEC, el profesorado participante asume que la enseñanza de las ciencias tiene como cometido fundamental el ayudar a los alumnos a comprender los conceptos básicos de las ciencias, presuponiendo que la comprensión de tales conceptos son el fundamento de una buena "cultura científica", obviando el carácter de explicación de la realidad que sin duda posee también la ciencia. Parece, pues, que el objetivo a conseguir es más enseñar la ciencia de un modo integrado que los estudiantes alcancen una comprensión global de la realidad. Lo segundo supone introducir también temas científicos de impacto social (SIDA, medio ambiente, etc.) además de impartir un currículo científico básico, lo que al parecer no es posible según el profesorado con el tiempo que el ministerio ha asignado a este área de conocimiento. Por ello para el profesorado que asume la premisas de la Reforma, «hacer de Asimov un Cela» se convierte en el ideal en la enseñanza de las ciencias: que los adolescentes puedan leer obras de divulgación científica igual que leen obras literarias. El problema que se pone de manifiesto es que lo propuesto por el Ministerio es tan básico en cuanto al currículo de ciencias y, a su vez, dispone de tan poco tiempo para su enseñanza, que no puede ampliarse, modificarse o profundizarse más allá de lo que el ritmo de aprendizaje de los estudiantes puede permitir, lo que siempre es más ajustado de lo que se querría.

Desde esta perspectiva, son muchos los profesores que argumentan la necesidad de una base de contenidos conceptuales frente a un aprendizaje para interpretar la realidad:

«Es utópico pensar que los alumnos podrán hablar de los grandes temas de la ciencia que se plantean en la sociedad, sin los conocimientos básicos de lo que es la ciencia en la actualidad.»

Este dilema, pues, es una elección entre lo básico que hay que enseñar y aquellos avances científicos que se están produciendo recientemente y que ya no se pueden introducir porque hay que optar entre una cosa y otra, y parece que la elección es clara: los contenidos básicos. Esto está contribuyendo a que ciertos temas de urgente actualidad, como por ejemplo el progresivo deterioro de la capa de ozono, sean objeto de estudio más de las áreas de ciencias sociales, que del área de ciencias de la naturaleza, lo que dice mucho de cuál es el tratamiento de los mismos, sin duda probablemente correcto pero también parcial por cuanto se les priva de una parte sustancial de cómo abordar tales cuestiones (Solomon, J. et al., 1994). Este dilema, en fin, entre explicación y comprensión es resuelto enfatizando el segundo término del mismo, es decir, la adquisición comprensiva de conceptos científicos. Probablemente esto sea debido en parte al academicismo de nuestra formación universitaria, pero sin duda la comprensión de una noción abstracta -como suelen ser las científicas- no puede desligarse de su uso social -fundamentalmente explicativo en el caso de las ciencias-. Además, la comprensión conceptual no puede ya verse reducida a un aprendizaje aislado de la teorías y modelos en los que se han insertado y se insertan los denominadas conceptos básicos de la ciencia, así como tampoco descontextualizados de las preocupaciones de la calle.

M. Atkin (19965), analizando los fines del proyecto 2061, sostiene esta posición respecto a quiénes son en la actualidad los que definen lo que debe ser el currículo de ciencias:

«La ciencia es lo que los científicos hacen, pero cada vez más, la actividad científica está orientada a lo que los gobiernos y la opinión pública consideran que es útil. Y lo que es percibido como útil no es lo mismo que lo que los científicos consideran básico.»

Por tanto, precisamente porque el currículo de la enseñanza obligatoria es ofrecer un conocimiento de la ciencia básico para todos los alumnos escolarizados, urge encontrar fórmulas de integración y coordinación posibles y eficaces de cara a posibilitar una aproximación de los adolescentes a los temas científicos que les permita mantener el interés y la atención en los avances de las ciencias y en sus repercusiones sociales. De aquí se desprende el potencial que tiene una enseñanza de las ciencias centrada en el razonamiento científico, y no preocupada exclusivamente en la adquisición de conceptos.

Concluyendo

Un currículo de ciencias será adecuado a los actuales cambios sociales y educativos en la medida que haga transparente la racionalidad en la que se basa, refleje la complejidad y multiplicidad de la realidad, explicite el debate de valores en conflicto que subyace a los impactos de la ciencia y la tecnología y, por último y fundamentalmente, arme a los individuos y a la sociedad de recursos y estrategias para abordar racionalmente los problemas que sin duda emergerán del actual proceso de cambio.

Desde esta perspectiva son varias las tesis que se desprenden de lo comentado hasta aquí:

La cultura científica debe ser un bien tangible en la valoración de las sociedades posindustriales, del mismo modo que lo es el índice de población que lee periódicamente obras literarias.

La cultura científica debe tener una ubicación en el sistema educativo, más allá de los medios de comunicación y más allá de la mera divulgación de temas científicos.

La cultura científica debe concretarse en contenidos específicos que enlacen las grandes construcciones téoricas de las ciencias con la provisionalidad de sus hallazgos, por un lado, y con sus impactos en la vida de las personas y de las sociedades, por otro.

La racionalidad científica no es unívoca y mucho menos absoluta, por lo que debe construirse progresivamente en los distintos niveles de la enseñanza obligatoria como elaboración personal de cada estudiante.

La finalidad última de la racionalidad científica como estrategia de enseñanza-aprendizaje es posibilitar una comprensión fundamentada, crítica y argumentable del mundo y sus problemas.

Pero así mismo son muchos los interrogantes que surgen, sobre todo de índole política: ¿son los poderes políticos y económicos actuales los adecuados para generar una cultura científica en el conjunto de la población que en última instancia pueda ser susceptible de movilizar una crítica social a los actuales modelos de explotación económica, de producción elitista de conocimiento y de representación política?

Referencias bibliográficas
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Miguel Ángel Rodríguez
La idea de cultura y el descubrimiento de América

Si aspiramos a reflexionar acerca de la idea de cultura en el ámbito de la civilización occidental, quienes habitamos en este lugar del mundo llamado América debemos comenzar por referirnos a un desgarramiento y a las causas que lo originaron. Esta tarea nos dará un perfil ideológico -sin duda de carácter provisorio-, con el cual podremos profundizar nuestro análisis.

En el relativamente breve período comprendido entre el arribo oficial de los primeros europeos a estas tierras y nuestros días, se desarrolló una tragedia que nos muestra los desenvolvimientos y consecuencias de la idea de cultura que la modernidad burguesa capitalista ha sostenido como uno de sus principios fundacionales. Una o más de las notas constitutivas de esta idea (universalidad filosófica de sus verdades, la democracia entendida como antropológico hallazgo realizado por Occidente a fin de diferenciar la civilización de la barbarie, el capitalismo como único paradigma válido para comprender el sentido de la Historia y la industrialización como ineludible camino para hacer la historia deseada) han puesto en marcha complejos procesos históricos de vastos alcances en el tiempo y el espacio. El descubrimiento de América es uno de estos procesos.

No hace mucho más de cuatro años que millones de seres conmemoraron alegremente un suceso que fue el desencadenante del mayor genocidio que recuerde la Historia. Los actos que se llevaron a cabo con motivo de esta celebración fueron tan extraordinarios como los argumentos que se esgrimieron con el propósito de ocultar o excusar el crimen cometido. A ambos lados del Atlántico los representantes de la cultura oficial organizaron concursos literarios y erigieron monumentos recordatorios, publicaron ensayos y efectuaron encuentros internacionales, elaboraron fatigosos panegíricos y pronunciaron discursos henchidos de pasión conmemorativa. Mientras tanto los sobrevivientes del genocidio callaban o, en el mejor de los casos, hacían oír su débil voz a través de algunos de los pocos medios de comunicación social puestos a su disposición. En fin, los vencedores festejaban el quinto centenario del Descubrimiento de América mientras los vencidos lloraban el quinto centenario de su Encubrimiento.

Es verdad de Perogrullo decir que en los últimos quinientos años el mundo ha cambiado profundamente. Sin embargo, a juzgar por los hechos que se acaban de señalar, pareciera que hay sectores de nuestra sociedad que se empeñan en mantener una visión obsoleta de la realidad. Pese a que la investigación histórica lo dejó en claro hace ya tiempo, todavía hoy se soslaya el verdadero carácter de la cuestión. Con tozudez escolástica la historiografía oficial insiste en calificar de descubrimiento y conquista lo que a todas luces no fue más que invasión armada y genocidio.

Durante los dos primeros siglos de dominación ibérica, que sin duda fueron los más duros, hubo pocas voces discordantes. Casi todos, en mayor o en menor medida, aprobaron no sólo la conquista de América, sino también los métodos empleados para consumarla. Poquísimos se mostraron contrarios a una política que, en términos actuales, era violatoria de todos los derechos humanos. Ni las famosas Leyes de Indias pudieron poner coto a la barbarie de los invasores. Por esa época, mientras en América se perpetraba el genocidio, en Europa el Renacimiento y el Barroco daban sus mejores frutos.

El hombre europeo, imbuido de un profundo absolutismo filosófico, era incapaz de comprender y aceptar la diferencia. Lo diferente -en este caso América y sus pobladores- resultaba subversivo y debía ser eliminado de raíz, pues perturbaba el orden natural del Universo. No fue la codicia, sino una concepción dogmática de la vida, la que inspiró el genocidio.

Tuvieron que transcurrir dos siglos más para que se escucharan las primeras voces verdaderamente hostiles. Cuando declinaba el poder luso-español y la hegemonía británica daba lustre a todo cuanto fuera de origen anglosajón, surgió una corriente de pensamiento -el positivismo- que en el terreno de la Historia hizo un serio esfuerzo a fin de terminar con el viejo mito del Descubrimiento de América.

Los historiadores positivistas de hace un siglo, movidos por la hispanofobia de moda en ese entonces, hicieron excesivo hincapié en los aspectos más negativos de la Conquista. Fue precisamente por esta falta de mesura intelectual que la Historia que ellos escribieron cayó pronto en el descrédito. Con todo, hubo algo que perduró más allá de las contingencias ideológicas. Al denunciar las atrocidades cometidas por los conquistadores, aunque se lo hiciera en forma tendenciosa, estos hombres dejaron en claro que la Historia Oficial de la Conquista no era tan inmaculada como se suponía. La leyenda áurea había muerto.

Sin embargo, a la vez que se ponía de manifiesto la verdadera naturaleza de ciertos sucesos ocurridos hacía mucho tiempo, se ignoraban otros hechos, tan sangrientos como aquéllos, que se estaban produciendo en ese mismo momento. Pero en este caso no eran hombres europeos sino criollos los que llevaban a cabo el genocidio. El motivo que los compelía a obrar de tal manera no era nuevo: también esta vez se invocaban los sagrados intereses de la civilización.

Después de consolidados los Estados latinoamericanos en la segunda mitad del siglo XIX, las clases dirigentes tuvieron que acabar con los últimos focos de resistencia nativa a fin de imponer en sus respectivas naciones el modelo político-económico que los países desarrollados deseaban para ellas. La segunda fase de la Revolución Industrial obligaba a producir un reordenamiento funcional de las economías nacionales. Mutatis mutandis, algo semejante a lo que está ocurriendo hoy a través de la feroz arremetida neoliberal que padece el Tercer Mundo. En ese entonces EE.UU. se veía forzado a expandir sus fronteras internas y los países latinoamericanos debían organizarse políticamente en democracias oligárquicas, ya que se requería un poder central lo suficientemente fuerte como para poner a trabajar a todo el pueblo en la producción de materias primas destinadas al Norte industrializado.

Es evidente que en tal proyecto no podía haber lugar para los aborígenes americanos; más aún: constituían una rémora de la que era preciso deshacerse prontamente. El Progreso, entelequia predilecta de los políticos e intelectuales decimonónicos, no necesitaba para nada de estos seres que, según la clasificación hecha por la sociología de aquel entonces -con Louis Morgan a la cabeza-, se encontraban en el estadio cultural del salvajismo o la barbarie. Además, ya la frenología había dictaminado que los nativos del nuevo mundo eran racialmente inferiores. Fue por todo esto que se emprendieron las últimas grandes campañas de exterminio, desde Alaska a Tierra del Fuego, conforme a un meditado plan de purificación étnica.

(Cabe señalar aquí una contradicción más. Por aquella misma época nacían las modernas ciencias humanísticas, entre las que se hallaba ese remordimiento de Occidente llamado antropología [Octavio Paz].)

Los americanos, luego de siglos de colonización, obraban de acuerdo a una concepción europea de la realidad. El estatus biológico de los nativos continuaba siendo el mismo que les habían atribuido los primeros conquistadores. De aquí que ni siquiera se intentara integrarlos a la nueva sociedad.

El tiempo ha transcurrido, y no precisamente en vano. Hoy día tenemos, para solaz de escépticos y diletantes, diversas escuelas historiográficas. Cada una de ellas nos ofrece su propia versión de los sucesos americanos, lo cual no es extraño, puesto que desde Maquiavelo la tarea del historiador consiste en interpretar el pasado según los requerimientos de un presente multifacético. En este sentido, liberales, revisionistas, marxistas y otros realizan su trabajo del mejor modo posible.

Tan es así que todos ellos coinciden en afirmar que la ocupación europea de nuestro continente costó entre sesenta y noventa millones de vidas humanas.

En lo único que no se ponen de acuerdo es en la calificación moral del hecho. ¿Será o no genocidio esta homérica matanza?

Mucho es lo que se ha avanzado en el esclarecimiento de este controvertido asunto. Pese a la actitud reaccionaria de algunos sectores sociales, el mundo ha cambiado profundamente. Los datos históricos con que contamos en la actualidad son por demás demostrativos: en rigor, el Descubrimiento y la Conquista de América constituyen una de las mayores patrañas urdidas por Occidente. Ni hubo tal Descubrimiento, pues la existencia del continente americano era conocida desde los tiempos del Imperio Romano; ni la conquista fue una obra filantrópica, ya que el arribo de los europeos a estas tierras trajo consigo saqueos, torturas, violaciones, esclavitud, enfermedad, aculturización y muerte. Algo similar puede decirse acerca de la autoría del genocidio: ante las pruebas incontrastables del mismo, algunos pícaros procuran encontrar una solución de compromiso afirmando que fue responsabilidad exclusiva de los conquistadores. ¡Como si la Conquista del Oeste norteamericano o las Campañas del Desierto patagónico sólo hubiesen sido guiones cinematográficos!

La ocupación de América por los europeos fue tan avasallante que tornó borrosa, cuando no irreconocible, la imagen de los vencidos.

Inspirados en una filosofía de neto corte autoritario, los conquistadores montaron un complejo y eficaz aparato de represión cultural. Con metódica dedicación destruyeron primeramente los elementos materiales de las civilizaciones aborígenes (templos, palacios, acueductos, carreteras, códices), y luego se abocaron a la tarea de hacer desaparecer sus fundamentos espirituales (idioma, artes, religión, vida familiar). Una vez logrado este objetivo, aplicaron una rigurosa política de marginación social, la que -en forma más o menos solapada- continúa vigente en nuestros días. A América no sólo se la sometió con hombres armados, sino también mediante la enajenación de su identidad.

A poco más de cinco siglos de iniciado este proceso de aculturización, América es hoy un continente mestizo que se niega a reconocerse como tal. He aquí una de las consecuencias más nefastas de la política de ocupación puesta en práctica por los conquistadores y sus descendientes. Esta esquizofrenia cultural es la que nos lleva a festejar los aniversarios del genocidio de nuestros antepasados o a celebrar el quinto centenario del descubrimiento de nuestro propio continente o a dar un tratamiento de seres infrahumanos a los aborígenes actuales, que son -quiérase o no- nuestros compatriotas más acendrados. Lo cual, pongamos por ejemplo, no hacen los franceses, que por cierto no festejan la muerte de Vercingetórix ni tampoco celebran la llegada de Julio César a las Galias.

En otras palabras, pensamos a América y su problemática con categorías europeas. En ello está el fundamento de nuestra dependencia secular. Somos el producto de un mestizaje tanto biológico como cultural, pero en lo recóndito de nuestro ser nos sentimos conquistadores europeos que esperan hallar la ciudad de Eldorado y regresar presto a su terruño. Al menos para las clases dirigentes, América es la tierra del desarraigo.

Tan es así que incluso eminentes intelectuales, como el antropólogo Darcy Ribeiro o el filósofo Rodolfo Kusch, muestran en su reflexión en torno a la cultura este estigma ideológico. El primero afirma rotundamente la inexistencia de un substrato cultural indígena en los pueblos latinoamericanos (véase de este autor Las Américas y la civilización). El segundo opta por una desesperada defensa de lo nativo, que en este caso es sinónimo de barbarie, según propia aseveración explícita en su libro La negación en el pensamiento popular. Ni uno ni otro encuentran una alternativa que gnoseológicamente no esté acotada por las categorías culturales de la modernidad.

En verdad, el problema que nos ocupa no consiste en probar que América era conocida y frecuentada por europeos mucho antes de su descubrimiento oficial, tampoco radica en demostrar que conquistadores y criollos dieron muerte a varios millones de aborígenes. De una u otra forma, todo esto ya lo sabemos. El auténtico problema consiste en tomar conciencia de que las vidas que se perdieron eran de personas como nosotros y que las civilizaciones que se destruyeron tenían tanta importancia como la nuestra.

En fin, el problema de marras no es otro que la incapacidad occidental de respetar la diferencia o, más específicamente, la imposibilidad filosófica de hallar un idéntico estatus óntico en la alteridad. Incapacidad ésta que lleva a ejercer el imperialismo ideológico, labor que Europa viene realizando concienzudamente desde que Sócrates descubrió la Razón y que ha llegado a constituir parte de la estructura mental del hombre occidental merced al cartesianismo y al hegelianismo.

Pensar la cultura en Occidente es, ante todo, una constatación de contradicciones: las que se generan entre su humanismo y las condiciones materiales para la reproducción de la vida de los hombres. Y pensar ese mismo objeto desde uno de los territorios devastados por la civilización eurocapitalista es, además de aquello, parte de una búsqueda de la identidad propia.


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Walter Farah Calderón
¿Cuál cultura de nuestro tiempo?

Escribo este articulo desde Costa Rica, un pequeño país en el centro de América. De preguntárseme cuál seria su principal característica yo afirmaría que su falta de tradición histórica. Es cierto que el 15 de setiembre de cada año se celebra la independencia del país. Que cada abril se recuerda la batalla contra los filibusteros estadounidenses que en el siglo pasado quisieron adueñarse de América Central. Pero no creo que haya existido acontecimiento mas importante que la participación de nuestra selección de fútbol en el campeonato mundial en Italia-90 o la medalla de oro que en natación obtuvo nuestra compatriota Claudia Pol en los pasados Juegos Olímpicos.

Recientemente un grupo de intelectuales debatieron en torno a la identidad del costarricense. Tuvieron que hacer grandes malabarismos para encontrarla.

En realidad, el costarricense carece de ella. Su norte no es el pasado, sino el futuro. Al carecer de referente, todos los días lucha por conquistar lo que, para la mayoría, constituye la meta de todo sueño: vivir como un estadounidense, blanco, de clase media, ojalá en los propios Estados Unidos.

No es de extrañar que en un bar o restaurante de San José, la capital, un grupo de jóvenes se encuentren hablando inglés. Ninguno de ellos es gringo o europeo. Todos son costarricenses. Por lo demás, se encuentran despreocupados: ningún general o soldado raso podrá importunarlos. Desde la década de los cuarenta carecemos de ejército, por lo que las relaciones jerárquicas derivadas de estructuras rígidas de ese orden no han sido desarrolladas en la vida cotidiana. Por esa razón, cualquier requerimiento por parte de la policía para detectar drogas es visto como un brutal atropello a los derechos humanos.

Por otra parte, el que en los últimos años se haya incrementado la acción de la delincuencia no oculta el hecho de que también carecemos de grandes batallas sociales. Las grandes luchas fueron dadas en la primera mitad de este siglo, y el intenso proceso de ajuste estructural que el país ha conocido en los últimos años, ha terminado por desarmar al ya de por si debilitado movimiento de trabajadores. Por supuesto que ello también se explica por el conflicto social inherente a toda sociedad humana; pero no creo que se deba ocultar una forma de convivencia social que enfatizó el que todos somos "hermaniticos".

Sin mayor tradición histórica, sin ejército, con una estructura de convivencia que no sobrepasa las ya acostumbradas denuncias de corrupción de funcionarios públicos, y con la sociedad estadounidense como propósito ultimo, no es de extrañar que el costarricense se sienta superior al resto de centroamericanos que terminan convirtiéndose en esta atmósfera, en nuestros patitos feos.

Ese es el clima que me ha tocado vivir. Con un agravante. A mis treinta y seis años de edad, mi adolescencia y mi período de formación inicial en la vida culta se desarrollo en la década de los años ochenta, cuando casi no hubo nada que haya quedado intacto por el impacto de la reestructuración de la economía mundial capitalista y la caída del socialismo histórico. Así que, un ensayo sobre la «cultura humana» en los tiempos actuales se me antoja difícil de asumir, si tengo que partir de la premisa de que efectivamente existe alguna cosa que pueda llevar ese nombre.

Si cultura es el conjunto del producto humano, que ya sabemos, se debate permanentemente en sus dos grandes propósitos de reproducirse como especie y materialmente, entonces no pareciera correcto transformarla en algo tan abstracto, como mera referencia obligada de nuestro tiempo. En realidad, la CULTURA no existe, y quienes intelectual o políticamente se refugian en ella para lanzar sus grandes consignas de transformación, no hacen sino profundizar en el vacío de las propuestas reales que hoy, curiosamente, pululan en exageradas cantidades. Voy a poner un solo ejemplo.

Del 27 de julio al 3 de agosto de 1996, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional convocó, en Chiapas, el Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo. La lista de los convocados fue extensa, como si quisiera incluirse a cualquier sector social que fuera considerado como excluido del proceso de acumulación capitalista: intelectuales, indígenas, estudiantes, músicos, obreros, artistas, maestros, campesinos, grupos culturales, movimientos juveniles, medios de comunicación alternativa, ecologistas, colonos, lesbianas, homosexuales, feministas y pacifistas.

¿Alguien hizo falta en esta especie de clamor popular que quiso aglutinar, a pesar de todas las diferencias, a la mayor cantidad de sectores sociales? ¿No será acaso que esta suma indiferenciada pretendió ocultar la incapacidad política para movilizaciones reales en favor de la pretendida nueva sociedad? Sumar para no restar. Sumar para no desaparecer. Sumar cualquier cosa, como si fuera un simple juego de matemáticas, y no una compleja instancia de la realidad social. Por ejemplo, es ya de sobra conocido el conjunto de contradicciones que surgieron en su momento entre el movimiento en favor de un enfoque reivindicativo de género y las practicas tradicionales de las organizaciones de izquierda, en muchas de las cuales se conocieron de deleznables abusos de las pequeñas jerarquías masculinas, protegidas en su iniquidad por el autoritario verticalismo democrático. ¿Cómo ahora pretende sumarse a quienes ayer fueron, sino enemigos, al menos peligrosos rivales?

¿Es que quienes ayer militaban en el partido, en el foco, o en la organización de masas, pueden hoy lavar sus pecados con el simple llamado a la suma a pesar de todo? ¿O qué pensar del homosexual o lesbiana que se encuentra en favor de la eliminación del fin de todo subsidio social? ¿O del ecologista que preferiría el fin de toda industria, no importa el precio en numero de empleos? ¿O el intelectual que vive y subvive por la generosa contraparte monetaria de la mercantilización de toda forma artística?

El tono marcadamente idealizado que dominó aquella actividad se hizo notar, además, en el contenido de las exposiciones de quienes resultaron los visitantes mas predominantes. Así por ejemplo, Alain Touraine equiparó el pasamontañas de los zapatistas con una especie de «universalismo» democrático sintetizado en la expresión «yo soy ustedes», igualándolo con los esfuerzos que en la década de los años ochenta realizo el sindicato polaco Solidaridad.

¿EZLN = Solidaridad? Esa igualdad, en realidad, solo puede hacerse en el mundo mágico de la humanidad o de la cultura. Un universo abstracto en el que es posible, supuestamente, la reivindicación sin mas de una abstracta «globalización humanitaria», tal como lo defendió Danielle Miterrand, a pesar de que fue durante el mandato presidencial de su ex-marido que Francia se incorporó plenamente a las corrientes actuales de redefinición del papel del estado, la eliminación del llamado Estado de Bienestar y la integración definitiva a la internacionalización de la economía mundial, todas ellas medidas que se opondrían a la ahora reclamada, desde América Latina, globalización humanitaria.

Que los escritores latinoamericanos como Eduardo Galeano quieran seguir pensando en una alternativa para nuestro subcontinente, a la manera de una especie de «tour delirante», está en todo su derecho literario, aunque bajo ninguna circunstancia lo exime a él, y a muchos como él, de sus responsabilidades políticas cada vez que evaden la respuesta de como sería posible una alternativa al neoliberalismo que tanto critican. Pero si Galeano abusa de su capacidad como escritor, personas como Danielle Mitterrand y Alain Touraine se exceden de su condición europea tanto por sus tesis abiertamente vacías, como por una especie de cinismo que persiste en la tesis de favorecer la revolución en América Latina y el mero coloquio de ideas en Europa. Uno se pregunta si existe alguna poderosa razón para que todos los europeos que reclaman una transformación en nuestro subcontinente, sean incapaces de organizar, movilizar y concientizar por esa misma revolución en Francia, Inglaterra, Alemania, España y tantos otros países europeos.

Puesto que se de transformación radical del capitalismo se trata, ya desde Marx sabemos que la revolución si es posible, o es mundial o no lo es, tal como lamentablemente pudimos comprobarlo en la dictatorial e ineficaz tesis estalinista del socialismo en un solo país, o en el lento e inevitable regreso a las relaciones capitalistas de producción que hoy viven las sociedades cubana, vietnamita y china, todavía ingenuamente reivindicadas como socialistas por algunos muchos desinformados.

Es decir, que si de transformar el capitalismo se trata, bien harían los Mitterrand, los Touraine, y todos sus semejantes, en abandonar esa comodidad de reclamar una revolución en América Latina, mientras un té, un café o un vino tinto, acompasan sus interminables conferencias, coloquios, mesas redondas y comentarios de libros, en impresionantes edificaciones culturales.

Tal vez de esa forma, la izquierda europea deje de confundir sus propias necesidades con las del mundo entero, y no convierta su problema principal en el de todos, como pretendidamente lo hizo creer la representante europea de Izquierda Unitaria Europea, Laura González, cuando en el Foro de Sao Paulo realizado en San Salvador el año pasado señaló que "la prioridad de todos los pueblos debería ser disminuir el desempleo".

Así pues, aquel Encuentro Zapatista lanzó la gran idea: un mundo donde quepamos todos. Habría que preguntarse como hacer caber en un mismo saco, al financista argentino, al indígena guatemalteco, al informal peruano, al empleado publico uruguayo, al ejecutivo chileno, al campesino mexicano, al obrero costarricense, al terrateniente paraguayo, al pescador dominicano, que en la realidad cotidiana se enfrentan violenta e inevitablemente por sobrevivir. Eso sin dejar de mencionar al bancario suizo, al desempleado español, al homosexual estadounidense, al ecologista alemán y al empresario japonés. ¿Cabemos todos en una sola cultura alrededor, por ejemplo, de una sociedad mas justa? No. No ha existido una sociedad similar en toda la historia, no existe, y uno no ve porque razón tenga que existir en el futuro.

¿Esta visión que no hace sino rescatar una aproximación a la realidad lo más cercana a sus reales contradicciones, cierra las puertas a un esfuerzo que preserve y refuerce los mejores productos de la historia humana? Cada sociedad en cada momento de la historia ha creado, a partir de sus relaciones productivas, sus propias reglas de juego. En consecuencia, una lucha por derechos concretos solo puede basarse en el hecho de que ellos forman parte del acervo histórico acumulado, y no de ninguna derivación apriorística o abstracta. Así, el propósito de que cada ser humano vea satisfechas sus necesidades básicas, o que pueda disfrutar del derecho a la libertad de conciencia, de opinión o elección de sus gobernantes, tiene que ver mas con el cotidiano protagonismo y menos con falsas ilusiones derivadas de criterios teológicos. El realismo, y no la falsa utopía, es el hilo conductor de todo esfuerzo que se proponga así mismo ser posible y realizable, puesto que la historia demuestra que los avances en materia social, económica y política, se suceden cotidianamente y poco o nada tienen que ver con revoluciones que ofrecen y se presentan como portavoces de planes divinos, sean de Dios, del Partido, del Mercado o de la Cultura.

Los seres humanos siempre han hecho historia y siempre la harán bajo los mismo supuestos. Es la necesidad y no la libertad, la que guía el comportamiento humano y el reino posible de la segunda empieza solamente con la conciencia de la primera. Solo en ese ámbito cabe la introducción de practicas alternativas dentro de los limites máximos que impone cada momento histórico. La ética de nuestro tiempo, pues, es la ética de la razón necesaria. Y por ese motivo, y solo por el, los zapatistas están a punto de ver reflejados sus puntos de vista en la institucionalidad mexicana, y por esa misma causa, los indígenas campesinos de aquel país podrán empezar a construir su propia cultura, un camino que, por supuesto, estará lleno de nuevas contradicciones. Cuando los zapatistas se aferraron a la Selva Lacandona, y no siguieron las huellas de quienes proclamaban la revolución humanitaria mundial, mas que como un mero acto de oxigenación al interior de sus propias poblaciones indígenas, tomaron la correcta decisión política, y por tanto, hoy siguen estando en condiciones de seguir luchando, día tras día, reivindicación tras reivindicación, problema tras problema.

Yo no veo como un hombre costarricense de clase media, con escasa identidad histórica, de fuerte vocación democrática y ninguna experiencia en asuntos militares, pueda sentarse al frente de un ordenador y dar la señal para que todos, absolutamente todos, puedan vivir en paz. No veo como un campesino chino podría entenderme, o un intelectual italiano, una modelo francesa, un niño somalí, un torturador argentino, un obrero coreano. Entiendo si, que para que cada ser humano tenga acceso a las posibilidades que ofrece el momento actual, debe existir un marco adecuado donde ello sea posible, y no veo mas que en la tradición liberal de los derechos cívicos inherentes al desarrollo capitalista, la opción mas adecuada para ello.

Me molesta terriblemente que alguien que desconozca América Latina o Costa Rica, me diga el futuro que me espera o la receta que tiene para solucionarme mis problemas. En muchas ocasiones he tenido que escuchar la crítica de quienes consideran que en mi país se vive una democracia meramente formal, pero muchos de esos críticos han provenido de países donde ni siquiera era, o es posible, tener acceso a un régimen medianamente transparente de libertades publicas. Rechazo toda formula abstracta como mecanismo para solucionar los problemas de los seres humanos. No me engaño bajo la cobija del humanismo o de la cultura universal. Me atrinchero en el reconocimiento de los conflictivos hechos, en la constatación de los mecanismos básicos de la reproducción material. No me gusta ser 'tendero de ideas', según la feliz expresión de Marx. Me apasiona la lucha concreta. Rechazo por ineficiente toda formula mesiánica.

Tampoco me gusta aferrarme al pasado y no logro entender como puede beneficiarme tal propósito. Recuerdo los días en que escribía en una maquina de escribir, los comparo con la computadora que ahora mismo utilizo, y no veo como me podría favorecer nuevamente utilizar la vieja maquina. Hoy, mediante los sistemas de bases de datos, tengo acceso no solo a cualquier fuente de información, sino también a medios de comunicaciones en el mundo entero y a un intercambio de opiniones con personas que no conozco personalmente.

Mediante la televisión tengo pleno acceso a lo que sucede en el mundo entero.

No me he movido de mi casa y he logrado ver directamente la toma de la casa del embajador japonés en Perú, el efecto de los diversos climas que hoy coexisten en todo el mundo, la firma de la paz en Guatemala, un reportaje sobre la ciudad de Hebrón de la televisión estadounidense, las entrevistas diarias de distinguidos ciudadanos españoles, y un larguísimo etcétera.

¿Regresar al pasado? ¿Para qué? Joyce en el Ulises describe una situación que les puede parecer a algunos no muy hermosa, pero que demuestra claramente lo nefasto que significaría hacer caso a los que afirman que todo pasado fue mejor.

"Abrió de una patada la puerta desquiciada del retrete. Mas vale tener cuidado no mancharme estos pantalones para el funeral. Entró, inclinando la cabeza en el bajo dintel. Dejando la puerta entreabierta entre el hedor de enjalgebado mohoso y telas de araña rancias, se desabrocho los tirantes.

Antes de sentarse atisbo por una rendija hacia la ventana de la casa de al lado. El rey contaba sus tesoros. Nadie. Encuclillado sobre la tabla redonda desplegó el periódico pasando las hojas sobre las rodillas desnudas. Algo nuevo y fácil. No hay mucha prisa. Retenerlo un poco. Nuestra colaboración premiada. El golpe maestro de Matcham, escrito por el señor Philip Beaufoy...Arrancó bruscamente la mitad del cuento premiado y se limpió con el. Luego se ciñó los pantalones, se puso los tirantes y se abotono. Tiró de la puerta del retrete, agitada en sacudidas y salió de lo sombrío del aire"

Y si bien algunas cosas permanecen igual a como las describe Joyce, no veo como deba preferir regresar al viejo retrete, que todos en alguna ocasión hemos tenido que conocer. Recuerdo en una ocasión, en Asunción (Paraguay) que me toco dormir en la casa de una amiga donde el servicio sanitario era similar al descrito por el escritor irlandés. Lo malo no es que queramos hacer uso de un baño moderno. Lo nefasto es que no todos los seres humanos tienen hoy acceso a adecuadas condiciones sanitarias. Y no veo por que tengan que estar condenados a ese lastre del atraso en las relaciones capitalistas.

Pero también llama la atención de como en los años anteriores, y aun ahora, algunos sectores convirtieron en su principal bandera, la defensa de los grandes capitales nacionales en contra del avance de la empresa multinacional, olvidando tan fácilmente que aquellos capitales habían sido los mismos que posibilitaron, apoyaron y defendieron el permanente estado de postración que grandes mayorías conocieron en, por ejemplo, América Latina. O de como, esos mismos sectores hicieron suyas las banderas de defensa de las instituciones estatales, en los procesos de privatización recientes, cuando las mismas fueron tomadas a lo largo de los años, por un sector lumpemburocratico que convirtió a esas instituciones en verdaderas mamparas para la descarada corrupción convertida en indignos privilegios.

Y qué decir de la defensa abstracta de la naturaleza. Los mismos europeos y estadounidenses que acabaron con sus propios recursos se convierten, no de pronto, en los paladines solares de toda forma de vegetación y animal. Muchos de ellos, escapando de las grandes ciudades han terminado en mi país. Han construido sus casas hermosas al frente del mar, en medio de la montaña o cerca de algún volcán inactivo. O viven en playas lejanas, fumando marihuana y vendiendo artesanía. Por esa vía, la conservada naturaleza costarricense ha dejado de ser de sus hombres y mujeres. Es propiedad privada de naturalistas de otros confines. No me engaño tampoco. Así son las cosas. Pero tampoco me dejo que me engañen. Cada vez que se critica a grupos campesinos que constantemente tienden a extender la frontera agrícola, en detrimento de zonas protegidas, me hago la misma pregunta: ¿y cuál seria su futuro?

El mundo de hoy no es mejor ni peor que otros. Acaso tal vez mucho mas cerca de su destrucción definitiva como espacio para la convivencia humana. Hoy mas que nunca estamos al frente de la futura completa mercantizalizacion de la historia humana, no sólo porque paulatinamente todas las relaciones de producción en el mundo entero se transforman en capitalistas, sino también porque el ejercicio del poder mundial, la comunicación e inclusive la literatura, la caridad y cualquier otra actividad humana asumen también la forma de mercancía.

Un sistema que tiene un único eje de dominación, donde no hay espacio ni actividad que pueda escaparse. Este no será, como cualquier otro fenómeno histórico un proceso homogéneo, y en consecuencia, se desarrollará en forma de conflicto, y en su lógica competitiva, con los recursos existentes cada vez mas escasos, impondrá paulatinamente nuevas reglas de convivencia. Así, ante la crisis alimentaria habrá que controlar la población, ante el peligro del agotamiento de los recursos naturales habrá que sostener su devastación, ante las grandes concentraciones en las grandes ciudades habrá que frenar la llegada de nuevas personas. Por ello, no tendrá nada de extraño que la globalización incluya las luchas mas radicales de conservación de la naturaleza, control de la población y flujo de personas. Y las impulsará bajo el único fundamento que puede hacerlo, el de ganancia. Y por supuesto que en ese proceso de creciente desigualdad no dará lo mismo ser europeo, estadounidense o latinoamericano.

En esas condiciones, el mundo capitalista irá agotando su ultima tregua y durante un tiempo mas la lógica del capital podrá preservar la estructura actual, hasta su ultimo respiro: cuando el planeta Tierra agote todos sus recursos. Pero también tengo claro que a estas alturas eso no significará necesariamente el fin de la especie humana. Para entonces, el costo de lo que hoy tecnológicamente ya es posible (un viaje a la Luna y Marte) habrá disminuido lo suficiente para que aquellos que puedan opten por trasladarse a las estaciones espaciales que hoy ya empiezan a desarrollarse. Y para entonces todo continuara igual. Salvo que la cantidad de producción de espermatozoides mantenga su ritmo de descenso actual. Ahí si que toda cultura tendrá sus minutos-espermatozoides contados. Y la vida, ya sin nosotros, seguirá su camino.

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