Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX [1927]
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2000
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Capítulo XIV
El siglo de Oro

§ VII
El protestantismo

La Inquisición: su instalación en Sevilla. –Celo de los inquisidores. –Pasividad de la nación, excepto de Aragón y Andalucía. –Cartas de la reina Isabel. –Del erasmismo al protestantismo: Juan de Valdés: su indecisión entre las varias tendencias reformistas. –Juan Díaz. –Alfonso Díaz, fratricida. –Servet. –El protestantismo en España. –Se vigila el comercio de libros. Los protestantes de Valladolid: Agustín de Cazalla, D. Carlos de Seso, el P. Pedro de Cazalla, otros reformistas, las monjas de Belén. –Vicisitudes de la comunidad. –El pueblo reclama la hoguera para los reformados. –Autos de fe. –El protestantismo en Sevilla. –Rodrigo de Valer. –El Dr. Egidio y el Dr. Constantino. – Pérez de Pineda. –Comunidad reformada. –El Doctor Ponce de León. –Losada. –Fernando de San Juan. –El Dr. González. –El monasterio de San Isidoro del Campo. –Pesquisas de la Inquisición. –Prisiones. –Evasiones. –Procesos y autos de fe. –Protestantes emigrados: Reina, Corro, Valera.

La edad moderna se abre con un nuevo factor de las contiendas religiosas, el protestantismo, cuyas salpicaduras [201] no respetaron la blanca veste de la ortodoxia hispánica. A petición de los reyes de España el Papa Sixto IV dio en 1478 una bula permitiendo la creación de un tribunal independiente de la jurisdicción episcopal, del Tribunal de la Inquisición, instituido para velar por la pureza de la fe católica.

Sevilla, la ciudad más importante del reino y la más expuesta a las herejías por el carácter universal de su cultura, pues las Universidades no estudiaban más que teología ortodoxa, fue preferida para establecer el famoso Tribunal, que en la capital de Andalucía se instaló en primero de Enero de 1481.

Innumerables fueron los herejes conversos atemorizados por la fiscalización eclesiástica. Multiplicáronse las prisiones hasta el extremo de llenarse las cárceles, no obstante el crecido número de fugitivos. Una parte muy considerable de los arrestados pertenecía al elemento intelectual de la población.

Con tal celo activaron los inquisidores los procesos, que el 4 de Noviembre del mismo año en que se estableció el Tribunal, iban ya quemadas doscientas noventa y ocho víctimas sólo en Sevilla.

El cronista Espinosa y Cárcel dice que «los herejes que se hallaron fueron quince mil, de los cuales no se quemaron más que dos mil». La extraordinaria diligencia de los inquisidores españoles movió a compasión al Papa. Sixto IV les amenazó con la destitución si no se ajustaban a las reglas del derecho y nombró Inquisidor general a Fray Tomás de Torquemada con encargo de reorganizar el Santo Oficio.

El establecimiento de la Inquisición no despertó el menor disgusto en el centro ni en el norte de España. Unicamente los aragoneses y los andaluces vieron con pena su instalación. Los aragoneses protestaron tumultuariamente, cosa extraña, porque la Inquisición no constituía ya una novedad para ellos. Que en Andalucía, y especialmente en Sevilla, cayó mal la innovación, se comprueba por las dos [202] cartas siguientes que se conservan en el Archivo municipal de la ciudad y que parcialmente reproduzco por ser documentos históricos poco conocidos. La primera de ellas termina así:

«Como podría suceder que algunas personas sabedoras, bullicieran y quisieran promover escándalo en la ciudad, para impedirlo vos mandamos esta nuestra Carta, en la qual os mandamos que no consintáis que persona alguna sea qual fuere su estado o condición, promueva bullicio, escándalo ni alboroto sobre lo suso dicho. Y si alguno les ficiere les prendais los cuerpos y les embargueis todos sus bienes inmuebles y raíces. –En Medina del Campo a 3 días del mes de Octubre de 1480. –Yo la Reyna.»

Y la segunda, que debía pregonarse en las plazas y sitios de costumbre para conocimiento de todos los vecinos de Sevilla, termina así:

«Y por cuanto he sido informada que algunos malos y no fieles cristianos, por temor de las penas que merecen, y por vivir más libremente en su infidelidad se han ausentado o quieren ausentarse de mis Reynos y Señoríos y se van al reino de Granada y a otras partes y se retornan moros y judíos, para lo qual venden y enagenan sus bienes o los dejan en guarda y depósitos de otras personas, cosas todas que redundan en deservicio del Rey, mi Señor, y mío.
»Por ende, Yo, queriendo proveer en ello como cumple al servicio de Dios y acrecentamiento de la fe católica, vos mando a todos y a cada uno de vos, que cuando supieredes que algunos de los tales susodichos se ausentan o quieren ausentarse de los lugares donde viven para ir fuera de nuestros Reynos, no los acojais ni defendais; antes los prendais y fagais prender los cuerpos y los tengais presos; y si algunos bienes llevaren consigo, que se los toméis y pongáis en poder de personas abonadas, por inventario ante escribano público y lo hagais luego saber a los dichos inquisidores. –Dada en Medina del Campo a 9 días de Noviembre de 1480. –Yo la Reyna.» [203]

La derivación del erasmismo al protestantismo, apuntada en Alfonso de Valdés, se representa por su hermano Juan. La primera etapa de la vida de Juan de Valdés es tan oscura como la de su hermano. Créese que nació en Cuenca y no ha podido comprobarse si estudió en la universidad complutense. Dedicó su mocedad a aprender las lenguas clásicas, aprendió más tarde el hebreo y alternó tan doctas enseñanzas con la lectura de libros de caballería, a que fue extremadamente aficionado. Por mediación de Alfonso entró en relaciones con Erasmo, del cual recibió muestras de afecto, y en 1528 compuso solo o en colaboración con su hermano, punto aún no resuelto por la crítica, El Dialogo de Mercurio y Carón, libro de adulación a Carlos V.

Ignoro qué causa hizo a Valdés marchar a Roma en 1531. Parece probable que allí se convirtiera al protestantismo, cuyas doctrinas no eran bien conocidas en España. Pasó en 1531 a Napóles, donde fijó su residencia, dedicándose hasta su fallecimiento (1541) a la predicación de las doctrinas luteranas.

Inició entre sus amigos el estudio de las epístolas de San Pablo, y formó con ellos una congregación que llegó a contar hasta tres mil afiliados. Compuso entonces Valdés el Alfabeto cristiano, diálogo entre el autor y su discípula, la duquesa viuda de Trajetto, donde recomienda, como en un tiempo los krausistas, «que lea cada uno en el libro de su conciencia». A la misma época se refiere el escrito: Comentarios a las Epístolas de San Pablo, en que expone la doctrina luterana acerca de la fe y la justificación.

La obra de Valdés que mejor refleja su pensamiento es la titulada Ciento y diez consideraciones divinas. Resulta de su lectura que Valdés era antitrinitario, puesto que, después de interpretar la afirmación bíblica de que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, dice en otro lugar: «entiendo que esta imagen de Dios estaba en la persona de Cristo en cuanto al alma, antes de su muerte». Es [204] decir, que Jesús se hallaba respecto a Dios en idéntica relación que el hombre antes del pecado original. El hombre, según Valdés, ha perdido por el pecado algo de la imagen divina, mas por los méritos del Salvador, puede recobrar aquella parte de la imagen de Dios correspondiente al espíritu. De esta manara el hombre llega, merced a Cristo, a asemejarse a Dios como Cristo, si bien éste sea cabeza y los hombres miembros. Estos hombres sólo conocen a Dios por la criatura, lo que equivale a conocer a un pintor por sus cuadros, o bien por los libros sagrados, o sea como a un autor por sus escritos, mientras que debemos conocerlo por Cristo, que es como conocer al emperador por su retrato o por sus familiares. Verdad que en algunos pasajes llama a Cristo hijo de Dios, mas no se olvide que Valdés considera hijos de Dios a los que se dejan dirigir por él (Cons. III). Acaso Valdés, al modo de otros pensadores, supondría a Cristo una entidad intermedia entre Dios y el hombre.

Por lo menos, en toda la obra no se halla una afirmación rotunda y terminante de la divinidad de Cristo; tampoco existen claras negaciones por el evidente afán de eludir la cuestión con ambigüedades de lenguaje. Un trinitario no podría declarar que «a Cristo debemos fe y a Dios adoración en espíritu y en verdad». Obsérvase además que cuando nombra al Espíritu Santo lo hace en el sentido de luz o espíritu divino, jamás como persona integrante de la Trinidad. Como todos los inclinados al misticismo, abate la razón humana, la juzga inepta para el conocimiento divino, que no se consigue sino por Dios mismo, así como no se puede ver el sol sin el sol. Hasta el deseo de saber le parece condenable, pues por esa insana curiosidad vino a la tierra el pecado (Cons. LXVIII). No hubieran extremado más la idea aquellos absolutistas fernandinos de hace un siglo que condenaban «la funesta manía de pensar».

El cristiano debe confiar en Dios, que lo mantendrá en su gracia durante la vida terrena y lo llamará a su gloria [205] cuando abandone el mundo. Muéstrase también la tendencia fatalista de los místicos en atribuirlo todo a Dios, hasta el pecado (Cons. XLIX).

La moral de Valdés, severa y de rigoroso ascetismo, manda refrenar los sentidos. La carne es enemiga de Dios y no menos la razón natural y la voluntad. El hombre debe renunciar a discernir cuál sea su deber. Dios lo moverá a obrar; la criatura ha de permanecer en quietud hasta sentir la inspiración divina.

Si se compara a Valdés con las diversas direcciones del protestantismo se le verá coincidir ya con una, ya con otra, ora con los luteranos, ora con los unitarios, ora con los cuáqueros, y se advertirá el carácter germánico de su misticismo.

Aun con menos importancia que Valdés para la indagación filosófica, escribieron de asuntos religiosos Jaime de Enzinas, quemado por la Inquisición; su hermano Francisco (†1552) y Pedro Núñez Vela, autor de Dialéctica, partidario de Ramus, y profesor de lengua helénica en Lausanne.

Jaime de Enzinas convirtió al protestantismo al conquense Juan Díaz, de quien fue condiscípulo en París. Gozaba ya Díaz cierta reputación de teólogo. En 1545 visitó a Ginebra para estudiar el estado de la iglesia calvinista y de allí, acompañando a Martín Kuhhorn, el cual, por no llamarse cuerno de vaca, había helenizado su apellido, transformándolo en Bucero (bous keras), diputado por los magistrados strasburgueses para representarlos en el famoso coloquio de Ratisbona, pasó a esta ciudad. Celebró dos conferencias privadas con el dominico Fray Pedro Maluenda, diputado del emperador, sin que el uno pudiera convencer al otro. Terminado el Coloquio, marchó a Neoburg para dirigir la edición de una obra de Bucero, llevando ya, según algunos, el presentimiento de su trágica muerte.

Cuando el jurisconsulto Alfonso Díaz, hermano de Juan, supo que había un hereje en su familia, se encaminó a [206] Alemania resuelto a convertir a su hermano o a arrancarle la vida. Llegado a Neoburg celebró con su hermano una entrevista en la que esgrimió todo género de recursos.

Alfonso argumentó hasta apurar su ingenio y sus conocimientos teológicos, suplicó y lloró de rodillas, ofreció honores y prosperidades. Nada pudo vencer la firmeza de Juan. Desesperado Alfonso, fingió quedar vencido en la controversia y le instó para que, abandonando a Alemania, donde eran innecesarias sus predicaciones, difundiese la nueva doctrina en el suelo virgen de Italia. Halagó la idea a Juan y llegó a consultarla con Bucero, mas éste le representó la temeridad del proyecto, advirtiéndole que en Italia se vería obligado a la abjuración o a sufrir la pena capital. Alfonso entonces se consagró a meditar con toda frialdad el fratricidio.

Madurado el proyecto, se despidió de su hermano con falaces muestras de cariño; marchó a Augsburgo, donde comunicó el intento a su criado; volvió a Neoburg, habiendo comprado un hacha durante el camino, y el 27 de Marzo de 1546, a la hora del amanecer, llegaron dueño y fámulo a la casa del pastor donde moraba Juan Díaz con su amigo Senarcleus. El servidor llamó a la puerta diciendo que traía para Juan importante misiva de su hermano Alfonso. Levantóse precipitadamente Juan, mandó subir al mensajero, tomó de sus manos las cartas, se acercó a la ventana para aprovechar la pálida luz de la mañana, y, cuando comenzaba a leerlas, el sicario le descargó un hachazo que le partió en dos pedazos la cabeza. Alfonso había presenciado la escena. Sigilosamente había subido en pos de su criado, había inspeccionado la elocución de sus propias órdenes, y, después de cerciorarse de que Juan quedaba bien muerto, huyó rápidamente con su cómplice, cabalgando en los caballos que habían dejado a la entrada. Sorprendidos en Inspruck, fueron ambos asesinos encarcelados, mas ante los enérgicos requerimientos del Papa, que reclamaba para sí el conocimiento de la causa por tratarse de un individuo de la Curia romana, Alfonso fue entregado [207] a la jurisdicción pontificia, teniendo la suerte de salir incólume y volver a su patria, donde su bárbara conducta, aprobada por el César, no recibió, como merecía, universal reprobación.

De la pluma de Juan Díaz no queda más que un compendio intitulado Christianae religionis Summa, pues las Anotaciones teológicas, que en su testamento declara haber escrito, no han llegado a nosotros.

Entre todos los protestantes que vivieron fuera de España no hay figura más interesante que la de Miguel Servet, oriundo de Aragón y nacido en Tudela hacia 1510 u 11. Hijo de un notario de Villanueva de Sixena, aprendió humanidades, estudió jurisprudencia en Tolosa, asistió a la dieta de Augsburgo, conoció allí a Melanchton, y, extremando cada día más su heterodoxia, se retiró a Basilea y Strasburgo. Publicó en 1531 el tratado De Trinitatis erroribus, algo desordenado y de poco recomendable latinidad.

Era Servet uno de esos espíritus entusiastas que engendró el Renacimiento. Erige la Biblia en suma de toda ciencia y regla única de las creencias humanas. El fundamento del cristianismo, la clave de la salvación, es la fe en Jesucristo, Hijo de Dios; pero que «no era Dios por naturaleza, sino por gracia». Negada así la divinidad de Jesucristo, que en algún pasaje intenta defender, aunque dándole el sentido indicado, rechaza el Espíritu Santo en cuanto persona de la Trinidad, limitándolo a representar la energía o voluntad divina.

Se muestra, pues, Servet, desde el principio, ardoroso unitario; llama a la Trinidad Cerbero de tres cabezas y suele aplicar dicterios a los creyentes en semejante «quimera teológica». «La Trinidad, decía, es una obra de demencia».

Aguantó Servet los anatemas que, al aparecer su libro, le asestaron católicos y protestantes. No solamente no rectificó nada de sus declaraciones, sino que, excitado por las objeciones de sus adversarios, publicó también en [208] Haguenau dos diálogos sobre la Trinidad, añadiendo un apéndice intitulado De justicia regni Christi et de Charitate (1532). Arranca Servet en este tratado del siguiente principio: la filiación de los cristianos con Dios es imposible sin una participación de naturaleza con Cristo. Sienta en el primer diálogo la preexistencia en la divinidad de todos los hijos de Dios, y dedica el segundo a la naturaleza de Cristo. No es exacto en cuanto al fondo, si bien lo parezca en la parte formal o material, como afirman Tollin, Dardier y Menéndez y Pelayo, que la cuestión de la Trinidad ocupe en este tratado secundario lugar, pues si detiénese principalmente en la explicación de la esencia del Cristo, es porque de este concepto depende, según el autor, que no pueda ser considerado como persona de la Trinidad. Jesús es el verbo. Dios antes de la creación no era luz, porque no resplandecía; pero Dios creó por medio de su verbo: Ecee tam verbo creat: ecce hic Logos et Elhoim et Christum. La conclusión final es que Cristo no es una criatura, sino partícipe de todas las criaturas: pariceps omnium creaturarum. El Espíritu Santo no era persona en la Ley antigua. Empapado en el platonismo, Servet subordina Cristo a Platón.

La cristología de Servet se desliza siempre obscura. En realidad su Cristo no es Dios, ni hombre; es el centro de un mundo ideal situado entre el Creador y la creación, por lo cual se encuentra, sin darse cuenta, fuera del cristianismo y, a su juicio, del panteísmo, pero no se libró de penetrar en este sistema, última fase de todos los idealismos.

El apéndice consta de cuatro capítulos en que trata de la justificación, del reino de Cristo, de la ley comparada con el Evangelio y de la caridad. Acentúase aquí la diferencia entre las ideas de Servet y el luteranismo, pues defiende el libre albedrío y afirma la necesidad de las buenas obras para la salvación. Por la fe se llega a la caridad; pero sólo en ésta reside la perfección. (Fides est ostium et charitas est perfectio.) El creía decir la última palabra.

La difícil posición que su actitud teológica le había creado, determinó a Servet a trasladarse a París, donde [209] conoció a Juan Calvino y lo desafió a discutir; mas, llegado el día de la disputa, Servet no concurrió al lugar previamente designado.

Falto de recursos, entró de corrector en una imprenta de Lyon, y, habiendo trabado amistad con Champier, médico insigne, recibió de él las primeras nociones de medicina, que luego amplió en las escuelas de París (1536). Ejercía ya la profesión de médico cuando dio sus conferencias sobre astrología. Los facultativos parisienses, disgustados porque Servet tachaba de ignorantes a los médicos ajenos a la astrología, le acusaron por sospechoso de doctrinas perniciosas ante el inquisidor y el Parlamento. Recayó sentencia favorable a Servet (1538), pues si bien el Parlamento mandó recoger los ejemplares de la Apologética disceptatio pro Astrologia, en que Servet vaticinaba horrendos cataclismos, autorizó la continuación de la enseñanza, con tal que el profesor se limitase a los influjos generales de los astros sin descender a los particulares, recomendando al mismo tiempo a los Doctores que tratasen a Servet con la benevolencia que debe reinar entre padres e hijos.

En 1546 escribió a Calvino proponiéndole tres cuestiones principales:

1ª, si Jesús era hijo de Dios y cómo se explica la filiación; 2ª, cómo ha de entenderse el reinado de Cristo en el hombre y la redención de éste por Cristo; 3ª, en qué concepto el Bautismo y la Cena son sacramentos de la Nueva Alianza y si el primero debe ser recibido en la edad de la razón. Irritado Servet por el tono magistral de la respuesta de Calvino, le escribió unas treinta cartas en duro e insultante lenguaje, epístolas que hoy conocemos por haberse añadido al libro Christianismi Restitutio.

Por molestar más a su enemigo, le remitió un ejemplar de la obra de Calvino Institutiones relligionis Christianae, con las márgenes llenas de notas insultantes y despeetivas.

No contento con esto, le envió el primer borrador de su [210] Christianismi Restitutio, añadiéndole que allí podía aprender muchas cosas que ignoraba y que él mismo estaba dispuesto a ir a Ginebra para explicárselas. Con esto llegó a su colmo el furor de Calvino, el cual no contestó; pero escribió a su amigo y colaborador Guillermo Farel una carta, cuyo autógrafo se conserva en la Biblioteca Nacional de París, en que decía: «Si viene, le juro que no ha de salir vivo de mis manos» (Nam si venent, modo valeat mea auctoritas, vivum exire nunquam patiar).

En Enero de 1553 dio a luz Servet la Restitución del Cristianismo, editada en Viena por su cuenta y en secreto, pues no halló impresor que se decidiera a estampar la obra, en la cual presumía haber descubierto el verdadero fondo de la Biblia.

La doctrina de este célebre tratado, en cuanto panteística, se opone a la concepción cristiana en su sentido histórico. El Hijo de Dios es Dios por ser la forma divina. El Logos era la representación o razón ideal de Cristo que estaba en la mente de Dios. El Logos, como palabra, se manifestó en la creación y en todo el Antiguo Testamento; como persona, se manifestó en Cristo. Siendo, pues, el Verbo el arquetipo, contiene realmente todas las formas de los cuerpos, y como Cristo es la Idea, contemplando a Cristo, vemos a Dios. La luz divina, en cuya comparación todo es materia crasa y penetrable, inunda por entero lo creado. La esencia de Dios lo llena todo, es universal y omniforme, manifestándose ya a modo pleno, lo cual sólo se verifica en Jesucristo, ya a modo parcial, es decir, a modo corporal, a modo espiritual o en cada cosa según sus propias ideas específicas e individuales. La derivación panteísta está claramente expresada (Deus est omnium rerum forma et anima et spiritus) y se nota marcadamente el influjo de los filósofos neoplatónicos, de los cuales aduce textos en apoyo de su doctrina. Dios, unidad simplicísima de la que irradian los principios activos de la realidad y el conocimiento, tenía en sí ab aeterno todas las representaciones, reluciendo en el Verbo. [211]

«Todos los seres son consubstanciales con Dios, pero por intermedio de las ideas, o sea del Cristo», puente entre la eternidad, la inmovilidad, lo absoluto, el cielo y la temporalidad, el movimiento, la relatividad, la tierra.

En el mundo no hay realidad, todo es sombra, mera apariencia, formas accidentales que se funden en Dios. En Dios todo es uno y todos los seres son modos o subordinaciones de Dios. Así como el Verbo es la manifestación divina, el Espíritu Santo es la comunicación, el modo divino acomodado a las criaturas.

Tal es la esencia del panteísmo místico del médico español, en realidad más próximo a Proclo que al gran Plotino en cuanto considera la unidad divina como esencia capaz de adoptar todas las formas. En consecuencia, rechaza todo género de culto, viendo en la adoración externa una profanación de estirpe gentílica. Los sacramentos quedan reducidos al Bautismo, por el cual se nos comunica el sacerdocio, y a la Cena, que ha de ser efectiva de pan fermentado y vino, pudiendo añadirse moderadamente otros manjares.

Denunciado en Francia por su heterodoxia y reducido a prisión, logró fugarse. Después de vagar algunos meses por el Delfinado y otras tierras, ignorando los caminos y no atreviéndose a preguntar a nadie, llegó, con intención de embarcarse para Zurich, a Ginebra, la Roma protestante, donde el genial Calvino, con su luenga barba y su estilo de fuego, ejercía abrumante dictadura.

Era Domingo y tuvo nuestro perseguido la audacia de concurrir al templo en que predicaba Calvino. Cara pagó su imprudencia, porque Calvino lo reconoció entre el público y el mismo día lo mandó prender.

Formulada la acusación por Nicolás de la Fontaine, cocinero de Calvino, se entabló disputa entre este último y el procesado. Menéndez y Pelayo resume felizmente la controversia. «Se le mostraron dos cartas de Ecolampadio y dos pasajes de los Lugares Comunes de Melanchton, como prueba de que su herejía había sido condenada en [212] Alemania, a lo cual respondió Servet que la desaprobación de esos dos teólogos no implicaba una condenación pública y oficial. Se le objetó lo de la fertilidad de la Palestina en un escolio del Tolomeo, y contestó que no hablaba de los tiempos de Moisés, sino del estado actual, y aun pudo añadir que este escolio estaba copiado a la letra del de Pirckeimer, que a nadie había escandalizado en Alemania. También fueron capítulo de acusación las notas a la Biblia de Santos Pagnino, especialmente a los capítulos VII, IX y LIII de Isaías, cuyas profecías interpreta en sentido literal y refiriéndolas a Ciro y no a Cristo. «Lo principal (dijo Servet) debe entenderse de Cristo; pero en cuanto a la historia y a la letra, se ha de entender de Ciro.» Pero Calvino insistía y esta vez con plena razón. ¿Cómo han de entender de Ciro estas palabras: Vere languores nostros ipse iulit dolores nostros ipse portavit, afflictus est propter peccata nostra? De aquí se pasó a la cuestión de la Trinidad. Servet dijo que no admitía distinción real, sino formal, dispensaciones, modos y no personas, en la esencia divina, y porfiaba en sostener que tal había sido la opinión de San Ignacio, San Policarpo y demás Padres apostólicos. Calvino le argüyó sobre su panteísmo: «¿Crees, infeliz, que la tierra que pisas es Dios?» Y él respondió: «No tengo duda de que este banco, esa mesa y todo lo que nos rodea, es de la esencia de Dios». «Entonces (dijo Calvino) también lo será el diablo.» «¿Y lo dudas? (prosiguió impertérrito Servet); por mi parte, creo que todo lo que existe es partícula y manifestación substancial de Dios».

No es óbice que tales contestaciones, referidas por Calvino, no consten en el proceso para afirmar su exactitud, estando conformes en la doctrina con las ideas de Servet y siendo muy propia de éste la entereza de la ratificación.

La moderación de Servet le atraía continuamente las simpatías de los ginebrinos y aun del Tribunal. Decidió éste que Calvino y otros teólogos visitasen al procesado y procurasen convencerle. La inutilidad de este empeño [213] movió el ánimo de los jueces a dirigir consulta a las iglesias evangélicas y a los Consejos de los Cantones protestantes, mas en tanto Calvino escribía una Brevis refutatio errorum et impietatum Michaelis Serveti y el proceso se dilataba con detrimento de la salud de Servet, el cual escribía a los jueces en 15 de Septiembre de 1553: «Humildemente os suplico que abreviéis estas dilaciones y me declaréis exento de culpa. Calvino se ha propuesto, sin duda, hacer que me consuma en la prisión. Las pulgas me comen vivo, mis calzas están desgarradas, y no tengo camisa que mudarme. Os presenté una demanda conforme a la ley de Dios, y Calvino os responde con las leyes del emperador Justiniano alegando contra mí lo que él mismo no cree. Cinco semanas hace que me tiene aquí encerrado; todavía no me ha citado ningún texto de la Escritura que lo autorice. Os había yo pedido un procurador o abogado, porque soy extranjero, ignorante de las costumbres del país, y no puedo defender yo mismo mi causa. Y, sin embargo, a él le habéis dado procurador y a mí no... Os requiero que mi causa sea llevada al tribunal de los Doscientos, y si puedo apelar a él, desde luego apelo y protesto de todo, pidiendo la pena del Talión contra mi primer acusador y contra Calvino, su amo, que ha tomado la causa por su cuenta».

En 19 de Octubre llegaron las contestaciones de las iglesias, todas hostiles a Servet; tardó el Tribunal tres días en discutirlas y el 25 del mismo mes se sentenció al procesado al suplicio de la hoguera. Pasado el primer estupor que la noticia produjo, Servet llamó a Calvino y le pidió perdón de aquello en que personalmente le hubiera ofendido. Poco después se le leyó la sentencia. Servet pidió que sustituyeran el fuego por el hacha y un ministro aprovechó la ocasión para decirle: «Confiesa tu crimen y Dios se apiadará de tus errores». Irguióse Servet y replicó con entereza: «Nada he cometido que merezca la muerte. Dios nos perdone a mí y a mis enemigos.» Cayendo después de rodillas, sin mirar a los que le rodeaban, alzó los ojos clamando: «¡Jesús, hijo de Dios, salva mi alma, ten piedad de [214] mí!» Llegado el instante de la ejecución, se le condujo al montículo de Champel, donde debía sufrir la cremación. La leña, que era verde y se hallaba humedecida por el rocío matinal, ardía con lentitud. Dos horas duró el horrible suplicio. Algunos espectadores conmovidos trajeron leña seca para abreviarlo y poco después sólo quedaban cenizas del gran pensador que había descubierto la pequeña circulación de la sangre. Yo he visitado con profunda emoción el apartado lugar, al borde del camino de Beau-Séjour, donde una inscripción en sencillísimo munumento expiatorio, recuerda la tragedia, uno de los mayores crímenes de la intolerancia religiosa.

Viniendo ya a la península Ibérica, conviene saber que en ella no se tenía idea clara del alcance de la Reforma. Acaso la primera noticia la daría un Breve expedido por el Papa en 21 de Marzo de 1521 previniendo a los gobernadores, por ausencia del emperador, contra la introducción de las obras de Lutero. Desde entonces se ejerció la mayor vigilancia sobre el comercio de libros; en 1523 el Cardenal Adriano mandó que en las fronteras se redoblase el celo; en 1524 se quemaron en San Sebastián dos grandes barriles de libros, procedentes de un buque fletado en los Países Bajos para Valencia, el cual fue apresado por los franceses, recobrado por los españoles y registrado por las autoridades de nuestro país para inventariar su carga; en fin, otra expedición de libros, enviada en buques de la Señoría veneciana, fue sorprendida en el reino de Granada.

Más de 20.000 herejes habían perecido en las llamas, antes de que se iniciase en España el movimiento reformista. En una de las dos inscripciones colocadas sobre las puertas del Castillo de Triana, se leía lo que sigue, tal cual nos lo transmite Ortiz de Zúñiga:

Anno Domini MCDLXXXI
Sixto IV Pont. Max.

Fernando V & Elisabeth Hispaniarum, & utriusque iciliae Regibus Catholicis, sacrum Inquisitionis Officium [215] contra Haereticos Iudaiçantes ad fidei exaltationem, hoc exordium sumpsit. Vbi post Iudaeorum, & Sarracenorum expulsionem. Ad annum usque M. D. XXIV. Divo Carolo Romanorum Imp, ex materna haereditate eorumdem Regum Catholicorum sucessore, tune Regnanti, ab Reverendissimo Domino Alphonso Manrrico, Archiepiscopo Hispalensi, Fidei Officio Praefecto XX. M. haereticorum, & ultra nefandum haereseos crimen abiurarunt, necnon omnium fere M. in suis haeresibus obstinatorum postea iure praevio, ignibus tradita sunt & combusta.

Los dos focos de mayor intensidad que encendió el luteranismo en España, radicaron en Valladolid y en Sevilla, más grave el segundo por la superior importancia de la población y el heroísmo de los conversos. Uno de los primeros propagadores de la reforma en Castilla fue un canónigo llamado Agustín de Cazalla, el cual aprendió la nueva doctrina en los viajes que, siguiendo al emperador, realizó por Alemania y por Flandes, aunque otros autores creen que recibió la sugestión de D. Carlos de Seso, pues Cazalla era hombre débil, pedante, como todos los doctores universitarios de su tiempo, y quizá se deslumhró con la ilusión de ser el Lutero español.

Don Carlos de Seso, pundonoroso militar, casado con una descendiente de Don Pedro I, oyó predicar en Italia la doctrina de la justificación. Convencido por las razones que escuchó, se afilió secretamente a la Reforma y, vuelto a España, comenzó a propagar sus ideas, siendo su primer catecúmeno el P. Pedro de Cazalla, hermano de Agustín.

Aceptaron las ideas luteranas la madre y hermanas de Cazalla; la beata Francisca de Zúñiga; la familia de los Rojas; la hermosa Doña Ana Enríquez, hija de los marqueses de Alcañices, y las monjas del monasterio de Belén, en Valladolid. Reuníanse los protestantes de esta ciudad en casa de la madre de Cazalla, Doña Leonor de Vivero y, en verdad, parece inexplicable que allí admitiesen católicos, según se desprende de la declaración de uno de los [216] concurrentes, Francisco de Coca, el cual confirma la asistencia de varias personas que no comulgaban en las ideas de los congregados y hasta les reprendían su conducta. Es difícil compaginar esta circunstancia con el misterio indispensable, dado lo mucho que exponían si llegaban a ser descubiertos por la Inquisición.

Y lo fueron. La esposa de uno de los congregados, inquieta por no saber lo que hacía su marido, acechó sus pasos y, convencida de que en aquella reunión se trataba de algo contrario a su religión, participó el caso a su confesor. Negóse este sacerdote a intervenir en el asunto; mas la mujer, reflejo en su ignorante fanatismo del espíritu castellano de entonces, prefirió perder a su esposo y dio cuenta de todo a la Inquisición. Ignoro por qué el señor Usoz juzga inverosímil un hecho relatado en los anales de la ciudad y confirmado por una relación manuscrita, auténtica y contemporánea de los acontecimientos.

El Inquisidor general, Valdés, deseoso de poseer pruebas, púsose al habla con varios catecúmenos, los cuales, por indicación del prelado, rogaron a sus «ensoñadores» que les diesen instrucciones escritas para mejor estudiarlas. Estos escritos en poder del Inquisidor, preparábase la captura de todo el grupo disidente, cuando el Obispo de Zamora prendió al propagandista Cristóbal de Padilla, delatado por algunos vecinos como hereje.

Fue tan público el suceso, que los protestantes de Valladolid se pusieron sobre aviso, salvándose los más previsores por medio de la fuga y cayendo los demás en poder de la Inquisición. No escaparon mejor los fugitivos, pues se mandó tomar los puertos, y todos, sin más excepción que Juan Sánchez, el antiguo criado de Pedro de Cazalla, se vieron sorprendidos y llevados entre arcabuceros a Valladolid. Era tan adicto el centro de España a su ortodoxia y tan enemigo de reforma, que la muchedumbre insultaba a los presos durante el camino, pidiendo para ellos la hoguera, y hubo necesidad de introducirlos de noche en Valladolid, a fin de que el pueblo no los matase a [217] pedradas. La caza de los disidentes logró completo éxito, pues hasta el único fugitivo que logró burlar la persecución, Juan Sánchez, fue preso en Flandes por el alcalde de corte Don Francisco Castilla y remitido a los inquisidores de Valladolid (1558).

Termináronse las actuaciones en breve espacio, no tan breve que el emperador tuviera el gusto de ver morir a los herejes, pues falleció en 21 de Septiembre de 1558 y el primer auto de fe no se celebró hasta el 21 de Mayo de 1559. En esta solemnidad fueron quemados siete herejes; Cazalla y otros once relajados abjuraron públicamente del protestantismo, consiguiendo así conmutar la hoguera por el garrote; catorce reos fueron condenados a penas de degradación, cárcel y sambenito perpetuo y otras menores, y se quemaron los huesos de Doña Leonor de Vivero, madre de Cazalla, fallecida años antes, mas se desenterraron sus huesos para este efecto, mandándose también arrasar las casas en que se habían celebrado reuniones heréticas.

El deseo de averiguar si se hallaba complicado en aquellos sucesos el Arzobispo de Toledo Fray Bartolomé Carranza, contra el cual habían depuesto Cazalla y otros procesados, que habían tenido confidencias con el Arzobispo, movió a la Inquisición a dilatar la sentencia de los demás protestantes, que no fueron ejecutados hasta el auto de fe de 8 de Octubre de 1539.

Por consecuencia de este segundo auto, fueron quemados vivos Don Carlos de Seso y Juan Sánchez; agarrotados otros diez reos, hombres y mujeres, entre ellos Pedro de Cazalla y Fray Domingo de Rojas; quemada en estatua Juana Sánchez, que se había suicidado en la prisión, y castigados con otras penas varios delincuentes.

Como se ve, los protestantes castellanos ofrecen escaso interés. No hubo entre ellos ningún teólogo eminente, ningún espíritu superior y ni siquiera brillaron por la entereza de su fe, pues la mayor parte abjuraron y murieron como cobardes. Hasta los que mostraron alguna serenidad [218] en el último trance, no la afectaron, sino por amor propio, después de perder la esperanza de salvarse, no sin haber antes agotado todos los recursos, incluso la retractación.

Vengamos ahora a la limpia atmósfera del Mediodía, donde una raza tachada de indolente trabajaba con entusiasmo en el suelo y en el taller, en el arte y en la ciencia, sirviendo de broche a la conjunción de dos mundos.

Para comprender bien el carácter de los reformistas sevillanos, conviene trazar rápidamente el cuadro del medio local en que se desarrollaron los sucesos.

Sevilla, después de haber sido la corte turdetana, la ciudad querida de César, desde el tiempo de los visigodos venía siendo la capital intelectual de España. San Isidoro la había erigido en cabeza de la ciencia cristiana, y de la tradición de su enseñanza se nutrieron la cultura visigótica, la mozárabe y la hispano-latina del tiempo de la reconquista.

En el siglo XVI era la capital más populosa del continente europeo. Su privilegiado suelo le brindaba la riqueza de sus productos; su industria, floreciente sobre toda ponderación, llegó a contar 16.000 telares de seda que prestaban trabajo a 130.000 obreros.

Disfrutaba el monopolio del comercio americano, y sus comerciantes dictaban leyes para las Indias. Tanta opulencia y grandeza tanta hicieron decir a la musa portuguesa:

Os dois extremos da terrestre esphera
Dependen de Sevilla e de Lisboa.

Satisfechas con amplitud sus necesidades materiales, nada estorbó la expansión de su vigorosa intelectualidad. Su escuela de pintura, con Murillo y con Velázquez al frente, no halló rivales en Europa. Martínez Montañés, el primer escultor del mundo, llenó sus templos de maravillas artísticas y la ciudad se ornó con magníficos edificios. Fue la primera población de la monarquía castellana que [219] tuvo imprenta, así como había sido la primera de España que tuvo reloj; allí se erigió la primera biblioteca importante, la Colombina; se creó un gabinete de plantas, animales y productos naturales de América; se instauró un museo botánico; se publicaron en número increíble tratados y disertaciones acerca de ciencias exactas y naturales, asi como de aplicaciones a la higiene, a la medicina, &c., y formaba contraste con la rutina de las universidades la actividad creadora de la gloriosa Casa de Contratación.

Correspondió a tal florecimiento de las ciencias matemáticas y físicas el cénit de las filosóficas y teológicas sublimadas por los pensadores de que hablaré en su oportuno lugar.

El mismo vuelo llevaba su escuela poética con el divino Herrera, rey sin rival de los poetas líricos españoles; Cetina y Arguyo, los mejores sonetistas de la península; Baltasar de Alcázar, modelo no igualado de gracia y de ingenio; Lope de Rueda, creador del teatro; Juan de la Cueva, que preparó el terreno a Lope de Vega e inició en España el drama histórico; Diego de Ojeda, el primero de los poetas épicos... y en los demás géneros literarios no dieron menor fama a la ciudad del Betis los grandes didácticos Pero y Luis de Mejía; Juan de Mal-lara, padre del folk-lorismo nacional; los grandes historiadores de América Bartolomé de las Casas, Francisco de Jerez y López de Gomara; los geniales novelistas como Mateo Alemán, y hasta el mismo Cervantes, que en Sevilla pasó su niñez y lo mejor de su vida, formando en aquella atmósfera la superioridad de su espíritu.

Al intenso anhelo de vida intelectual respondieron las Academias y doctas tertulias, a que asistió lo más selecto de la población y en cuyo seno se comunicaban mutuamente los hombres de saber, sin distinción de clases sociales. Entre los varios focos de cultura del siglo XVI en Sevilla brillaron sucesivamente las reuniones de Mal-lara y de Pacheco. La celebridad de la academia de Pacheco llamó allí a los mejores literatos de España. Espinel, [220] Góngora, Vélez de Guevara, Céspedes, Cervantes. Lope de Vega, Alarcón, todos pagaron su tributo a la hegemonía literaria hispalense. Y aún se añadieron en esta centuria otros dos núcleos, docentes, cuyas rivalidades perduraron hasta la oportuna clausura de los Colegios Mayores: el Colegio de Santa María de Jesús, cuna de la Universidad hispalense, y el de Santo Tomás, de indeleble recuerdo.

Necesarios eran tales antecedentes para comprender la importancia del movimiento religioso en esta región; porque donde se piensa, se estudia y se trabaja es más fácil el desenvolvimiento de todas las ideas, los fervores ortodoxos son más intensos, las disidencias más hondas y el espíritu se adhiere con mayor fe a lo uno o a lo otro.

Buen ejemplo dio el noble caballero Don Rodrigo de Valer, nacido en el cercano pueblo de Lebrija, y residente en la capital de la provincia, donde disfrutaba sin tasa los mil placeres que podían proporcionarle su riqueza y su alcurnia. Leyó un día por casualidad algunos pasajes de la Biblia y quedó tan profundamente emocionado, que desde aquel momento dio de lado a la caza, a los deportes, a los lujosos trenes y fogosos caballos, consagrándose a leer y a meditar la Biblia, llegando casi a aprenderla de memoria y a convencerse de que una reforma era indispensable en la iglesia cristiana. Sus ideas acerca de la justificación y del concepto de la iglesia misma coincidían con las de los protestantes, cuyas obras desconocía. Tanto se penetró de la verdad de su pensamiento, que comenzó a predicar por calles, plazas y mercados, no rehuyendo las ocasiones de disputar con teólogos. Al fin la Inquisición tomó mano en el asunto, mas tuvo la suerte de que el Santo Oficio le considerara loco y lo pusiera en libertad, aunque confiscándole gran parte de su cuantiosa fortuna.

No escarmentó Valer, prosiguió sus expuestas predicaciones; no obstante que el Santo Oficio de Sevilla era muy de temer, pues su celo por la pureza de la religión animaba su brazo para extirpar hasta la sospecha de la herejía. [221]

En 1545 fue nuevamente encarcelado Valer y obligado a retractarse. Se le condenó a sambenito y cárcel perpetua con obligación de oír todos los domingos una misa y un sermón. Refiere un historiador que la retractación se verificó privadamente entre los dos coros de la iglesia mayor; pero dudo de que la afirmación sea exacta, porque Valer siempre continuó pensando lo mismo, sin miedo a perder la vida, pues hasta cuando le llevaban al sermón, solía interrumpir al predicador contradiciendo su doctrina. Por evitar tamaño escándalo, se le condujo a Sanlúcar, donde terminó sus días a los cincuenta años de edad. Cuéntase que después de su fallecimiento apareció su camisón, colgado a guisa de bandera en la catedral con la siguiente incripción: «Rodrigo de Valer, ciudadano de Lebrija y Sevilla, apóstata, falso apóstol, quien pretendió ser enviado de Dios.»

La semilla esparcida por Rodrigo de Valer no había sido estéril. Oyó aquellas predicaciones un canónigo llamado don Juan Gil, conocido por el Dr. Aegidius, que desempeñaba la magistralía del cabildo catedral. Convencido por las razones de Valer, solicitó su amistad y se dedicó en unión suya al estudio de las cuestiones teológicas. Separados por la prisión de Valer, halló Gil un nuevo confidente en el Dr. Constantino Ponce, el cual facilitó a Egidio libros protestantes, y uno y otro comenzaron a predicar embozadamente el luteranismo, deslizando en sus sermones las nuevas doctrinas con el mayor disimulo posible; si bien Egidio, menos cauteloso, comenzó a inspirar sospechas. Sus enemigos, excitada su envidia porque Carlos V quiso hacer justicia a su talento e instrucción, proponiéndolo para Obispo de Tortosa, lo denunciaron ante el Santo Oficio, alegando ciertas proposiciones heréticas sacadas de sus sermones y la obstinada defensa que de su amigo Valer había hecho con extraordinario valor.

Por consecuencia de la delación, cayó preso y, estando en la cárcel, escribió un tratado acerca de la justificación [222] impregnado del espíritu luterano. Constantino entretanto viajaba por los Países Bajos unido al séquito del emperador. El termino del proceso fue condenar a Egidio a pública retractación; a un año de cárcel en el castillo de Triana; a ayunar todos los viernes; a confesión mensual; a no poder salir de España; a prohibición de decir misa durante un año y de confesar, predicar y tomar parte en actos públicos por espacio de diez. El cabildo catedral votó una pensión de 600 ducados anuales a favor de Egidio durante el tiempo que estuviese preso (1552).

¿Se retractó realmente Egidio? Los católicos sostienen que sí, González de Montes defiende que no y refiere los hechos del siguiente modo: Fray Domingo Soto persuadió a Egidio de que escribiera una profesión de fe para leerla en la catedral. Cuando llegó el momento, Egidio y Fray Domingo Soto se instalaron cada uno en un púlpito. Fray Domingo, al terminar el sermón, sacó un papel que dijo ser la profesión de fe del Dr. Egidio; pero que no fue tal cosa, sino una solemne y completa retractación, preguntando después a gritos a Egidio si estaba conforme. El procesado, que no había oído lo que Fray Domingo leía, por causa de la distancia que mediaba entre ambos púlpitos, no sospechando la superchería, contestó afirmativamente.

Sea lo que fuere, Egidio siguió tan luterano como antes y sosteniendo relaciones con los correligionarios de Valladolid. A la vuelta de un viaje a la dicha ciudad le sorprendió la muerte (1556), mas si libró su vida de las llamas, no así sus restos, como veremos más adelante. Los escritos de Egidio comentando lugares bíblicos, se han perdido para la posteridad.

Al conocer la prisión de Egidio, el Dr. Juan Pérez de Pineda, rector del colegio de la Doctrina de Sevilla y cuya verdadera patria se ignora, pues no se ha probado que naciera en Montilla, huyó a Ginebra, donde publicó sus versiones del Nuevo Testamento y de los Salmos, más los Comentarios a San Pablo, de Valdés, poniendo la data en [223] Venecia. De los Salmos puede decirse que no hay versión en prosa española que aventaje a la del doctor andaluz.

La obra que circuló con el titulo de Breve Tratado de la doctrina Antigua de Dios y de la nueva de los hombres, no es seguro que pertenezca el Dr. Pérez. El ejemplar está Falto de portada y únicamente por conjeturas se ha supuesto el autor, mas es seguro que fueron escritas por Pérez las Amonestaciones que van una al fin de cada capítulo. Escribió también un Breve Sumario de Indulgencias precedido de una interesante carta de Casiodoro de Reina.

Dio más tarde a la estampa opúsculos religiosos y la Epístola Consolatoria, dedicada a sus correligionarios perseguidos, obra notable por la sinceridad de los sentimientos y ecuanimidad reflejada en lo sereno de su estilo.

Después de predicar en Ginebra y en Blois, entró en el castillo de Montargis en calidad de capellán de la princesa Renata de Ferrara, ardiente calvinista, y falleció de avanzada edad en París, dejando su fortuna entera para la impresión de una Biblia española.

Casi coincidiendo con la muerte de Egidio, volvió Constantino Ponce a Sevilla y fue elegido por el cabildo para desempeñar la magistralía que Egidio había dejado vacante. En posesión de su cargo, no obstante los obstáculos puestos por el provisor Ovando, que, escarmentado con el caso de Egidio, tenía barruntos, ya que no convicción, de la heterodoxia del candidato, dedicóse Constantino de nuevo a la predicación solapada de las doctrinas protestantes, comenzando su pugna con los jesuítas recientemente establecidos en la capital. Dado el escaso conocimiento de la doctrina reformista que tenían los españoles, no era difícil el disimulo con que el magistral predicaba.

No faltó, sin embargo, quien le acusara ante la Inquisición, y, aunque nada se pudo probar por entonces, asustado Constantino, trató de ponerse a salvo solicitando entrar en la Compañía de Jesús. Los padres de la Compañía le negaron la entrada y Constantino tembló, [224] presintiendo la próxima ruina. El azar la precipitó más de lo que que él esperaba. Temiendo que registrasen su casa, había ocultado sus libros y papeles en casa de una viuda llamada Isabel Martínez, afiliada a las congregaciones secretas que los discípulos de Valer y de Egidío iban estableciendo con ferviente entusiasmo.

Encarcelada la viuda en la Inquisición, se decretó el embargo de sus bienes, y un alguacil se presentó en la casa para hacerlo efectivo, mas el hijo de la viuda, creyendo que no buscaban las alhajas de su madre, sino los libros de Constantino, se atemorizó, derribó el tabique que los escondía, y así todos los trabajos inéditos del magistral cayeron en poder de la Inquisición. Convicto y confeso, fue encerrado Constantino en el Castillo de Triana, en cuyos calabozos murió a los dos años de encierro. Sus huesos sufrieron la cremación algún tiempo después.

Cerraremos la noticia de este heterodoxo reseñando sus obras. La más antigua de su pluma es la Summa de la doctrina christiana, impresa en Sevilla en 1545, si bien el señor Usoz cree que existe otra edición de 1540. Supone una conversación entre tres interlocutores, exponiendo la doctrina con tal ambigüedad, que nada sospechoso alarmó a la censura.

Más adelante compendió este libro en otro que tituló Cathecismo cristiano, destinado a los niños e impreso en Amberes en 1556. En la misma ciudad había impreso un Tratado de Doctrina christiana (1554) que o no concluyó o no ha llegado completo hasta nosotros.

Entretanto los discípulos de Valer y Egidio proseguían incesante propaganda. Muchas señoras, personales de la nobleza, sacerdotes, frailes y hasta un monasterio en masa, el famoso de San Isidro del Campo, entraron por la vía de la Reforma. Así se formó una sociedad o iglesia secreta que vivió doce años hasta caer en las garras de la Inquisición. ¿Cómo se consumó este acontecimiento? Menéndez y Pelayo refiere la siguiente anécdota: «Y aconteció que un día al salir de un sermón de Constantino, el [225] magnífico caballero Pedro Megía... dijo en alta voz y de suerte que todos lo oyeron: «Vive Dios que no es esta doctrina buena ni es esto lo que nos enseñaron nuestros padres.» Causó extrañeza esta frase e hizo reparar a muchos por ser de persona tan respetada en Sevilla, a quien comúnmente llamaban «el filósofo» (Het. II, p. 435). No señala D. Marcelino la fecha de este supuesto suceso. Antes parece referirse a 1557 al aludir a la dispensa de horas canónicas a Constantino. Ahora concreta algo escribiendo: «Y como por el mismo tiempo hubiera venido a Sevilla San Francisco de Borja...», viaje que debe de coincidir con la fecha anterior, pues los jesuítas no se establecieron en Sevilla hasta 1554, ocasión en que llegaron únicamente dos padres, ni comenzaron hasta 1556 la edificación de su Colegio en la collación del Salvador, pero en la fecha citada hacía ya cuatro años que D. Pero de Mejía había descendido al sepulcro, según reza el epitafio. La cronología destruye la anécdota.

Antes de 1557, nadie, a excepción del suspicaz provisor, había sospechado de la pureza de la doctrina predicada por Constantino y sólo en el dicho año empezaron los dominicos a estudiar los sermones del magistral y se le delató a la Inquisición.

La existencia de la Iglesia secreta fue denunciada por una mujer a quien, por error del encargado de repartir libros, entregaron un ejemplar de la Imagen del Anticristo. La conducción de libros a Sevilla corría a cargo de un mozo llamado Julián Hernández y vulgarmente Julianillo, arriero de oficio, el cual trasportaba en toneles desde Ginebra ejemplares del Nuevo Testamento y escritos de propaganda. La mujer en cuyas manos había caído la Imagen del Anticristo, al ver en la portada la figura del Papa arrodillado a los pies del demonio, sospechó que el contenido del libro no debía de ser ortodoxo, y lo entregó a la Inquisición, refiriendo cómo había venido a su poder. Huyó Julianillo, pero fue alcanzado en Adamuz (Córdoba) y traído a la cárcel de Sevilla. [226]

Grande fue el asombro de los inquisidores al conocer el gran número de prosélitos que el luteranismo había reclutado en la capital. Era uno de ellos D. Juan Ponce de León, hilo del Conde de Bailén, tan entusiasta por sus ideas, que visitaba a menudo los quemaderos de la Inquisición para ir perdiendo el miedo a los horribles suplicios que le esperaban. Era otro D. Cristóbal de Losada, uno de los más afortunados médicos de su tiempo, el cual quedó como Pastor de la grey a la muerte de Egidio. Figuraban también entre ellos Fernando de S. Juan, rector del Colegio de la Doctrina, y el famoso predicador D. Juan González. Entre los monjes de San Isidro había hombres tan insignes como Cipriano de Valera; Antonio del Corro; García Arias, llamado el Maestro Blanco; Arellano y el historiador conocido por el pseudónimo de Reinaldo González de Montes. Pertenecían a la congregación damas tan insignes como Doña María Bohórquez, docta en humanidades, y hasta algunas monjas.

Descubierto por la Inquisición el lugar de las reuniones, que era la casa de Doña Isabel de Baena, no fue difícil dar con los demás asociados, elevándose a unas 800 personas el número de los procesados. Los monjes de San Isidro trataron de huir; mas no todos consiguieron salvarse, y alguno de ellos, Fray Juan de León, cayó preso en un puerto de Zelanda. Comenzaron los procesos por Fray Gregorio Ruiz, acusado de predicar la doctrina de la fe y las obras en sentido luterano. Llenáronse los calabozos de procesados, y aunque se hicieron algunas tentativas de evasión, no pudo escaparse más que Francisco de Zafra beneficiado de la parroquia de San Vicente. Todos los reos se mostraron serenos y firmes en sus convicciones hasta última hora.

A Ponce y a González se les obligó, o se consiguió quizá por medio de ruegos, a que firmaran una retractación; pero al día siguiente se ratificaron en su fe protestante. De ninguno se pudo lograr que confesara ni que denunciase a sus compañeros. [227]

Rápidamente despachado el proceso, se señaló para celebrar el auto de fe el día 24 de Septiembre de 1559. En esta ceremonia fueron quemadas las siguientes personas:

Garci Arias, prior de San Isidro del Campo, hombre de claro talento y sólida instrucción, el cual aceptó la muerte con gran serenidad, ratificándose en las ideas protestantes e increpando a sus jueces.

Fray Juan Crisóstomo, Fr. Casiodoro y Fr. Juan de León, jerónimos del mismo monasterio.

Doña Isabel de Baena, cuya casa se mandó arrasar por haber servido de capilla.

Don Juan González, el cual fue llevado con mordaza. Cuando se la quitaron recitó con firmeza el salmo 106.

Las dos hermanas de González, a las cuales se instó hasta última hora para que abjuraran. Ellas declararon que harían lo que les mandase su hermano, y como éste las animase a morir por su fe, se ofrecieron al suplicio.

Cristóbal de Losada, el médico.

Fernando de San Juan, el profesor, no menos valeroso en el terrible trance, y otros varios acusados de diferentes delitos.

Perecieron en el garrote:

Juan Ponce de León, Doña María Bohórquez, Doña María Coronel, Doña María de Virués y el P. Morcillo, hermano del gran filósofo Sebastián Fox. Fue sorprendente el ánimo que mostraron las señoras, especialmente Doña María Bohórquez, doncella de veintiún años.

Se quemó en estatua a Francisco de Zafra, que ya en 1555 había sido delatado por una beata, la cual envió a la Inquisición una lista de trescientos herejes.

En este auto salieron veintiuna personas por luteranos y cuarenta por sospechosos y culpables de otros delitos.

Continuó con no menos expedición el proceso de los restantes presos y acusados, verificándose en 22 de Diciembre de 1560 un solemne auto de fe. Los quemados en persona fueron:

Julianillo Hernández, conductor de libros heréticos. [228]
Fr. Juan Sastre, lego de San Isidro.
Nicolás Burton, comerciante inglés, y ocho señoras.
Doña Ana de Ribera, viuda de noble familia.
Doña Francisca Ruiz, casada; Doña María Gómez, viuda.
Doña Francisca Chaves, monja de Santa Isabel; Doña Leonor Núñez, esposa de un conocido médico y sus tres hijas.

Fueron penitenciados cinco monjes de San Isidro y tres señoras de la más alta nobleza.

Abjuraron de vehementi o de levi el jurado Virués, Bartolomé Fuentes y dos estudiantes contra ninguno de los cuales se probó el delito de herejía.

«Grandes cosas, escribe con el candor de aquellos días el cronista Ortiz de Zúñiga, se cuentan de este Auto, en que fueron cincuenta los quemados en él, e innumerables los comprehendidos, habiendo cundido el engaño con capa de reformación a muchos de lo no inferior. Lo cierto es que el remedio fue muy oportuno, y que si no fue tan grande el daño hecho, pudo ser mayor el que se rezeló.»

Dio otra nota tristísima en este auto la proclamación de la inocencia de Doña Juana Bohórquez. Acababa esta señora de dar a luz cuando se vio puesta en el tormento y, no pudiendo resistirlo, murió en sus torturas. Causó gran conmiseración en el público el inútil sacrificio y la tardía reparación de la infeliz señora.

Sigamos ahora las huellas de los fugitivos de Sevilla. Al abandonar la hermosa ciudad, patria de casi todos ellos, buscaron refugio en Alemania, desde donde enviaban a la península barriles de libros, y en 1563, algunos emigrados pasaron a residir a Inglaterra, donde fundaron una congregación subvencionada por la reina Isabel con 60 libras. Al frente de la pequeña iglesia española pusiéronse Francisco y Gaspar Zapata y Casiodoro de Reina, mas el culto duró poco tiempo. La reina, por no enemistarse más con Felipe II, retiró la dotación, Gaspar Zapata se convirtió y la congregación se deshizo poco a poco. [229]

Parece que en 1569 los emigrados españoles imprimieron en Inglaterra un Nuevo Testamento en lengua española y un Psalterio parafraseado.

Reseñadas las vicisitudes del Dr. Pérez de Pineda, pasemos a otro de los más notables emigrados, de Casiodoro de Reina, fraile sevillano, a quien ignoro con qué fundamento considera granadino el Sr. Menéndez y Pelayo. No existe prueba documental hasta hoy de cuál fuera el lugar de su nacimiento; pero hallo su nombre entre los Hijos ilustres de Sevilla del P. Valderrama y otros biógrafos, y esta misma es la opinión de Pellicer. Contra tales autoridades me parece de escaso valor el documento de Simancas que le llama morisco granadino y que probablemente se referirá a su oriundez. A esa afirmación gratuita puede oponerse el testimonio de Casiodoro mismo, pues en la universidad de Basilea se conserva una Biblia, regalada por Casiodoro con una dedicatoria latina escrita de su puño y letra que comienza diciendo: «Casiodoro, español, sevillano, alumno de esta ínclita Academia, &c.»

A su llegada a Inglaterra, se hizo cargo de predicar en la mencionada congregación española y poco después contrajo matrimonio. En 1564 asistió al coloquio de Poissy, volvió a Inglaterra, de donde, por una falsa acusación, tuvo que huir a Amberes. Allí fueron en pos de él los comisionados ingleses y, depurada la verdad, Casiodoro resultó inocente. Dedicóse entonces, muy falto de salud y de recursos pecuniarios, a imprimir la Biblia traducida por él, satisfaciendo los gastos con el dinero que dejó para ese fin el Dr. Pérez de Pineda y logrando al cabo dar cima a la impresión con mil apuros a fines del año 1569.

Doce años invirtió en la versión y pueden darse por bien empleados, pues las traducciones que poseemos en castellano son muy inferiores a la de Casiodoro, con ser esta la primera versión total de la Biblia al idioma español. Concluida la edición en Basilea, se trasladó Casiodoro a Francfort, donde residió algún tiempo e imprimió un libro [230] acerca del Evangelio de San Mateo (1573). En 1574 predicó a los martinistas de Amberes, enredándose en competencias con los calvinistas. Estos sacaron a relucir una profesión de fe en otro tiempo presentada por Casiodoro ante el Arzobispo de Cantorbery, en la cual hablaba de la Cena en términos calvinistas. De este documento se tiró una edición trilingüe y, si bien Casiodoro redactó una contestación sosteniendo que sus opiniones no contradecían la Concordia de Witenberg, los magistrados de Amberes no permitieron la impresión. En 1580 publicó un Catecismo, contra cuya exposición escribieron un sacerdote luterano y el teólogo Tomás Heshusio. Después de la controversia no hay más noticias de Casiodoro que una carta Fechada en 9 de Enero de 1582; pero viejo, enfermo y cansado, no es probable que viviera mucho más.

Muchos autores al tratar de otro sevillano fugitivo, de Reinaldo González Montano, se empeñan en que este nombre es seudónimo. No existen datos auténticos para afirmarlo ni para negarlo, pero no repugna aceptar que fuera un nombre verdadero. Este apreciable estilista publicó en Heidelberg el año 1558 un curioso libro titulado Sanctae Inquisitionis Hispanicae Artes aliquot detectae, ac palam traductae (Algunas artes de la Inquisición española descubiertas y puestas a luz). La relación de los tormentos con que el Santo Oficio atormentó a sus correligionarios está hecha con soltura y animación. Como obra literaria, es un libro estimable y entretenido, que tuvo entusiasta acogida y se tradujo inmediatamente a los principales idiomas europeos. La opinión de que el autor fue Casiodoro de Reina, no parece sostenible por ser de muy diferente latinidad.

Entre las notas biográficas que voy enlazando, pocas tan interesantes como la de Antonio del Corro. Dotado de amplio talento, no fue satélite fanatizado de la Reforma, fue un pensador y, si se quiere, mejor un libre-pensador que un reformado. Por eso defiende la libertad religiosa y vitupera los excesos de los protestantes. Nacido en Sevilla y [231] monje en el monasterio de San Isidro, fue de los primeros que escaparon en 1557. La lectura de las declaraciones de Egidio, que le facilitó un inquisidor, le dio a conocer las ideas protestantes, a las que discretamente se adhirió. Después de su fuga fue pastor en Aquitania en 1560, pasando luego a ejercer su ministerio en Teobon, desde donde escribía a Casiodoro Reina en 1563, consultándole dudas teológicas que mostraban su propensión al racionalismo místico. Esta carta fue interceptada por su colega Juan Cousin. Hallándose en Amberes, donde era predicador de una congregación francesa, publicó en francés el año 1567 una carta al Rey de España (Lettre envoiée à la Maiesté du Roy des Espaignes) en que propone la libertad religiosa como única solución para apaciguar las turbulencias en que ardían los Países Bajos. Con pena halló Corro la iglesia de Amberes dividida en enconados bandos, trató de mediar, pero como expuso su criterio favorable al calvinismo en la cuestión de la Cena, se vio envuelto en aquella profunda división. Cousin escribió al Consistorio de Amberes acusando de hereje a Corro e imprimió la interceptada epístola a Casiodoro en latín, en francés y en inglés, repartiéndola profusamente por todas partes. Por eso, cuando en 1569 pasó Corro a Londres halló tal prevención contra él, que se vio precisado a reclamar la protección del obispo. Diole éste un certificado de pureza de doctrina y obligó a Cousin a restituirle las cartas; pero el odio de este último era tan grande, que continuó desacreditando a Corro y, lo que es más grave, imprimió a nombre de su enemigo algunas cuestiones de Juan Brencio. Los adversarios de Corro triunfaron en toda la línea. Consiguieron que el obispo inglés le retirase la licencia de predicar, que se excluyera a su mujer de la Cena y que se le vejara para obtener una retractación a que se negó continuamente. Corro protestó, dio a luz varios folletos y llegó a decir que en la Iglesia reformada existía más tiranía que en la Inquisición española. Al cabo de dos años próximamente que duró la polémica, el nuevo obispo de Londres designó [232] árbitros que oyesen a ambas partes y absolvió a Corro.

Marchó entonces nuestro emigrado a Alemania, publicó las Actas del Consistorio y tornó a Inglaterra, donde predicó de nuevo y dio a luz unas lecciones dialogadas entre San Pablo y un romano sobre la doctrina de la justificación. El éxito de este trabajo le valió una cátedra en Oxford (1573). Imprimió también en el mismo año una traducción latina del Eclesiastés con paráfrasis y notas, obra muy notable por la seriedad del fondo y por lo elegante de la latinidad. Poco más se conoce de la biografía de este personaje. Por una carta fechada en 1583 se sabe que en esa fecha continuaba en Oxford y en 1590 publicó en Londres The spanish Grammar, with certains rules, teaching both the spanish and french tongues, que parece ser la más antigua entre las obras de esta índole. La fecha y el lugar de su muerte son todavía desconocidos.

Filólogo y teólogo, hombre de talento y de erudición, como los anteriores, Cipriano de Valera fue probablemente el más joven de ellos, pues nació en Sevilla hacia 1532. Al abandonar su monasterio de San Isidro, se dirigió a Londres, donde contrajo matrimonio y publicó su primer libro. Es un trabajo de propaganda protestante intitulado Dos tratados, y, en efecto, comprende un tratado del Papa y otro de la Misa. La primera edición (1588) salió anónima; la segunda (1599) lleva al pie de la epístola Al christiano lector, las iniciales C. de V. y hasta las ediciones modernas no ha ostentado el nombre entero de su verdadero autor. Siguió a este opúsculo el Tratado para confirmar los pobres cautivos de Berbería, en la católica i antigua fe i religión christiana (1594). Por el título se comprende el contenido de este libro, trabajado con fervor y escrito con singular elegancia. En 1597 lanzó al público una traducción española de las Instituciones de Calvino y dos años después otra de El Cathólico reformado de Perquino, tomando por seudónimo el nombre de Guillermo Massan.

Con motivo del Jubileo de 1600 dio a la estampa un folleto combatiendo las indulgencias, que se tituló Aviso a [233] los de la Iglesia Romana. En 1596 había publicado en Londres el nuevo Testamento y en 1602 imprimió su famosa Biblia. Tan importante trabajo es una corrección del de Casiodoro Reina, depurando el texto de añadiduras, puliendo el lenguaje y agregando un curioso prólogo, rico en noticias de traductores bíblicos.

Imprimióse la primera edición en Amsterdam y hanse hecho después multitud de reimpresiones, mas para los que traten de emitir juicio literario acerca de este libro, conviene advertir que en las nuevas ediciones se ha alterado el puro lenguaje de Valera.

La vida de tan insigne escritor, a quien llama un autor tan ortodoxo como González de Salas «doctísimo hebraizante», y designaban sus contemporáneos por el hereje español, se prolongó durante un cuarto del siglo XVII.

Así terminó en España la tragedia protestante arrancando de raíz la herejía por el hierro y el fuego. Desde entonces no reapareció hasta la revolución de 1868; mas, septentrional por su índole, refractaria a la complexión latina, arrastra una vida lánguida en España, como raudal impotente para abrirse hondo cauce en la hostil sequedad del terreno.


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Mario Méndez Bejarano
Historia de la filosofía en España
Madrid [1927], páginas 200-233