Diccionario apologético de la fe católica
Sociedad Editorial de San Francisco de Sales, Madrid 1890
tomo 2
columnas 2125-2177

Materialismo

I Qué es el materialismo. Su historia.
II Exposición del materialismo, y argumentos que a su favor se aducen.
Teorías generales.
Teoría materialista del mundo inorgánico.
Teoría materialista del mundo orgánico.
Explicación materialista del pensamiento.
Teorías materialistas respecto a Dios, el alma, el libre arbitrio, la moral, las artes y las relaciones sociales.
III Refutación del Materialismo.
Refutación de las teorías generales del materialismo.
Refutación de la teoría materialista del mundo inorgánico.
Refutación de la teoría materialista del mundo orgánico.
Refutación de la explicación materialista del pensamiento.
Refutación de las teorías materialistas acerca de Dios, el alma, el libre arbitrio, la Moral, las artes, las relaciones sociales. Consecuencias de dichas teorías.

I. Qué es el materialismo. Su historia

El materialismo es un sistema que reduce toda la realidad a la materia. Podemos dividir a los materialistas en dos clases. Los unos consideran la materia formada de partes sin más propiedades que la extensión, y pretenden explicar todos los fenómenos del universo por las diferentes relaciones que produce entre esas partes el movimiento de que se hallan animadas. Tal fue en la antigüedad el materialismo de Leucipo y Demócrito. «He aquí, dice Mr. Brin (Historia de la Filosofía, t. 1, pág. 83), el compendio de su sistema: dos principios son necesarios para explicar los fenómenos del universo y dar razón de toda existencia: el vacío y los átomos. El vacío es infinito en extensión; los átomos infinitos en número. Son eternos, dotados de solidez, imperceptibles, a los sentidos, todos de la misma especie, pero con figuras o formas diferentes. El movimiento (sea tal o cual, que poco importa, su principio) es eterno. El movimiento eterno de los átomos en el vacío infinito explica el origen del universo sin la intervención de una causa inteligente. Los cuerpos se forman por la reunión y la combinación de los átomos. El alma misma es un agregado de pequeños átomos redondos y sutiles que penetran en el cuerpo y le comunican la vida y el movimiento. Sometida a todas las vicisitudes de los cuerpos, es perecedera como ellos. El pensamiento se forma de ciertas emanaciones o imágenes que se escapan de los cuerpos, se deslizan con el auxilio de los sentidos hasta el alma, y le hacen conocer los objetos exteriores, sus formas y propiedades.

»Nuestras relaciones son ciertos fantasmas que vagan en la superficie de la tierra y nos aparecen durante el sueño; los acontecimientos extraordinarios, el rayo, los eclipses, bastan para hacer nacer en nosotros la idea de la Divinidad [2126] y para explicar la existencia del sentimiento religioso. La moral que se deriva de semejantes teorías fácilmente se comprende: es una forma de la moral del placer.» Este sistema no atribuye a la materia ninguna propiedad, sino la forma y la extensión, pues que el movimiento de que está animada no le es esencial, y resulta de un choque que los átomos reciben y se comunican desde toda la eternidad.

Otra clase de materialistas suponen, al contrario, que la materia está naturalmente dotada de fuerza, y que la fuerza inherente a la materia explica todas sus propiedades y sus movimientos. Tal fue la doctrina de la mayor parte de los filósofos de la Escuela jónica. Epicuro va también con esta clase de materialistas; porque, bien que admitiendo en su conjunto la teoría de Leucipo y Demócrito, enseñó que los átomos están dotados de peso, y que pueden en su movimiento desviar ligeramente de la línea recta. Todos los materialistas pertenecen a una u otra de estas dos Escuelas. Por lo demás, si no se entienden entre sí acerca de las propiedades esenciales de la materia, están contestes todos en explicar el mundo, la vida y el pensamiento por el juego exclusivo de los elementos que suministra la materia inorgánica.

Hasta podemos decir que desde Demócrito y los filósofos jónicos para acá, nada se ha modificado en los rasgos generales de la teoría de los materialistas. Se han renovado las fórmulas acomodándolas a los descubrimientos de la Ciencia en las diversas épocas; se ha pretendido encontrar nuevas pruebas del sistema en dichos descubrimientos, sobre todo en los de nuestro siglo; pero el fondo no ha cambiado, y los argumentos han sido siempre los mismos.

Así que, «rigorosamente hablando, dice Mr. Caro (El Materialismo y la Ciencia, segunda edición, pág. 136), el materialismo no tiene historia, o por lo menos su historia es tan poco variada que se la puede exponer en pocas líneas. Bajo cualquiera forma que se nos presente, se le reconoce al punto en la absoluta sencillez de las soluciones que nos propone. El materialismo contemporáneo no ha cambiado el cuadro [2127] inmóvil de esa filosofía, antigua ya de veinte siglos. No ha salido de ese programa, y únicamente lo ha enriquecido con nociones científicas; lo ha transformado tan sólo en la apariencia, transportando a él los datos nuevos, las apreciaciones, las infinitas hipótesis que nacen de cada progreso de las ciencias físicas, químicas y fisiológicas. Demócrito reconocería sin dificultad su pensamiento si leyese el libro del Sr. Büchner; ni el lenguaje ha cambiado sino de una manera casi imperceptible.»

La historia del materialismo se reduce, pues, a indicar la influencia que ha ejercido en las diversas épocas y el nombre de sus más famosos corifeos.

Durante las épocas de fe, poca cabida encontró en los ámbitos de la cristiandad. En la segunda mitad del siglo XVIII ha tomado nuevo vigor, al paso que se debilitaban nuestras antiguas creencias cristianas. Además, el sensualismo de Locke y de Condillac le preparaba el camino. En 1802 Cabanis resumía su Tratado del hombre en lo físico y en lo moral en la siguiente fórmula: «El pensamiento es una secreción del cerebro.» Veinticinco años después, en 1828, el fisiólogo Broussais intentaba explicar por la excitación y la irritación de los tejidos nerviosos los fenómenos de la vida sensitiva, intelectual y moral. El espiritualismo encontró brillantes defensores, y el materialismo perdió terreno; pero en nuestros días ha tomado nuevas fuerzas, y encontrado favor en la prensa y en las cátedras de los incrédulos. Debe atribuirse esta resurrección al menosprecio de la Metafísica y de la Filosofía, hecha excesivamente idealista, al mismo tiempo que a una confianza exclusiva en los datos de las ciencias experimentales. El odio a la Religión y el deseo de lisonjear a las masas inspiran también a menudo los artículos y las novelas en que se ostenta cínicamente esa desoladora doctrina.

Por lo demás, los fabricantes de teorías francamente materialistas no brillan por conceptos filosóficos originales. Vanagloríanse ante todo de ser hombres de ciencia experimental y reemplazar con la Fisiología toda especie de Filosofía, porque, en su sentir, la Filosofía sólo tiene por objeto entidades [2128] imaginarias. Los más conocidos entre ellos son Moleschott, Carlos Vogt y Büchner.

Moleschott expuso su doctrina en una colección de cartas dirigida al célebre Liebig, y publicadas en 1852 bajo el título de La circulación de la vida.

Toda su teoría viene a resolverse en estos dos asertos:

1º La materia y la fuerza están indisolublemente unidas.

2º Todos los fenómenos, aun aquellos que se llaman espirituales, tienen por única causa la circulación de la materia, que pasa incesantemente del estado de vida al estado de muerte, o del estado de muerte al de vida, subiendo y bajando la escala de los seres. «Así como el comercio es el alma de las relaciones entre los hombres, así también, escribe dicho autor (carta tercera), la circulación eterna de la materia es el alma del mundo.»

Carlos Vogt se ha señalado en el campo de los materialistas por varias obras. Citaremos los Cuadros de la vida animal, las Cartas fisiológicas, las Lecciones sobre el hombre, su lugar en la creación y en la historia de la tierra. Lo que principalmente le ha hecho célebre es el comentario brutal que ha puesto a las palabras de Cabanis: «el pensamiento es una secreción del cerebro.» Carlos Vogt pone de relieve el carácter materialista de semejante definición, y enseña a sus lectores que «el cerebro escreta el pensamiento como el hígado la bilis y los riñones la orina.»

Esta proposición, tan manifiestamente insostenible, ha sido refutada por Büchner; pero, combatiendo a Carlos Vogt en ese punto, Büchner se ha adherido al materialismo de Moleschott, que había dicho: «Sin fósforo no hay pensamiento... El pensamiento es un movimiento de la materia.»

Büchner critica, pues, la comparación de Vogt «porque la orina y la bilis son materias palpables, ponderables y visibles; son además materias deyecticias que el cuerpo ha usado y expele, mientras que el pensamiento no es una materia que el cerebro produce y arroja.» ¿Será, pues, independiente de la materia, como sostienen los espiritualistas? Büchner dice que «no, porque el [2129] pensamiento es la acción misma del cerebro. Si yo combato a Vogt, es únicamente porque la acción de la máquina de vapor no debe confundirse con el vapor expelido por la máquina.» Büchner condensa, pues, el pensamiento como una resultante de las fuerzas del cerebro; es, según él, un efecto de la electricidad nerviosa. Este autor ha escrito, bajo el título de Fuerza y materia, un opúsculo que ha popularizado las teorías del materialismo contemporáneo, y que viene a ser como el manual de dicha doctrina.

Moleschott, Büchner y la mayor parte de los materialistas de nuestros días afirman que la materia está siempre unida a la fuerza, porque ésta es una propiedad esencialisíma de la materia. Eduardo Lowenthal se separa de ellos para volver resueltamente al antiguo sistema atomístico de Demócrito. Tacha a Moleschott y a Büchner de materialistas eclécticos. Opina él que la fuerza no es una propiedad primordial de la materia, sino el resultado de la agregación de los átomos.

Al lado de los materialistas que cargan con todas las consecuencias de su sistema, hay escritores que pretenden no tener nada de común con ellos, aunque admiten parte de sus teorías. Tales son, por ejemplo, los positivistas. Declaran éstos que su sistema es concretarse a los hechos de experiencia, y no ocuparse en la cuestión de si existen o no substancias y causas; mas no por eso dejan de combatir el espiritualismo y se arriman casi siempre a las doctrinas de los materialistas. Tales son también todos los transformistas, que extienden hasta el alma del hombre la teoría de la evolución, y hasta son precisamente los trabajos de Darwin y su escuela los que más han contribuido a volver a poner el materialismo en alza entre la comparsa de los semidoctos.

El estudio y refutación de estos errores, que se dan la mano con el materialismo, serán objeto de artículos especiales. Aquí nos limitaremos al sistema de aquellos que aceptan francamente los principios del materialismo, y no retroceden ante ninguna de sus aplicaciones y sus consecuencias lógicas.

Dicho sistema ha sido condenado de nuevo por aquella definición del [2130] Concilio Vaticano: «Si alguno tuviese la impudencia de afirmar que nada existe fuera de la materia, sea excomulgado.» Si quis praeter materiam nihil esse affirmare non erubuerit, anathema sit. (Const. Dei Filius, cap. 2.)


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II. Exposición del materialismo, y argumentos que a su favor se aducen

El materialismo se halla por entero contenido en esta fórmula: Nada hay fuera de la materia, y, por consiguiente, los fenómenos que se producen en el universo son todos, sin excepción, modificaciones de la materia.

Para renovar este fondo de su doctrina los materialistas contemporáneos intentan aprovechar para su escuela todos los datos de la ciencia experimental, y proclaman que toda afirmación que no se apoya sobre esos datos es quimérica e ilusoria.

Mr. Caro resume en las siguientes palabras las diversas teorías de los mismos (El Materialismo y la Ciencia, segunda edición, pág. 116): «Una sola substancia en acto, es decir, en movimiento desde toda la eternidad; una sola fuerza diversificada a lo infinito, pero cuyas variadas manifestaciones pueden reducirse a la unidad, y son todas susceptibles de transformarse unas en otras; una sola ley múltiple en apariencia por lo numeroso y complejo de sus aplicaciones, y que en el fondo no es sino mecánica pura: he ahí el resumen de esa doctrina. El punto fundamental es el principio de la unidad absoluta de la naturaleza; la idea de que en la variedad de los fenómenos físicos, intelectuales y morales no hay transición brusca de un orden de fenómenos a otro cuya razón de ser contiene y cuyas condiciones determina el precedente. Cada término inferior explica y produce el superior. En la materia reside el principio del movimiento; en el movimiento está la razón de la vida; en la vida, la razón del pensamiento. De manera que, volviendo al primer término de la serie, se ve que el pensamiento y la vida no son sino formas del movimiento, el cual es la propiedad original inherente a la eterna materia. En cuanto a la naturaleza, destituida de principio transcendente, no tiene objeto ni finalidad fuera de sí misma. Se es a sí propia causa y fin, principio, creación y [2131] perfección asimismo, porque desde el primero al último eslabón de la cadena es identidad y necesidad.»

Penetremos más en las diversas partes de este vasto sistema. Podemos distinguir en él las teorías generales que tienden a explicar todos los órdenes de existencia, y las teorías especiales propuestas para dar razón de clases especiales de hechos:


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Teorías generales. Pueden distinguirse dos que, por lo demás, se enlazan.

Primera teoría. Es un principio universalmente admitido que sólo debe invocarse el menor número posible de causas para dar razón de un fenómeno. Ahora bien; los materialistas pretenden que la materia basta para dar razón de todos los fenómenos, y deducen de aquí que no debe aceptarse más causa que la materia. Todas las causas inmateriales a que nosotros los espiritualistas atribuimos operaciones de orden superior, es a saber: el principio vital, el alma, el libre albedrío, Dios, todas estas causas son, pues, en sentir de ellos, quimeras sin realidad. A darles crédito, no habría que distinguir entre seres de orden superior y de orden inferior, y no existiría más que una clase de seres cuyo juego se diversifica y produce todos los progresos y desarrollos del universo. Todo se reduce a la materia y al movimiento de ésta. Lo perfecto es, pues, el producto de lo imperfecto. Explicar lo superior por lo inferior, el pensamiento por sólo las leyes de la Fisiología, la vida por sólo las leyes de la Química, los fenómenos físicos y químicos por sólo las leyes de la Geometría y de la Mecánica, y el movimiento mecánico por la materia; he ahí en breves palabras la primera fórmula del materialismo.

Segunda teoría. Decían los antiguos materialistas: «Nada existe sino lo que perciben los sentidos; todo lo demás es ilusión.» Los materialistas modernos han renovado ese principio revistiéndolo de una apariencia científica. «Nada existe, dicen, sino lo que nos atestigua la ciencia experimental.» ¿Y qué entienden ellos como atestiguado por la ciencia experimental? Entienden exclusivamente los fenómenos que se muestran a sus sentidos y los que descubren [2132] con el escalpelo, el microscopio, el análisis químico o el espectral. Excluyen, pues, del mundo real todo lo que no son fenómenos sensibles, porque sólo éstos pueden ser objeto de la experimentación entendida de esa manera. De consiguiente, ni alma, ni Dios. Para los positivistas, el campo que se extiende más allá de la experiencia es el campo de lo desconocido; para los positivistas es un campo donde nada hay real, donde todo es quimérico. El telescopio y el escalpelo no abarcan sino fenómenos que se suceden; no nos revelan ningún designio o plan seguido por la naturaleza. Así, pues, los materialistas nos arguyen de error en admitir causas finales y una Providencia. No están tampoco conformes con los panteístas naturalistas diciendo que yerran éstos en haber imaginado una fuerza inmanente a la materia que guía al mundo con arreglo a un plan. El materialismo no quiere admitir sino causas eficientes que producen sus efectos mecánicamente y por una marcha completamente ciega.

Finalmente, la ciencia experimental nos muestra que las mismas causas producen siempre los mismos fenómenos. Y el materialismo deduce de ahí que todo obedece a las leyes de la fatalidad, y que libre arbitrio y responsabilidad no son sino palabras hueras, o más bien ilusiones.

«La Ciencia, exclama Moleschott (Circulación de la vida), ha arrancado, por fin, al idealismo el cetro que éste llevaba contra toda lógica y toda justicia tantos siglos ha... Ya no admitimos hoy sino las verdades fundadas en la experiencia y atestiguadas por la ciencia... Dios, el alma, la libertad, la inmortalidad, las causas finales, no son sino palabras que expresan las fuerzas diversas de la naturaleza.»


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Teoría materialista del mundo inorgánico.

Al decir de los materialistas contemporáneos:

1º Las fuerzas físicas son inseparables de la materia.
2º Esta materia es eterna e indestructible.
3º Dichas fuerzas son igualmente eternas e indestructibles.
4º Ellas son las que producen los fenómenos mecánicos, físicos y químicos según las leyes de la Geometría y [2133] la Mecánica, porque todos esos fenómenos se retrotraen al movimiento de los átomos.

¿En qué fundáis semejantes afirmaciones?

En los datos de la ciencia experimental, responde el materialismo.

1º La experiencia nos muestra siempre y doquiera la fuerza unida a los átomos materiales; síguese, pues, que es inseparable de ellos y esencial a los mismos.

2º Lavoisier ha probado que la materia existe constantemente en la misma cantidad en el universo; que no se produce ni se destruye un solo átomo de ella a través de todas las combinaciones y descomposiciones químicas. Es, en efecto, una regla sin excepción que el peso de los compuestos es el equivalente del peso de los componentes. Pues si la materia no puede producirse ni destruirse, necesario es que sea eterna, que no haya tenido principio y que no tenga nunca fin.

3º Lo que Lavoisier había probado respecto a la materia, ha sido también probado respecto a las fuerzas materiales. El movimiento mecánico produce calor, y el calor produce movimiento mecánico, según desde largo tiempo se ha observado. Pero lo que la Ciencia de nuestros días ha podido comprobar experimentalmente y con la más rigorosa precisión, es que la caloría de calor tiene un equivalente mecánico constante, y que en la transformación del calor en movimiento, o del movimiento en calor, no se destruye movimiento alguno sin transformarse en calor equivalente, y a la recíproca. Hay motivo de pensar que lo que es verdadero respecto al calor lo es también para todas las fuerzas físicas. Resulta de aquí que se conserva siempre en el universo la misma cantidad de fuerzas físicas sin producirse ni destruirse. Por donde se debe reconocer, al decir de los materialistas, lo que uno de ellos, Büchner, ha llamado la inmortalidad de la fuerza, es decir, su eternidad, pues que la fuerza debe ser eterna desde el momento en que es imposible producirla o destruirla.

4º No solamente es una fuerza equivalente, sino la misma la que se encuentra en todos los fenómenos mecánicos y físicos. La teoría de la unidad de las [2134] fuerzas físicas, que refiere todas la fuerzas al movimiento, se apoya, en efecto, sobre un gran número de hechos experimentales. Oigamos al profesor de Senarmont (citado por Saigey, La Filosofía moderna, pág. 216):

«Antes cada grupo de hechos reconocía un principio especial. El movimiento y el reposo resultaban de fuerzas bastante mal definidas, y a las cuales se había convenido en llamar mecánicas. Los fenómenos de calor, de electricidad, de luz, eran producidos por sendos agentes propios, fluidos dotados de acciones especiales. Un examen más detenido ha permitido reconocer que este concepto de diferentes agentes específicos y heterogéneos no tiene en el fondo más que una sola y única razón, a saber: que la percepción de estos diversos órdenes de fenómenos se opera en general por órganos diferentes, y que, dirigiéndose más particularmente a cada uno de nuestros sentidos, excitan necesariamente sensaciones especiales; de modo que la heterogeneidad aparente no consistiría tanto en la naturaleza misma del agente físico como en las funciones del instrumento fisiológico que forma las sensaciones. Con lo cual, transportando por una falsa atribución las desemejanzas del efecto a la causa, vendríamos a tener en realidad los fenómenos mediadores que nos dan conciencia de las modificaciones de la materia más bien que de la esencia misma de esas modificaciones.. Todos los fenómenos físicos, cualquiera que sea su naturaleza, parecen no ser en el fondo más que manifestaciones de un solo y mismo agente primordial.»

Hay también motivo para pensar que las transformaciones químicas deberán atribuirse al juego de las fuerzas físicas existentes en las substancias que se combinan. Véase lo que a este propósito dice Huxley (Revista científica, 17 de julio de 1869):

«Cuando al poner juntos oxígeno e hidrógeno en las proporciones convenientes, y hacer atravesar la mezcla por una chispa eléctrica se forma agua, ¿de dónde vienen las propiedades del cuerpo recién producido? No suponemos una fuerza misteriosa, como la denominada en otros días acuosidad, que entre en [2135] escena y se apodere del oxígeno y del hidrógeno; no vacilamos en creer que de una u otra manera dichas propiedades resultan de los elementos componentes. Muy cierto es que no hay el más ligero parecido entre las propiedades del agua y las de los dos gases a quienes debe su origen. Pero no importa; el hombre científico abriga la confianza de que cualquier día, gracias a los progresos de la Ciencia, podamos pasar de las propiedades del agua a la de los gases componentes, y recíprocamente, con tanta facilidad como podemos deducir la marcha de las agujas de un reloj del arreglo de las diversas partes que lo componen.»

De estas observaciones deducen los materialistas que la Ciencia moderna confirma su concepto del universo reduciendo al movimiento todas las fuerzas y todas las propiedades del mundo inorgánico. Porque si, en efecto, se admite la unidad de las fuerzas físicas, todos los fenómenos estudiados en la Mecánica, la Física y la Química resultan de la circulación del movimiento a través de los átomos de la materia conforme a una ley única.


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Teoría materialista del mundo orgánico.

1º La vida, dicen los materialistas, se ha producido en el seno de la materia bruta por un feliz encuentro de los elementos químicos que entran en la composición de la célula viviente.

2º Encontrando estas condiciones favorables, se han desarrollado y producido otras células, las cuales han suministrado los materiales de tejidos y órganos diversos, que se han formado y harmonizado para constituir organismos más completos.

3º La evolución de estos organismos ha creado progresivamente las diversas especies de vegetales y de animales que encontramos en estado fósil o que son contemporáneos del hombre.

He aquí los principales argumentos de los materialistas en favor de tales asertos:

1º El químico descompone la célula viviente. Encuentra allí oxígeno, carbono, hidrógeno y algunas materias minerales muy diversas. Esto es, según ellos, una prueba de que la célula se ha formado por el solo encuentro de [2136] dichos elementos en condiciones favorables.

Nosotros objetamos a los materialistas que si el químico ha podido hacer el análisis de la substancia viviente, le ha sido imposible hasta el presente hacer la síntesis de la misma y reconstituirla. Responden ellos que la naturaleza posee recursos que el hombre científico no puede poner en juego en sus experimentos, y que, además, nuestra objeción ha perdido todo su valor. Porque, en efecto, Berthelot ha llegado en nuestros días a reconstituir artificialmente las substancias orgánicas, el azúcar, el éter, el alcohol. La Química orgánica se encuentra así enlazada a la Química mineral, y hay motivo (al decir de los materialistas, ya se entiende) para esperar que los procedimientos de laboratorio creen un día seres vivientes con todos sus órganos, como han creado azúcar y alcohol.

A esto objetamos que la materia orgánica obtenida por los químicos no es materia viviente, pues no puede, en efecto, alimentarse ni reproducirse; y así, todo lo más, se parecerá a la materia orgánica muerta.

Les objetamos además que el ser viviente no nace jamás sino del germen producido por un ser viviente. No hay, sostenemos nosotros, generaciones espontáneas, es decir, no hay producción de organismos vivientes por el solo juego de las fuerzas químicas de la materia. Ha podido discutirse en otro tiempo esta conclusión; pero las experiencias de Mr. Pasteur dan definitivamente la victoria a los adversarios de la generación espontánea.

Los materialistas nos replican que si las materias orgánicas formadas en los laboratorios, no viven, nada prueba que no pueda encontrarse algún día el medio de hacerlas aptas para la vida. Pretenden además mostrar que la diferencia que distingue los seres vivientes de los que no tienen vida no es absoluta. La vida se caracteriza principalmente, aducen ellos, por la unidad harmónica de las partes del ser viviente, y de las funciones de las mismas. «Todo ser organizado, dice Cuvier (Discurso sobre las revoluciones del globo), forma un conjunto, un sistema cerrado, cuyas partes todas se corresponden [2137] mutuamente y concurren a la misma acción definitiva por una reacción recíproca.» Ahora bien, añaden los materialistas, este carácter se encuentra en las cristalizaciones de los cuerpos inorgánicos, y no lo hay en más de un fenómeno de orden vital, con lo cual tenemos un puente para salvar el abismo que separa el mundo viviente del inanimado. Ambas afirmaciones intenta el materialismo apoyarlas en numerosos hechos.

Primeramente, la unidad y el orden de todas las partes prodúcense mecánicamente en las cristalizaciones que se verifican cuando un cuerpo pasa del estado líquido al sólido. En efecto, dicho cuerpo toma entonces formas regulares y geométricas; y lo que es más, cada especie de cuerpo tiene su tipo distinto, y siempre el mismo, que permite reconocerlo y definirlo. Así hay especies cristalinas como hay especies vivientes, y en cada una de ellas las moléculas vienen a asociarse como si obedeciesen a la idea de un plan o de un tipo preexistente.

En segundo lugar, los seres vivientes no presentan siempre ese carácter de correlación absoluta entre las diversas partes que debería distinguirlos. Lo prueba así, en sentir de los materialistas, el que hay ciertos seres que se pueden cortar y dividir, como los seres inorgánicos, y cuyos trozos se convierten en un animal completo que vive tan bien como el todo de donde se ha separado. (Janet, El materialismo contemporáneo, 4ª edición, pág. 83.)

De tales hechos sacan ellos que la diferencia que separa del reino mineral los reinos orgánicos no es absoluta, y que, por consiguiente, la vida es una resultante de las fuerzas físicas de la materia.

Las demostraciones que Mr. Pasteur ha opuesto a su teoría de generaciones espontáneas, no convencen tampoco a los materialistas. Las experiencias del sabio químico versan, en efecto, sobre organismos bastante complejos. Ahora bien; según ellos, son simples células vivientes de orden inferior las que han debido producirse ellas mismas sin gérmenes, y, además, las condiciones del medio no han sido y no son en todas partes las mismas que aquellas en que [2138] ha experimentado Mr. Pasteur. Y, por último, ya que se compare a una materia muerta la materia orgánica obtenida en el laboratorio del químico, debe admitirse, si hubiésemos de creer a los materialistas, que sería capaz de vivir una vez colocada en circunstancias favorables. Dan como una prueba que los animales muertos pueden revivir. La experiencia muestra, en efecto, que organismos que parecían muertos sin estar descompuestos ejercen alguna vez de nuevo las funciones vitales. «Ranas aprisionadas por el hielo y completamente congeladas (lo transcribimos de Perier, Anatomía y Fisiología animal, pág. 270), crisálidas de mariposa expuestas al frío y solidificadas hasta el punto de resonar como pedazos de piedra, han vuelto completamente a la vida después de lentamente recalentadas. Hay rotíferos, tardígrados, gusanillos, las anguilas, organismos con todo bastante elevados, que se dejan buenamente desecar. Inmóviles, y hasta algo deformados, parecen absolutamente muertos; pero si se los vuelve a colocar en la humedad, luego renace en ellos la vida.»

Otro argumento que invocan los materialistas, es que desde Descartes hasta nuestros días la explicación de los fenómenos vitales por las leyes generales de la materia ha hecho y hace aún cada día nuevos progresos. Nadie lo contradice. «El hecho de la respiración, dice Mr. Janet (ibid., pág. 91), ha sido referido desde Lavoisier al fenómeno puramente químico de la combustión. Las experiencias sobre las digestiones artificiales, inauguradas por Spallanzani y desarrolladas después por tantos fisiólogos eminentes, tienden igualmente a probar que la digestión no es sino un fenómeno químico. El descubrimiento de la endosmosis por Dutrochet ha aproximado los hechos de la absorción a los fenómenos de la capilaridad, y los recientes descubrimientos de Mr. Graham han aclarado mucho lo relativo a las secreciones. La electricidad, sin poder explicar todos los fenómenos de la vida, como se había creído en la primera embriaguez, digámoslo así, del descubrimiento de Galvani, no deja de ser uno de los principales agentes de los cuerpos organizados, y [2139] entra ciertamente por mucho en la teoría del movimiento. La teoría mecánica del calor ha impulsado, tal vez más que ninguna otra teoría, la posibilidad de una explicación física de la vida. La transformación del calor en movimiento, fenómeno que podemos observar en nuestras máquinas y cuya ley se conoce rigorosamente, ¿no sería el hecho capital de la vida? En fin, con mucha antelación a esos descubrimientos, y en el siglo mismo de Descartes, la escuela de Borelli había aplicado las teorías de la Mecánica al movimiento de los cuerpos vivos. De todos estos hechos parece, pues, resultar que un gran número de fenómenos vitales pueden ya desde ahora explicarse por las leyes de la Física y de la Química; y en cuanto a los que todavía se resisten a ser explicados así, ¿no hay motivo de pensar que se llegue a conseguirlo algún día?»

Pero la conclusión de los materialistas va mucho más adelante. Oigamos a Moleschott, que hace consistir la vida toda en la combinación de los elementos brutos de la materia: «Una botella que contiene carbonato de amoníaco, cloruro de potasio, fosfato de sosa, cal, magnesia, hierro, ácido sulfúrico y sílice: he ahí, según dicho escritor, el principio vital completo.»

2º Después de haber explicado así el nacimiento de la célula viviente, los materialistas atribuyen a esa célula la formación de los tejidos de los diversos órganos, y de todas las especies del reino animal y del reino vegetal, insistiendo siempre en los datos de la ciencia experimental para apoyar sus argumentos.

En otro tiempo se asimilaba el cuerpo viviente a una máquina para la cual estaban fabricados todos los órganos. «La organización, decía Hunter, viene a resumirse en la asociación mecánica de las partes.» Esta teoría, según M. Robin (Revista de los cursos científicos, primera serie, tomo l), no puede ya sostenerse. De admitirla, sería preciso, en efecto, atribuir la vida al cadáver en que aún no ha sobrevenido la descomposición, y también a los fósiles que conservan la forma y la estructura de todos los órganos del animal vivo, por más que la materia viviente haya sido destruida y reemplazada molécula a [2140] molécula mediante la fosilización. Lo que constituye el organismo viviente no es, pues, esa estructura exterior, sino la materia que la construye, las células que existen antes de esa disposición mecánica.

La célula es en su origen un simple germen que oscila entre la vida y la muerte. Colocado en circunstancias desfavorables, perece dicho germen; colocado en un medio conveniente, se desarrolla, se multiplica, y, según las circunstancias en que se halla y las necesidades que experimenta, forma tejidos diversos que se completan y constituyen órganos. El órgano, en efecto, no se halla constituido al punto, sino que las células aparecen sucesivamente y se arreglan en razón de las condiciones en que se hallan; de suerte que el órgano resulta de su agrupamiento.

Y hasta sucede que, a consecuencia de modificaciones de las circunstancias, puede en las especies inferiores transformarse un miembro en otro y adaptarse a una función del todo diferente. Obsérvase esto, por ejemplo, siguiendo el desarrollo de los anélidos, o aun el de los crustáceos, de los cuales tenemos tipos en el langostino y el cangrejo. Compónense estos crustáceos de una serie de anillos, de cada uno de los cuales salen dos miembros simétricos que sirven, los unos para la aprehensión y para la masticación de los alimentos, los otros para la locomoción o la natación. «Ahora bien, dice Perier (obra citada, pág. 63), el desarrollo de esos animales se efectúa, en general, de la siguiente manera: nacen anillos sucesivamente en la parte posterior, provisto cada uno de un par de apéndices que vienen a ayudar a los tres pares de patas primitivos en sus funciones locomotrices; pero, a medida que aparecen nuevos apéndices, modifícanse esas patas primitivas; de la región ventral, donde se hallaban primeramente colocadas, pasan paulatinamente a la región dorsal, y los dos primeros pares se tornan en dos pares de antenas del crustáceo adulto, y el tercer par forma las mandíbulas; los pares de patas que han aparecido después que éste en la parte posterior del animal sufren a su vez, a consecuencia de las remudas porque el mismo ha pasado, modificaciones [2141] análogas, dejando de servir para la locomoción, y tomando la cualidad de mandíbulas y patas mandíbulas... Tenemos, concluye dicho autor, el derecho de enunciar esta proposición rigorosamente exacta: Las antenas, las mandíbulas y las patas mandíbulas de los crustáceos no son sino patas desviadas, en el curso del desarrollo, de su primitiva función y modificadas para desempeñar nuevas funciones.»

Crean, pues, las células, asociándose según las diversas circunstancias que les sobrevienen, los diversos tejidos y órganos que entran en el cuerpo de un animal o de un vegetal.

Con todo, estos elementos anatómicos no dejan de conservar, los unos respecto a los otros, una independencia real.

«Separemos, dice el mismo Perier (ibid., pág. 237), separemos de un organismo dado un grupo de elementos anatómicos, y transportémoslos a un medio idéntico, o aunque sea simplemente análogo a aquel en que vivía, y dicho grupo de elementos continuará la misma existencia que antes. Los glóbulos de la sangre son elementos vivientes; saquemos, pues, a un hombre cierta cantidad de sangre, e inyectémosla en las venas de otro, y aquellos glóbulos continuarán en el desempeño de todas sus funciones; en este hecho precisamente estriba la operación de la transfusión de la sangre. Mr. Paul Bert ha obtenido resultados aún más curiosos. Habiendo cortado a un ratón joven, ya una pata, ya un trozo de la cola, introdujo estos organismos bajo la piel de un ratón más viejo. Encerrados así en medio de tejidos donde podían aprovechar una nutrición análoga a la que antes recibieran, no sólo continuaron viviendo dichos órganos, sino que crecieron un doble... Por consiguiente, si existe entre las funciones de los órganos anatómicos una admirable coordinación; si el medio común en que viven es a la vez incesantemente elaborado, incesantemente modificado por todos, y es constantemente mantenido por la acción simultánea de los mismos; si ese medio crea entre los elementos una estrecha solidaridad, no es tampoco menos cierto que cada uno de ellos vive [2142] de una vida propia personal y se conduce como si estuviese solo; su modo de existencia en aquel medio es bajo todos aspectos comparable al de los seres unicelulares que se desarrollan con tanta abundancia en ciertos licores, determinando lo que llamamos fermentación.»

De estos datos quieren deducir los materialistas que la formación de los más complejos cuerpos vivientes y sus diversas funciones son simplemente el efecto y la resultante de la combinación de las células vivientes. Quieren pues, explicar todos los fenómenos de la vida excluyendo todo principio vital. En su sentir, no es el todo viviente la razón de las partes constitutivas del mismo, sino que las partes constitutivas son la razón de todo viviente. En cuyo concepto esas partes constitutivas no tienen otras causas que la asociación de las células que se han adaptado al medio y se han ajustado entre sí, y las células son la resultante de una combinación puramente química. Se intenta así dar cuenta de la vida y de sus más complejos fenómenos por el solo juego de las fuerzas físicas; juego, sin duda, más complejo pero que obedece a las mismas leyes mecánicas que en la materia inorgánica.

3º Veamos ahora la teoría materialista sobre el origen de las especies vegetales y animales. Héla aquí: Dichas especies se producirían todas unas de otras sin intervención de ninguna causa superior y por la sola aplicación de las leyes de la materia organizada. Su diversidad resultaría de las circunstancias particulares en que viene a vivir cada una. Esta teoría del origen de las especies no es, en sentir de los materialistas, más que el corolario de su teoría sobre la vida y sobre la constitución de los individuos vivientes. Y en efecto, si la sola causa de toda la organización del ser viviente la ponemos en los materiales anatómicos del mismo, deberá transformarse esa organización cuando dichos materiales sufren alguna modificación, ya en sí mismos, ya en su relación con el medio donde viven. Además de esta prueba a priori de la variabilidad de las especies, invocan los materialistas también todos los argumentos de hechos [2143] presentados en pro de su tesis por los transformistas. No expondremos aquí esos argumentos, que pueden verse en el artículo sobre el Transformismo.

En resumen: la teoría materialista del mundo orgánico se compendia en los dos asertos siguientes: 1º La célula viviente no es otra cosa que un compuesto químico. Y 2º La célula viviente es quien produce todos los seres organizados, y explica todos los fenómenos propios del reino vegetal y del reino animal.


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Explicación materialista del pensamiento.

Los materialistas aplican al hombre su teoría de la vida; de manera que éste viene a ser, según ellos, un agregado de células, o si se quiere un compuesto químico de hidrógeno, carbono, oxígeno, ázoe y algunos otros minerales favorablemente combinados.

Pero el hombre, objetan los espiritualistas, se distingue por conceptos universales, por juicios absolutos.

Esos fenómenos, responden los materialistas, se encuentran en grado inferior en el animal, y tanto en el hombre como en el animal son la resultante de las operaciones orgánicas del cerebro.

Para mostrar que el pensamiento del hombre es de la misma naturaleza que las sensaciones del animal, esfuérzanse los materialistas en realzar los instintos de los animales y rebajar la inteligencia del hombre. Intentan asimismo demostrar por un análisis psicológico que nuestros más elevados conocimientos están formados mecánicamente por la asociación de las sensaciones. El resumen de los argumentos más especiosos aducidos a favor de esa teoría se encontrará en los artículos Alma de los brutos, Espiritualidad del alma, Asociacionismo, Libre arbitrio y Transformismo..

Mas los materialistas contemporáneos buscan principal apoyo en las consideraciones fisiológicas cuando intentan probar que el pensamiento es una función, o hasta, según pretende Vogt, una secreción del cerebro.

Después de haber confundido la inteligencia del hombre y las facultades sensitivas de los animales en la forma que dejamos explicado, arguye el materialismo de la manera siguiente: Donde quiera que se observa un cerebro o ganglios nerviosos, nos hallamos con un ser dotado en algún grado de la facultad de conocer; y donde quiera que falta el cerebro, falta también el pensamiento; y, en fin, la inteligencia y el cerebro crecen y decrecen en la misma proporción, lo cual prueba que el pensamiento es un producto del cerebro.

No insisten nuestros adversarios sobre los dos primeros puntos, que les parecen incontestables, pero se aplican a probar el tercero; es a saber: que la inteligencia crece en razón de la perfección del cerebro.

No se entienden, sin embargo, entre sí respecto a los caracteres en que deberán constituir la perfección del cerebro y ser el manantial de la inteligencia. «Está científicamente probado, según Liebig, que la fuerza intelectual de cada ser está siempre en razón directa del volumen, del peso, de la forma y de la composición química del cerebro.»

Moleschott insiste sobre la importancia de la composición química del cerebro. A darle crédito, el principio del pensamiento es el fósforo, y puede darse como la última palabra de la ciencia fisiológica este axioma: donde no hay fósforo no hay pensamiento. Añade que el encéfalo humano es el único que encierra una cantidad de fósforo apreciable. El cerebro de los hombres de gran talento contendría un 4,50 por ciento de fósforo; el de los hombres ordinarios un 2,50; el de los idiotas un 1, y, por último, el de los dementes, cuyos conceptos son excesivos, un 5 y aun más.

Büchner cree que las facultades psicológicas dependen principalmente del volumen del cerebro, y sobre todo de la extensión de la superficie externa que le proporciona sus circunvoluciones y anfractuosidades.

Mas sea cualquiera la importancia relativa de esos caracteres, es cierto, observan los materialistas, que las afecciones o lesiones del cerebro acarrean infaliblemente enfermedades mentales.

Y no es menos cierto, añaden ellos, que varias facultades intelectuales están localizadas en determinadas [2145] regiones de los hemisferios cerebrales. Gall ha ocasionado descrédito a esta doctrina con sus asertos prematuros; pero investigaciones más recientes han demostrado que la facultad de hablar está localizada en la tercera circunvolución frontal izquierda. Y así se explica la singular enfermedad llamada afasia, en la cual los pacientes conservan la lucidez de sus ideas no obstante su incapacidad de expresarlas. Enfermedad más singular todavía es la agrafia, caracterizada por la desaparición de la facultad de escribir. La agrafia viene a veces sin afasia. El enfermo que sabía escribir antes de que le atacase ese mal continúa pronunciando las palabras, pero no puede ya escribirlas. Esto manifiesta que el centro en que reside la facultad de escribirse halla localizado lo mismo que el de la facultad de hablar, y que es distinto de éste.

Si, pues, facultades de un orden tan relevante como las de hablar y escribir residen en el cerebro; si diferencias en la constitución del cerebro llevan consigo diferencias en la inteligencia; en fin, si no hay cerebro sin conocimiento, ni conocimiento sin cerebro, ¿no es eso, concluyen los materialistas, una prueba perentoria de que al cerebro, y tan son sólo al cerebro, se debe el pensamiento?


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Teorías materialistas respecto a Dios, el alma, el libre arbitrio, la moral, las artes y las relaciones sociales.

En cuanto a Dios, el alma, el libre arbitrio, la moral, las artes, las relaciones sociales, se pueden considerar ya las nociones que los hombres se forman de esas cosas, ya las realidades objetivas que corresponden a tales nociones.

Que los hombres se forman de esas cosas determinadas nociones, ¿cómo negarlo? No lo niegan, pues, los materialistas, sino que, tendiendo la mano a los idealistas sensualistas (véase el artículo Idealismo), atribuyen dichas nociones a una asociación puramente subjetiva de elementos cuya combinación nos acarrean nuestras disposiciones íntimas y las circunstancias en que vivimos. Serían, pues, tales nociones formaciones fisiológicas parecidas a las combinaciones químicas, y por eso ha podido decir Vogt que el cerebro [2146] secreta el pensamiento, como el hígado secreta la bilis. (Véanse las palabra Asociacionismo y Moral.)

¿Hay una realidad objetiva que corresponda a las nociones así formadas? Supuesto que no existen sino substancias y fuerzas materiales, y que con ellas basta, al decir de los materialistas, para explicar el origen y desenvolvimiento de todos los fenómenos de nuestro universo, no existiría, si hubiésemos de creer a éstos tales, ni Dios, ni alma.

Tampoco, según ellos, existe el libre albedrío y es una mera ilusión, pues que las fuerzas de la naturaleza obra con una inexorable fatalidad. No se reparan todas las circunstancias de un fenómeno, y se forma la persuasión de que está fuera de las leyes habituales del mundo. De modo que la creencia en el libre albedrío sería el fruto de nuestra ignorancia. Esta no basta, sin embargo, a suprimir las leyes. Todo estaría, pues, sujeto al determinismo, lo mismo el hombre que los seres inferiores. (Véase el artículo Libre arbitrio.)

Admite el materialismo la existencia de la moral de las artes y de las sociedades. Pero vese obligado a alterar profundamente la noción de esas cosas, so pena de ponerse en contradicción manifiesta consigo mismo. Una moral cuyos principios todos derivan de nuestras sensaciones no puede fundarse sino sobre el placer y el interés. Un moral sin libre arbitrio no puede encerrar verdaderas obligaciones. Una moral sin las sanciones de la vida futura poco ascendiente puede tener sobre la masa de los hombres. Una moral sin Dios es una moral en donde el deber no tiene explicación. Y tal es necesariamente la moral del materialismo. (Véase el artículo Moral.)

El materialismo destruye la creencia en todo ideal que se eleve por cima de la materia, y, por lo tanto, su estética habrá de ser realista.

En fin, si la moral no impone obligación alguna, si el hombre no es libre, no podrán las relaciones sociales tener por fundamento los mutuos deberes, y será la fuerza el solo lazo que pueda reunir a los hombres, y la voluntad y el bienestar de los más fuertes serán la ley que habrán de acatar forzosamente [2147] los más débiles. Materialistas hay que no se espantan ante la crudeza de estas conclusiones, y las reconocen como legítimamente derivadas de su sistema. Otros buscan la base de la moral social en el interés y el bienestar del mayor número, habiéndose de procurar dicho bienestar con la circulación de la riqueza que consideran constituye el grado más elevado a que pueda elevarse la circulación de la materia. Esta circulación de la materia constituye, pues, el ideal supremo en que ven los materialistas la ley del bien y del deber. «Todo el trabajo del hombre, dice Moleschott (carta sexta), se efectúa en los caminos que salen como otros tantos radios al círculo que ha de recorrer la materia. La lucha se aproxima al centro o se aleja de él según los grados de nuestro saber. Cuanto más concebimos claramente que trabajamos por el más elevado desenvolvimiento de la humanidad mediante una juiciosa asociación de ácido carbónico, de amoniaco y de sales, de ácido húmico y de agua, tanto más nobles se hacen también la lucha y el trabajo por cuyo medio procuramos fijar en el camino más corto dentro del círculo la rotación de los elementos.» Con estas ideas la cuestión social, según la hace notar Mr. Caro, no está ya en manos del economista y del político, sino que corresponde por completo al dominio del naturalista.


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III. Refutación del Materialismo

Acabamos de ver que el materialismo toca a la mayor parte de las cuestiones estudiadas en este Diccionario. Inútil es estudiarlas aquí, toda vez que se encontrará su explicación en los artículos Dios, Creación, Providencia, Alma, Alma de los brutos, Inmortalidad, Espiritualidad del alma, Libre arbitrio, Moral, Asociacionismo, Principio vital, Transformismo, &c.

Nos concretaremos, pues, las más de las veces, en esta refutación del materialismo, a mostrar la insuficiencia de los argumentos invocados por nuestros adversarios. Nos mantendremos a la defensiva, y nos abstendremos de poner aquí las pruebas positivas de la doctrina cristiana.

Hagamos notar primeramente que si los argumentos del materialismo son numerosos, no es efecto de que sobren [2148] a mayor abundamiento los que puede invocar dicho sistema. Lejos de eso: lo que hay es que todos esos argumentos necesita para defenderse contra nosotros, y fácil es comprender el porqué. Pretende, en efecto, dicho sistema que todo se reduce a la materia, mientras que nosotros, a la par que admitimos la existencia de la materia y sus leyes, sostenemos que además de la materia bruta hay también otros principios que la materia no puede suplir: Dios, el alma, el libre arbitrio, la vida. Deben, pues, demostrar nuestros adversarios que en todos los órdenes de fenómenos la materia explica, no ya algo, sino todo, y que ella por sí sola da razón de todo. Si nosotros les demostramos que Dios, el alma, el principio vital, son necesarios para explicar, no ya todos los hechos, sino uno tan solo, queda triunfante nuestra causa, porque damos un golpe mortal a su teoría, que se derrumba toda. Bastaría, pues, con que mostrásemos un solo portillo en esta aparatosa defensa. Ahora bien; esperamos demostrar que por donde quiera que se la toque se desmorona al peso de nuestros argumentos, y que, no obstante el barniz científico con que han intentado recubrirla, se halla en toda su extensión minada por el orín y la carcoma, puesto que las pruebas invocadas por el materialismo no contienen las conclusiones que de ellas se pretende sacar. Volvamos, pues, sobre nuestros pasos y sometamos a examen las teorías que hemos ido exponiendo.


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Refutación de las teorías generales del materialismo.

Primera teoría. Nos dicen que debe invocarse el menor número de causas posible para dar razón de un fenómeno. Eso lo admitimos también nosotros no menos que nuestros adversarios. Añaden que la materia bruta y sus propiedades bastan para explicar todos los órdenes de fenómenos, y eso lo contradecimos como falso. Pretenden ellos además dar razón de lo perfecto por lo imperfecto, de la vida fisiológica por la materia bruta, y del pensamiento por la vida fisiológica.

Ahora bien; una de dos: o juzgan los materialistas que los seres de un orden superior, las plantas y el hombre, [2149] poseen lo que de ningún modo hay en la materia inorgánica, y entonces se estrellan contra el principio evidente de que lo menos no puede producir lo más (véase el artículo Dios), o piensan que los seres de orden superior no poseen perfección ninguna, cuyos elementos no se hallen en la materia bruta, y entonces alteran la naturaleza de dichos seres, según lo probaremos siguiéndoles a través de los fenómenos que acaecen en el mundo inorgánico en los seres orgánicos y en los dominios del pensamiento. Por otra parte, con atribuirlo todo a la materia y a la transformación de las fuerzas físicas no quedaba resuelto por completo el problema; es necesario decir además por qué existe la materia, por qué es centro de fuerzas, por qué tales fuerzas se transforman en los diversos fenómenos. Otros tantos porqués a que no atienden los materialistas.

Segunda teoría. Invocan éstos el testimonio de los sentidos y de las ciencias experimentales. Nosotros confiamos no menos que ellos en ese testimonio, y nos inclinamos ante los datos que nos suministra. Pero los materialistas pretenden que no existe nada fuera de lo que nos manifiesta la experiencia sensible, y en esto nos separamos de ellos. Si declarasen, como los positivistas, que lo demás es dudoso e incognoscible, les demostraríamos que existen otras fuentes de certeza más que los sentidos y la experiencia. Pero ni aun hay necesidad de que hagamos semejante demostración. Los materialistas, en efecto, no dudan, sino que afirman. ¿Y qué es lo que afirman? Que nada existe más allá del mundo experimental. Y ya que afirman, a ellos incumbe, pues, la obligación de probar su aserto. ¿Pero lo prueban? Desde luego que no. Todas sus pruebas se reducen a lo que los lógicos llaman peticiones de principio. Las fundan, en efecto, sobre la afirmación de que nada existe más que la materia, y que no hay verdadera ciencia más que las ciencias experimentales. Ahora, como ésos son precisamente los puntos sobre que con ellos discutimos, resulta que invocan como un axioma la conclusión misma que debían demostrar.

He aquí además otra observación que [2150] el lector no habrá dejado de hacer. Los materialistas no quieren recurrir sino a la experiencia de los sentidos y a las ciencias positivas. En este supuesto nada tiene de extraño que encuentren por doquiera tan sólo los elementos materiales de los fenómenos, toda vez que, efectivamente, los sentidos no manifiestan más que lo que perciben, y las ciencias positivas no afirman sino lo que es objeto de la experiencia de los sentidos. Es, pues, un procedimiento harto singular este de negar todo ser suprasensible a pretexto de que los sentidos no nos dan a conocer más que seres sensibles. Es como quien negase la existencia de la luz y de los colores a pretexto de que tenía cerrados los ojos, y que la luz ni puede oírse ni tocarse.

Pero más singular es todavía la pretensión de explicar el origen y el fin de las cosas no queriendo recurrir más que a sus sentidos y a la experiencia. ¿Por ventura las ciencias experimentales nos muestran el origen y la razón de los seres? Ciertamente que no. Lo que hacen dichas ciencias es mostrarnos hechos que se suceden, estudiar las leyes de éstos y atestiguar coincidencias que parecen marcar un designio preconcebido. Del origen primero de las causas que obran, de la realidad de ese designio, nada dicen las referidas ciencias. ¿Cómo, pues, vienen a invocarlas los materialistas para decidir de rondón cuestiones que no caen bajo la jurisdicción de esos estudios? ¿No teníamos razón para decir que el materialismo afirma su tesis y que ninguno de los argumentos que alega viene a probarla? «Desde la base a la cúspide, dice Mr. Caro (ibid., pág. 152), este sistema (que sistema es en efecto) se levanta sólo sobre el a priori y edifica una construcción puramente especulativa. Ningún sabio de la escuela experimental, es decir, ningún sabio imparcial, nos contradecirá si sostenemos que en el estado actual de las ciencias ningún dato positiva autoriza conclusiones como las del materialismo sobre el problema de los orígenes y los fines, sobre el de las substancias y de las causas; que eso mismo es contradictorio a la idea de la ciencia experimental; que esa ciencia nos ofrece lo actual, lo presente, el hecho, no el comienzo de las [2151] cosas, y cuando más el cómo inmediato, las condiciones próximas, muy diferentes de las verdaderas causas; y, en fin, que desde el momento en que el materialismo se hace una negación expresa y doctrinal de la Metafísica, se convierte por eso mismo en otra Metafísica»; es decir, que afirma en nombre de los datos de la ciencia experimental lo que no encierran dichos datos.

Al recorrer, pues, las diversas teorías del materialismo, no tendremos más que distinguir entre lo que la ciencia experimental afirma y las hipótesis que los materialistas añaden a las afirmaciones de la misma, y hacer notar que tales hipótesis son completamente gratuitas. Todo el sistema se reduce, en efecto, a esas hipótesis, puesto que invoca únicamente las afirmaciones de las ciencias experimentales, y esas afirmaciones no recaen sobre las cuestiones que el materialismo intenta resolver.


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Refutación de la teoría materialista del mundo inorgánico.

1º La ciencia experimental, nos dicen los materialistas, no ha encontrado nunca materia sin fuerzas físicas, ni propiedades físicas sin materia. De lo cual se sigue que la fuerza es inseparable de la materia.

¿Y es legítima semejante conclusión? Esa fuerza, según hemos hecho ya notar, la refunden en movimiento. Supongamos, para simplificar el problema, que esa deducción sea del todo fundada. Y propongamos ahora la siguiente cuestión: ¿Puede la materia existir sin movimiento? Lo que preguntamos no es si ha existido alguna vez en estado de reposo absoluto; preguntamos si habría podido existir en dicho estado. Nos responden que actualmente está por doquiera en movimiento. Pero no era eso lo que nosotros preguntábamos, y de que la materia se halle hoy en movimiento no se sigue que no haya podido estar en reposo ayer. Así es que no queda probado que el movimiento sea inseparable de la materia con decir que la materia está de hecho en movimiento. Es, pues, insuficiente la demostración de los materialistas.

Y hay más: es cosa cierta que todo cuerpo que pasa del reposo relativo al movimiento recibe su movimiento de una causa que se lo comunica. [2152]

Resulta esto de la inercia, que es, todos lo confiesan, una propiedad esencial de la materia. Esa propiedad hace que un cuerpo en reposo no pueda darse a sí mismo el movimiento, y que un cuerpo en movimiento no pueda pasar de suyo al reposo, ni modificar la velocidad o la dirección de su movimiento. «Un punto en reposo, dice Laplace (Sistema del Mundo, tomo III, cap. II), no puede darse movimiento, pues que no tiene en sí motivo para moverse más bien en un sentido que en otro. Cuando es solicitado por una fuerza cualquiera y abandonado después a sí mismo, muévese constantemente de una manera uniforme en la dirección de dicha fuerza si no experimenta alguna resistencia; es decir, que en cada instante son las mismas su fuerza y su dirección de movimiento. Esta tendencia de la materia a perseverar en su estado de movimiento o de reposo es lo que llamamos inercia, y es la primera ley del movimiento de los cuerpos.»

Sentado lo cual, preciso es admitir que la materia es de suyo indeterminada al movimiento o al reposo. No le es, por lo tanto, más esencial el uno que el otro, y es falso, por consiguiente, que el movimiento sea esencial a la materia; o en otros términos: que sea absolutamente inseparable de ella.

Cierto es que nuestros adversarios oponen una objeción contra esta demostración. Invocan la atracción que los cuerpos ejercen unos sobre otros, y en virtud de la cual se ponen mutuamente en movimiento. Sin duda, nos dicen, que en virtud de la ley de inercia es cada molécula de materia impotente para moverse; pero en virtud de la ley de atracción universal cada molécula atrae las otras y es atraída por ellas; es decir, que les da un movimiento a la par que recibe otro de ellas. Hay, pues, aquí una fuerza que le es esencial. Esta fuerza no se ejercería tal vez si la molécula estuviese aislada; pero se ejerce sin intervención de ninguna causa superior en un conjunto de moléculas, y sobre todo en un conjunto de cuerpos como los que forman el universo.

¿Qué debemos pensar de tal objeción? Conviene ante todo preguntarse qué es lo que hemos de entender por esa atracción. [2153] «Esa palabra, hace notar Janet (ibid., pág. 62), tiene dos sentidos profundamente distintos, cuya confusión produce grande turbación y obscuridad en los espíritus, y conviene, por lo tanto, aplicarnos a separar dichos sentidos. La palabra atracción significa en primer lugar un hecho, un hecho de experiencia, hecho absolutamente irrefragable y cuya ley descubrió Newton. Este hecho es que cuando se hallan en presencia dos cuerpos, o si se quiere dos moléculas, se mueven éstas una hacia otra, según la línea recta que une sus centros; en segundo lugar, que cuando esos dos cuerpos tienen una masa desigual, el más pequeño recorre mayor trayecto hacia el otro, lo cual se expresa diciendo que la atracción es proporcional a las masas; en tercer lugar, que cuanto más distante está un cuerpo con tanto mayor lentitud se aproxima al otro que reputamos le atrae, lo cual se expresa diciendo que la atracción está en razón inversa del cuadrado de las distancias. Todos estos hechos son absolutamente indubitables, y la demostración de esas admirables leyes ha sido el mayor descubrimiento del ingenio humano en la interpretación de las leyes de la naturaleza. Pero en realidad, ¿qué es lo que nos muestra la experiencia? Sólo una cosa: movimientos recíprocos. He ahí lo que hay de cierto, de absolutamente cierto. No sucede otro tanto respecto a la atracción considerada como causa, o sea en el segundo sentido que se da a esa palabra. Que no se alude aquí ya al movimiento representado con una metáfora, sino a la causa hipotética que lo produce. ¿Está esa causa en el cuerpo o fuera de él? ¿es material o espiritual? ¿esencial al cuerpo o comunicada al mismo? Cuestiones son éstas sobre las cuales podrá discutir la Filosofía física, pero que no deben confundirse con las cuestiones experimentales que la observación, unida al cálculo, ha resuelto definitivamente.»

Así que, al apoyarse en las leyes de la atracción para afirmar que la fuerza es una propiedad esencial de la materia, salen los materialistas otra vez de los datos de la ciencia experimental y entran en el terreno de la Metafísica, y el aserto que formulan en nombre de [2154] la ley de la atracción universal hállase destituido de toda prueba, pues la expresada ley guarda silencio sobre ese punto. No prueban, pues, su tesis los materialistas.

Pero ¿podremos además demostrar nosotros la tesis opuesta? ¿Es posible demostrar que la fuerza de donde resulta la atracción no es una propiedad esencial de la materia? Para resolver esta cuestión es preciso entendernos primero sobre la naturaleza de la materia. Y nos hallamos en presencia de un gran número de sistemas. -Según la teoría de las mónadas de Leibnitz, los elementos de la materia serían fuerzas; pero en esa teoría la extensión de la materia se reduce a una construcción puramente subjetiva. Esa teoría niega, por consiguiente, la realidad de lo que comúnmente se llama la materia, pues que ordinariamente se entiende por materia lo que es extenso. Pero tengamos en cuenta que el sistema de Leibnitz distingue el principio de la extensión del principio de la fuerza. -Según Descartes, la esencia de la materia es la extensión, y el movimiento debe ser impreso del exterior a la materia. -Los que admiten que la materia está formada de átomos, atribuyen la extensión a esos átomos. Pueden, como Epicuro, considerarlos también como dotados de fuerza; pero en tal caso la extensión y la fuerza son dos cualidades que necesariamente se reclaman una a otra, con lo cual se viene a decir que el principio de la extensión de los átomos no es el mismo que el de la fuerza que se les atribuye.

La teoría de Aristóteles, adoptada por los doctores escolásticos, distingue también en la materia dos elementos, común el uno a todos los cuerpos, la materia prima; es ésta una potencia de ser que no recibe existencia determinada sino por su unión al segundo elemento. Este segundo elemento se une al primero para darle una determinada existencia y varía con las especies de cuerpos; es la forma substancial. La materia prima es el principio de donde deriva la extensión, y la forma es el de donde derivan las propiedades específicas, y, por consiguiente, las fuerzas.

Tales son las principales teorías admitidas por los filósofos acerca de la [2155] naturaleza de los cuerpos, y las demás teorías pueden refundirse en éstas.

Ahora bien; todos estos sistemas, según hemos notado, explican la materia por dos principios irreductibles el uno al otro: el uno que es el principio de la extensión, el otro que lo es de las demás propiedades, y, por consiguiente, de la fuerza. Hay que pensar, por lo tanto, que estos dos principios irreductibles son necesarios para la explicación de la materia y de las fuerzas que en ella residen.

Pero si estos dos principios son irreductibles el uno al otro, no es una necesidad absoluta lo que mutuamente los une. Si se opina con la mayor parte de los escolásticos que estos principios no pueden existir el uno sin el otro, hay, cuando menos, que admitir que la cantidad de fuerza que se encuentra en la materia hubiera podido ser más pequeña o más considerable de lo que en realidad es. Lo cual basta a demostrar que ha habido necesidad de la intervención de una causa superior a la materia para determinar las propiedades, las fuerzas y la cantidad de movimiento que había de tener la materia.

En efecto; como quiera que se opine acerca de la naturaleza de la atracción, y aun suponiendo que sea una propiedad inherente a la materia, preciso se hace admitir que la materia es por sí misma indiferente a poseer fuerzas, o por lo menos a poseerlas en la cantidad que actualmente tiene; y por lo tanto, esa cantidad de fuerzas no es esencial a los cuerpos que forman el universo, y es falso, por consiguiente, que sea absolutamente inseparable de ellos.

Y no se nos venga a decir que, en virtud de la ley de la atracción, la cantidad de fuerzas y movimiento se encuentra determinada por las relaciones de esa molécula con las que la rodean y con los demás cuerpos. Porque lo que está determinado por esa ley es la repartición proporcional de las fuerzas y del movimiento entre las moléculas de materia que entran en la constitución del mundo, y no la cantidad total de fuerzas y movimiento que haya de haber en el conjunto de los cuerpos, ni, por consiguiente, la cantidad que haya de encontrarse en cada molécula aisladamente considerada. [2156]

Del mismo modo que ante una máquina movida por un salto de agua nos permite la Mecánica calcular la velocidad de las diversas ruedas, pero nos demuestra también que la velocidad de la máquina variaría si el salto de agua fuese menor o más fuerte, y que dicha velocidad quedaría reducida a cero si el cauce quedase en seco. Todo lo que las leyes de la atracción permiten, es hacer cálculos parecidos respecto a la marcha del universo. Pero lo que dejamos dicho demuestra que las fuerzas que en él actúan podrían ser muy otras, y que, por lo tanto, no están necesariamente ligadas a la materia en la cual se manifiestan.

Por consiguiente, si la materia del universo posee una cantidad dada de movimiento, esa cantidad ha sido determinada por un principio diferente de la materia, la cual era indiferente respecto a recibir esa cantidad de movimiento u otra. Así, pues, las fuerzas de la materia y el movimiento que posee le han sido comunicados.

2º Es un hecho, nos dicen también, que la materia permanece siempre en igual cantidad en el mundo y ni aumenta ni disminuye; es, pues, eterna e indestructible.

Aceptemos la permanencia de la materia en cantidad siempre igual como una hipótesis, que la ciencia experimental ha comprobado siempre que ha podido hacerse la comprobación. La conclusión que de ahí puede sacarse es que, no obstante todas las fuerzas de que disponen las criaturas, no pueden éstas crear, ni hacer volver a la nada ninguna partecilla de materia, y esa conclusión la han enseñado siempre los teólogos. Pero de que nosotros no podamos crear ni destruir la materia, ¿hay derecho para concluir que un ser de infinito poder, que Dios, por lo tanto, no pueda producir ni aniquilar la materia? No, por cierto. Y así habrán de reconocerlo todos, porque un poder infinito, como el de Dios, es superior a las fuerzas de que disponen los sabios en sus experiencias. La Ciencia, pues, ha comprobado que la materia no puede ser creada ni destruida por nosotros ni por los cuerpos; pero no ha comprobado que la materia no pueda ser creada ni destruida por Dios. [2157]

La razón prueba, por el contrario, que la materia tiene que haber recibido la existencia de un ser que le es superior y que existe necesariamente. La materia, en efecto, es imperfecta, se transforma y cambia. Ahora bien; lo que es imperfecto y cambia pudiera no existir. Por consiguiente, si la materia existe no es por una necesidad que provenga de su naturaleza; luego la materia ha recibido la existencia. Tiene que haber sido creada. De modo que la existencia de la materia nos suministra una prueba de la existencia de Dios. (Véanse los artículos Dios y Creación.)

3º Se afirma la permanencia constante de la cantidad de fuerzas físicas que juegan en los fenómenos del mundo inorgánico, por la razón de que toda cantidad de fuerzas que se destruye es reemplazada por una cantidad de fuerzas equivalentes. Aceptamos sin dificultad esa ley a beneficio de inventario, y sin entrar a inquirir si está verdaderamente de todo punto demostrada. Pero rechazamos la conclusión que de ahí pretenden sacar los materialistas, es a saber: que las fuerzas físicas de la materia no pueden ser creadas ni aniquiladas por Dios. La falsedad de tal conclusión se deduce, en efecto, del mismo razonamiento que ha un instante proponíamos a propósito de la indestructibilidad de la materia. Los seres que hay en el mundo no pueden, se nos dice, destruir ninguna cantidad de la energía física que despliegan. Démoslo por bueno; pero de que tal producción o aniquilamiento supere el poder finito de las criaturas no se sigue que sea asimismo superior al poder infinito de Dios.

Por otra parte, puesto que esas fuerzas se transforman y cambian, no existen por una necesidad de su naturaleza. Porque lo que existe de absoluta necesidad, existe siempre y no puede cambiar de estado. Esas fuerzas que cambian no existen, pues, de absoluta necesidad.

Han recibido, por consiguiente, la existencia de un ser bastante poderoso para dársela. Y si han recibido la existencia, quien se la ha dado puede también volvérsela a quitar. Por lo tanto, si es cierto que no pueden ser creadas [2158] ni aniquiladas por la industria del hombre, es falso que no puedan ser creadas ni aniquiladas por la voluntad de Dios. No son, pues, de suyo, ni eternas, ni indestructibles. No pueden explicarse sino por una intervención de Dios. Nos suministran una prueba más de la existencia del Creador. (Véanse los artículos Dios y Creación.)

4º Se afirma, no sólo la equivalencia, sino también la unidad de las fuerzas físicas que permanecen en el universo, y se nos dice que esas fuerzas se reducirían todas a movimientos mecánicos. Deducen de aquí que todo es movimiento en los fenómenos del mundo inorgánico, y, por consiguiente, que no es necesaria la intervención de Dios para explicar ninguno de esos fenómenos.

La teoría de la unidad de las fuerzas físicas es una hipótesis que no está demostrada. Respecto a la teoría que afirma la unidad de las fuerzas físicas y las químicas, harto problemática es todavía.

Pero supongamos que sean exactas ambas hipótesis. ¿Seguiríase de aquí que era inútil toda intervención de Dios para explicar la producción del mundo? En manera alguna.

En efecto, que las fuerzas físicas sean idénticas o únicamente equivalentes unas a otras, siempre las demostraciones que acabamos de dar conservan todo su valor y prueban que esas fuerzas han sido producidas por Dios lo mismo que la substancia de los cuerpos.

Añadamos a las anteriores pruebas un argumento que se apoya sobre las teorías mismas de la equivalencia y la unidad de las fuerzas físicas y químicas, y que demostraría, según distinguidos sabios, que los fenómenos sensibles estudiados experimentalmente por la Astronomía, la Física y la Química suponen la intervención de una causa diferente de la materia, y no se explican por la transformación indefinida y ab aeterno de las fuerzas que en ésta residen. Dejamos la palabra a Mr. Dupré, tan honrosamente conocido por sus trabajos sobre la teoría mecánica del calor. (Nota copiada por Caro en El Materialismo y la Ciencia.).

«Háse intentado sacar partido, a favor de una cierta filosofía, del primer [2159] principio de la teoría mecánica del calor, según el cual la suma de las fuerzas vivas existentes y de las fuerzas vivas que pueden producir los trabajos mecánicos disponibles en el universo es invariable, no obstante las continuas transformaciones que en esto se observan. Preténdese deducir de ahí que no cesarán nunca los movimientos visibles, y se añade que han existido siempre. Importa conocer con exactitud el valor de semejante aserto.

«El referido primer principio es, sin duda, incontestable hoy, pero no lleva legítimamente a las consecuencias que de él han querido deducir. En el estado actual de la nueva Ciencia, preciso es distinguir cuidadosamente dos clases de fuerzas vivas:

«1ª Las que residen en las moléculas y que no pueden ser observadas directamente.

«2ª Las que residen en los cuerpos compuestos de moléculas innumerables, y que son objeto de las observaciones astronómicas y físicas.

«Fácil es concebir toda la materia reunida en un solo bloque, dotada de una temperatura uniforme y tal que la suma de las fuerzas vivas moleculares sea igual a la suma actual de las fuerzas vivas de una y otra especie, conforme al primer principio. En ese estado posible, habiendo cesado todo movimiento en los cuerpos, habría desaparecido la vida; por lo cual se puede ya afirmar que el primer principio no entraña como consecuencia indeclinable la duración indefinida del orden existente.

«Pero bueno será que la Ciencia nos conduzca, no sólo a lo que puede suponerse sin contradicción con los principios conocidos, sino también a lo que realmente es. Conviene para llegar a este resultado la introducción de una cantidad que caracteriza el estado del sistema material que consideramos, y esa cantidad es la distancia de dicho sistema al reposo. Su definición matemática precisa muestra que si esa cantidad es nula existe el reposo en las masas y la uniformidad de temperatura, y sólo las moléculas ejecutan movimientos de muy corta extensión, con los cuales no es compatible la vida, como ni tampoco los movimientos astronómicos. [2160]

«Sentado esto, considérense separadamente los fenómenos que se operan sin descenso de calor y los que se operan con ese descenso, es decir, con paso de calor de un cuerpo caliente a un cuerpo frío, como sucede cuando el herrero mete el hierro candente en el agua, o cuando chocan dos sólidos no elásticos, y sus partes contiguas, que se calentaron primero, transmiten su calor a las moléculas inmediatas.

«En el primer caso se prueba que la distancia sigue invariable (Véanse las actas de la Academia de Ciencias francesa del 1º de Octubre de 1866 y los Anales de Química y Física); en el segundo caso se demuestra que la distancia disminuye; y como los cambios con descenso son continuos en el universo, ya porque los cuerpos fríos se calientan a expensas de los otros, ya a causa de los cambios incesantes de forma debidos a las diferencias de atracción, las cuales producen roces, y por consiguiente descensos, es cierto que la distancia disminuye continuamente. Los movimientos relativos de los cuerpos tienden, pues, a acabarse naturalmente. Ni vale objetar que de los cálculos astronómicos resulta que, por ejemplo, la Tierra y el Sol, suponiéndolos solos en el espacio, girarían en apariencia perpetuamente el uno alrededor del otro; porque desde el momento en que había movimiento relativo, las diferencias de atracción, de las cuales es un efecto el flujo y reflujo del mar, producirían deformaciones, calor y descensos, y, por consecuencia, diminuciones de distancia. Si el análisis indica la rotación perpetua, es debido solamente al empleo de teoremas de mecánica, aplicables en todo rigor tan sólo a cuerpos rígidos que no tienen existencia real; y si bien es cierto que las diminuciones de distancia, que se desprecian al hacer esa hipótesis, son muy exiguas, resulta que con el tiempo se acumulan, y está fuera de duda que observaciones astronómicas bien dirigidas, con la precisión suficiente y a tiempos bastantes lejanos unas de otras, concluirán por poner en relieve la tendencia de los cuerpos al reposo absoluto o al reposo relativo, que lo mismo da para el caso en esta importante cuestión.

«Así, en lo por venir, el orden existente [2161] no puede, aparte de ciertas modificaciones, durar siempre.

«En lo pasado, es cierto que ha tenido un comienzo; pues se prueba que sin esto las pérdidas de distancia acumuladas hasta nuestra época en cada porción limitada del mundo material ofrecerían una suma infinita, lo cual es imposible, puesto que, por otra parte, se prueba fácilmente que la distancia no ha podido nunca llegar al doble de la fuerza viva total actual.»

En resumen: un cuerpo no puede modificar la temperatura o el movimiento de otro cuerpo sin que se aproximen. Todos los cuerpos tenderán, pues, a aproximarse mientras tanto que no sea uniforme su temperatura, y esto acontecerá en un tiempo finito. Si, pues, no es hoy uniforme la temperatura de los cuerpos, resulta que su calor y su movimiento llevan de existencia un tiempo demasiado corto; resulta que ese calor y ese movimiento han comenzado. Luego si han comenzado no son eternos y han sido producidos. ¿Y quién es el que los ha producido? Sólo Dios ha podido ser.

La acción de Dios, que los materialistas tratan de quimera rancia, es, pues absolutamente necesaria para dar razón del universo material. Si no hubiese Dios, ni la existencia de la materia, ni la de sus fuerzas y sus propiedades, ni la de su movimiento sensible, podrían explicarse.


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Refutación de la teoría materialista del mundo orgánico.

Esta teoría pretende explicar por el solo concurso mecánico de las fuerzas físicas:

1º La producción de la materia viviente.

2º La constitución de los órganos de los animales superiores.

3º El nacimiento de todas las especies vegetales y animales.

Nosotros, por el contrario, juzgamos que esas diversas formaciones son incomprensibles si no se admite un principio vital distinto de la materia bruta, que sea como el arquitecto bajo cuya dirección los diversos organismos se construyen y se reparan con los materiales que el mundo inorgánico les proporciona. Así procuraremos probarlo ahora refutando la teoría materialista [2162] respecto a los tres puntos que dejamos indicados.

1º ¿Puede ser producida la materia viviente por el encuentro y combinación de substancias sin vida? Los materialistas contestan que sí, y alegan al efecto que está compuesta de los mismos elementos químicos, que la fabrica Berthelot en su laboratorio, y que no hay límite claramente marcado entre el orden mineral y el orgánico; que hay generaciones espontáneas de organismos inferiores, y que además los fenómenos vitales se explican por las leyes de la Física y de la Química.

Sin entrar en los pormenores de estas dificultades, y para mayor brevedad, nos contentaremos con demostrar tres asertos que las refutan todas:

1º Existe marcada diferencia entre los fenómenos inorgánicos y las manifestaciones de la vida.

2º La vida no se produce sin un germen procedido de un ser viviente; o en otros términos: que no hay generaciones espontáneas.

3º Los materiales que entran en la formación de los seres vivientes y en sus funciones están a la verdad tomados del mundo mineral; pero esos materiales no explican por sí solos el fenómeno de la vida, y es necesario para dar razón del mismo admitir la existencia de un principio vital.

Hay una marcada diferencia entre los fenómenos inorgánicos y las manifestaciones de la vida.

Que haya semejanzas entre ambas clases de fenómenos no es dudoso, ni cosa que deba tampoco sorprendernos, toda vez que el viviente se nutre de elementos inorgánicos. Pero hay al mismo tiempo profundas e irreducibles diferencias que distinguen la materia viviente de la materia bruta. En efecto, la substancia viviente está dotada de un movimiento espontáneo, se nutre asimilándose los alimentos propios para constituirla, y se destruye a medida que se forma; de manera que los materiales que la componen se gastan poco a poco, y son desechados por el organismo; los seres vivientes se reproducen por generación, y, en fin, todos crecen, envejecen y mueren. Ahora bien; ninguno de estos caracteres se halla en los minerales. [2163]

Cierto es que nos dicen que la cristalización semeja a la nutrición; pero olvidan que el cristal no destruye los materiales que le constituyen, al mismo tiempo que se anexiona otros; en el cristal hay aumento, no alimento.

Alegan además que las células de un orden inferior se separan las unas de las otras a medida que se forman, en vez de organizarse en un todo más complejo. Resulta de ahí que las células tienen una vida menos elevada que las plantas y los animales superiores; pero esas células se distinguen, sin embargo, profundamente de todos los minerales, puesto que gozan de todos los caracteres de la vida que acabamos de indicar.

Nos dicen que el químico ha llegado a producir substancias parecidas a las que fabrican los organismos. Concedámoslo; pero tienen que reconocer que la substancia fabricada en los laboratorios no vive, que no posee ninguno de los caracteres arriba expresados.

Dicen, por fin, que el rotífero desecado que ofrecía las apariencias de la muerte vuelve a la vida bajo la acción de la humedad. Pero no advierten que hay en eso una prueba más de la profunda diferencia que separa la substancia viviente de las substancias producidas artificialmente. ¿Pues cuál es el motivo de no poderse traer éstas a la vida, sino el faltarles el principio vital? Y ¿por qué los órganos de los rotíferos se ponen a funcionar de nuevo sino porque había permanecido en ellos ese principio, y no aguardaba más que las circunstancias favorables para ejercitar su acción?

Hay, pues, una absoluta diferencia entre los seres vivientes y los seres no organizados.

La vida no se produce sin un germen procedido de un ser viviente; o en otros términos: que no hay generaciones espontáneas.

Inútil es relatar aquí las múltiples y decisivas experiencias con que Mr. Pasteur ha demostrado este punto. (Véase el articulo Generaciones espontáneas.) Recordemos únicamente que ese ilustre sabio ha demostrado los defectos de todas las experiencias sobre que se pretendía fundar la teoría de las generaciones espontáneas, y que nadie hasta [2164] ahora ha podido poner ningún reparo formal a los procedimientos por él empleados. Cierto es que Büchner dice que la vida se produce espontáneamente en organismos más imperfectos y pequeños que los de las experiencias de Mr. Pasteur. Pero ésa es una hipótesis completamente gratuita, y no lo es menos el suponer que los organismos más imperfectos son más pequeños que los sometidos a nuestros microscopios.

Los materiales que entran en la formación de los seres vivientes y en sus funciones están, a la verdad, tomados del mundo mineral; pero esos materiales no explican por sí solos el fenómeno de la vida, y es necesario para dar razón del mismo admitir la existencia de un principio vital.

Sometiendo las substancias organizadas al análisis químico, se encuentran en ellas elementos tomados del reino mineral. Que las diferentes funciones de la vida, la locomoción, la respiración, la circulación de la sangre, la digestión, &c., se producen en conformidad con las leyes demostradas por la Mecánica, la Física y la Química, cierto es; pero nada de particular tiene eso, porque los materiales que las plantas y los animales se asimilan son tomados del mundo mineral, y por entrar en un organismo viviente no cesa la materia de estar sometida a la mayor parte de las leyes que la rigen. Hay, pues, semejanzas entre la materia organizada y la materia bruta bajo el punto de vista de su constitución y sus operaciones.

Pero van descaminados los materialistas al invocar dichas semejanzas para negar la existencia del principio vital. Al lado de esas semejanzas hay, en efecto, según acabamos de ver, diferencias muy características, diferencias cuya explicación es precisamente lo que se requiere para dar razón de la vida.

Pongamos en parangón de una parte la materia viviente, y de otra la inanimada, escogiendo, en cuanto sea posible, los compuestos de los mismos elementos químicos. ¿Por qué encontramos de un lado las funciones del movimiento espontáneo, de la nutrición, de la generación y de la muerte, mientras que del otro todo se reduce a movimientos mecánicos? Esta profunda diferencia alguna causa habrá de tener. [2165] Los materialistas ninguna causa designan para ello, y no obstante, bien sabido es que no puede darse efecto sin causa.

Y esa causa no puede ser aquí sino un principio ajeno a la materia bruta, es decir, un principio de vida.

Una prueba particularmente persuasiva de que ese principio difiere absolutamente de las causas físicas es la muerte, que, pasado un plazo más o menos largo, hiere al ser viviente hasta cuando se halla éste en las más ventajosas condiciones de existencia. En tales condiciones no se disgregan nunca los compuestos químicos. La razón de la vida no es, pues, una combinación química.

La necesidad del principio vital se echa de ver más todavía cuando consideramos los organismos más complejos y más perfectos, sus tan diversos tejidos, sus tan variados órganos, y observamos que estas partes todas están visiblemente asociadas en atención al todo viviente.

Hemos hecho resaltar, particularmente en el artículo acerca de Dios (prueba de su existencia por las causas finales), que dichas partes, todas indispensables para la vida, no pueden reunirse tan harmónicamente por efecto del acaso o de una ley mecánica, y que se agrupan en atención a un designio y para la realización de un plan. Preciso es, pues, que haya dentro del ser viviente un principio distinto de las fuerzas físicas que las actúa en atención a dicho plan, y que organiza todos aquellos elementos inconexos.

Y es, por último, una prueba experimental de la existencia del principio vital la imposibilidad en que se hallan los químicos de sacar la vida de sus retortas, y también muy principalmente la imposibilidad de la naturaleza para producir ningún ser viviente sin el influjo de un germen. ¿Por qué es necesario para producir la vida un germen viviente, sino porque exige la misma un principio que las fuerzas físicas y químicas son incapaces de producir? (Véanse los artículos Generaciones espontáneas y Principio vital).

2º Después de haber aproximado lo más posible la materia viviente y la materia bruta con objeto de explicar el origen de la vida exclusivamente por [2166] el juego de las fuerzas físicas y químicas, hacen los materialistas un cambio de frente, digámoslo así, cuando se ven en el caso de explicar, no ya el origen de la vida, sino la formación de los diversos organismos. Entonces la célula viviente, asemejada antes a las combinaciones químicas, aparece dotada de un extraordinario poder. Se interpretan todas las experiencias de la ciencia moderna de modo que se desprenda que las células lo hacen todo, lo son todo, y que los organismos que ellas constituyen nada son ni nada hacen. El animal más perfecto no es para el materialismo otra cosa sino una agregación de células. Esta singular evolución de los partidarios de dicho sistema no carece de motivo.

En efecto, su procedimiento consiste en explicar lo superior por lo inferior. Así, pues, mientras se trataba de explicar la célula por el concurso de los elementos químicos, preciso era dejar en la sombra sus propiedades características; pero ahora que les es preciso buscar el porqué del individuo organizado en el solo concurso de las células, necesitan realzar las propiedades específicas de éstas y disimular las propiedades características del individuo, particularmente la unidad y la sensibilidad. Y hecha esta observación preliminar, de que debíamos tomar nota primeramente, pasemos ahora a ver lo que hay de verdad y lo que hay de infundado en los asertos de nuestros adversarios.

Que las células se asocian para formar los tejidos, los tejidos para formar los órganos, y los órganos para formar el individuo viviente, es cierto. ¿Pero cuál es la causa de esa asociación? Se nos dice que la célula. Y esto es también verdadero, pero bajo dos condiciones: la primera, que la célula esté de antemano dotada de las propiedades de la materia viviente; y la segunda, que obedezca a una dirección que le señala tal o cual oficio. Ahora bien; esas dos condiciones suponen también la acción del principio vital; porque ¿de dónde vienen las propiedades de la materia viviente? Hemos visto hace un instante que del principio vital. ¿Y de dónde viene la dirección dada a las células en las funciones vitales? Evidentemente también del mismo principio. Ese principio [2167] lo rechazan los materialistas, y lo rechazan porque no quieren tomar en cuenta las dos condiciones bajo las cuales tienen que obrar las células para producir organismos. Y en eso es en lo que van errados.

Dicho principio es, y eso no lo contradecimos, inmanente a la materia viviente; pero por él vive ésta; es preciso que él la haya labrado, que la haya hecho apta para formar tejidos, órganos e individuos vivientes, y es además preciso, una vez organizado el individuo, que ese mismo principio inmanente a toda la materia que constituye el individuo viviente; es preciso, decimos, que ese mismo principio presida á todas las funciones de la vida y que sostenga sus elementos, y, en una palabra, para decirlo con las expresiones de Aristóteles y de Santo Tomás de Aquino, es preciso que informe la materia.

Y ese principio, no obstante informar todos los elementos que componen el individuo viviente, es no menos notable por su unidad. De él viene, en efecto, la unidad del individuo viviente, porque él es quien produce y conserva la asociación de las células y la harmonía de las funciones, dirigiéndolo todo hacia un mismo fin como un hábil sobrestante dirige los obreros que están a su mando y les hace realizar el plan trazado por el arquitecto.

Esta unidad del principio viviente se manifiesta además de una manera experimental en los animales dotados de sensibilidad. En efecto; cuando está malo un pie o un ojo, es un solo y mismo individuo quien padece; cuando ven los ojos y oyen los oídos, es el mismo individuo quien ve u oye. Cuando es preciso ejecutar un movimiento o huir de un enemigo, es el mismo individuo quien manda a todos los músculos y les hace ejecutar sus órdenes. Sin duda que hay movimientos que llamamos reflejos, que se pasan sin el visto bueno de la voluntad y que se continúan en los miembros, que, como la parte posterior de una rana, han sido separados del tronco. Pero esos movimientos presididos por los ganglios nerviosos no por eso dejan de estar harmonizados con el conjunto del organismo. La vida que en ellos se manifiesta es una vida dependiente, o más [2168] bien una función de la vida del individuo; y cuando los miembros en cuestión se separan por completo, esa función desaparece muy pronto, a no ser que un nuevo principio vital venga a apoderarse de ella y hacerla entrar en un organismo completo. Preténdese que los ganglios tienen cada uno su sensibilidad independiente. Tal aserto es contrario a la experiencia, porque el hombre atribuye al mismo individuo todos sus dolores y todas sus sensaciones, sin que tenga tantas sensibilidades conscientes como ganglios nerviosos. Por lo demás, no es aquí lugar propio para examinar la parte que cada elemento viviente toma en la vida del todo.

Mientras se trata sólo de vegetales o animales, y no de la inteligencia, puede admitirse con Santo Tomás de Aquino que la vida del todo no es otra cosa que la vida de los elementos asociados, pero a condición de reconocer que la vida de los elementos asociados tiene por causa un principio de vida único y común a todos. Y esto la experiencia muestra ser así, pues que todos los elementos permanecen asociados y funcionan harmónicamente en atención a su fin común, y en los animales conscientes la sensibilidad no se divide entre las células, sino que es común al todo que forma el individuo.

Nada veda, por lo demás, que una parte separada del individuo primitivo continúe viviendo de una vida que, a consecuencia de ese fraccionamiento, se le hace propia. Mientras no había más que un individuo, no había más que una vida; si los individuos se multiplican, las vidas se multiplican, como ellos, perfectas y destinadas a perpetuarse en los individuos completos, como son los que se forman por gemación; imperfectas, al contrario, y destinadas a perecer bien pronto en los miembros separados del tronco que no tienen poder para labrarse lo que les falta, y que continúan vegetando mientras los materiales que han recibido del tronco primitivo pueden suministrar los alimentos necesarios a aquella vida incompleta.

3º ¿Ha dado la evolución de la materia viviente origen a todas las especies vegetales y animales sin la acción [2169] de ningún principio vital distinto de las propiedades físicas y químicas de la materia? Así lo sostienen los materialistas, y, como de costumbre, apoyan su tesis en los argumentos del transformismo.

Les hace, efectivamente, falta para defender su teoría considerar las especies como simples variedades que se modifican según las circunstancias. Nos limitaremos a darles las dos siguientes respuestas:

1ª Aun suponiendo demostrado el transformismo, no por eso lo estaría el materialismo. Hemos, en efecto, probado que, sea cualquiera la forma en que se presente, la vida exige un principio vital. ¿Hay, pues, tantos principios vitales.... de diferentes especies, irreducibles los unos a los otros, como especies animales y vegetales se cuentan? ¿0 bien son los principios vitales de los seres vivientes de una misma especie todos? He aquí la única cuestión que se debate entre los adversarios y los defensores del transformismo. Pero a cualquiera de estos dos partidos que se ajuste le sentencia, nunca podrán prevalerse de ella los materialistas. Porque habrá en ambos casos que admitir un principio vital, y el materialismo consiste precisamente en rechazar ese principio. No hay duda que los espiritualistas tienen un argumento más contra el materialismo siendo las especies distintas e irreducibles las unas a las otras. Pero ese argumento no les es necesario porque, según acabamos de decir, aun en el caso de que se demostrase el transformismo de las especies vivientes, no podían deducir de ahí los materialistas que la vida se explica sin principio vital. Y así sucede también aquí que su conclusión no se halla contenida en las premisas.

2ª ¿Pero puede mirarse como demostrada la hipótesis transformista, no digamos ya por lo que mira a la especie humana, sino en cuanto a los vegetales y los animales? Ningún hombre científico, ni aun entre los transformistas, se atrevería a afirmarlo formalmente. Es una hipótesis que no está probada, y a la cual se hacen objeciones insolubles. (Véase el artículo Transformismo.) Decíamos, pues, ha un momento que la conclusión de los materialistas no [2170] estaba contenida en las premisas que ellos toman del transformismo, y podemos, por lo tanto, añadir ahora que esas mismas premisas son meramente unas hipótesis no demostradas.

En resumen: hemos visto derrumbarse por todos lados la teoría materialista del mundo orgánico al punto que hemos dado la más ligera sacudida a una, u otra de las numerosas columnas de ese edificio al cual se ha querido con vano empeño buscarle apoyo en los datos de la ciencia experimental. Y, sin embargo, según lo hemos hecho notar, con derribar de una sola de tales columnas nos bastaba ya para demostrar lo infundado del sistema.


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Refutación de la explicación materialista del pensamiento. Los materialistas intentan, por un lado, reducir el pensamiento a una asociación de sensaciones, y quieren, por otro, apoyarse en las relaciones del pensamiento con el cerebro para sostener que aquél es una función de éste.

Hemos demostrado en los artículos Asociacionismo y Espiritualidad del alma (Véanse también los artículos Alma, Alma de los brutos) que los juicios y conceptos universales del hombre van acompañados de sensaciones aisladas o asociadas, pero que se distinguen absolutamente de ellas y que exigen un principio que sea, no solamente vital, sino también intelectual y racional; es decir, en otros términos, un principio espiritual. No repetiremos, pues, aquí aquella demostración, y pasaremos al argumento que los materialistas sacan de las relaciones del pensamiento con el cerebro. Argumento es éste en que se dan por ciertos muchos hechos hipotéticos, e incurren, sobre todo, en error al deducir de tales hechos la conclusión de que quien piensa es el cerebro. Porque, en efecto, semejante conclusión no se contiene en las premisas que los materialistas toman de los datos de la ciencia experimental. Sus argumentos, preciso se hace repetirlo una y otra vez, adolecen todos de ese mismo defecto.

No nos detendremos en aquilatar uno a uno los hechos alegados por nuestros adversarios. Sería un trabajo inútil, y nos contentaremos con mostrar que los principales hechos que nos oponen, [2171] aquellos que consideramos exactos, están acordes con la fisiología de Santo Tomás, y, por consiguiente, con la doctrina de la Iglesia católica, que tan grande autoridad ha atribuido siempre a este ilustre Doctor.

En efecto, según Santo Tomás, todo conocimiento intelectual va acompañado de imágenes sensibles suministradas por la imaginación o fantasía. Y según el mismo santo Doctor, la imaginación es una facultad sensitiva que es común al hombre y a los animales, y que tiene por órgano la parte anterior del cerebro, sin la cual no puede ejercitarse. Y éste es el motivo por qué, cuando el cerebro está enfermo o lesionado, la imaginación no puede obrar libremente, viéndose, por consiguiente, reducido a la impotencia el entendimiento. Así se explican todas las observaciones que los materialistas nos presentan muy sin razón, ya lo vemos, como otras tantas pruebas de su sistema.

La localización en ciertas regiones del cerebro de la facultad de hablar o de escribir, se comprende asimismo muy fácilmente cuando se admite, como nosotros lo hacemos, la Filosofía del Doctor Angélico. No tan sólo enseña éste, en efecto, que las imágenes suministradas por la imaginación con el concurso del cerebro son necesarias para todos los actos intelectuales, sino también que las facultades sensitivas que tienen por órganos el cerebro y los cinco sentidos reciben en el hombre, bajo el influjo de la inteligencia, las aptitudes que los peones, los obreros y todos los hombres en general adquieren más bien por un ejercicio físico que por la reflexión (in I Metaph., lect. 1, y en II Poster. Annal., lect. XX). Por esto según él, merece en el hombre la parte superior de las facultades sensitivas el nombre de cogitativa. Como la palabra y la escritura se aprenden por el ejercicio más bien que por la reflexión personal, deben ser clasificadas dichas facultades de hablar y escribir entre las que tienen su asiento en la cogitativa, y se ejercitan de consiguiente por el órgano del cerebro y de los sentidos. Sentado lo cual, nada hay de extraño en que una lesión del cerebro nos prive en todo o en parte de las expresadas facultades u otras parecidas. [2172]

No es aquí ocasión de estudiar a fondo esa teoría de Santo Tomás, que tan admirablemente contesta a todas las objeciones que el materialismo nos presenta invocando el nombre de la Fisiología moderna. Haremos, sin embargo, notar que el santo Doctor no concede a los animales todas las facultades que se hallan ligadas al cerebro del hombre. Porque, en efecto, varias de esas facultades no se producen en nuestras potencias sensitivas sino bajo el influjo de la inteligencia, y no pueden, por consiguiente, encontrarse en el alma de los brutos, que carecen de razón. Y es evidente que a esa clase de facultades corresponde el uso del habla y de la escritura.

Todos los hechos que la Fisiología del cerebro ha dado a conocer hasta ahora, y otros parecidos que pueda descubrir en lo sucesivo, concuerdan, pues, sin la menor dificultad con la Psicología cristiana, y así no puede emplearlos contra nosotros el materialismo.

Por lo demás, al lado de esos hechos hay otros no menos ciertos que echan por tierra la teoría materialista, y son los que hemos mencionado en el artículo Espiritualidad del alma. Bástenos recordar aquí que la actividad intelectual y moral se halla muy lejos de estar siempre en razón directa de las fuerzas del organismo, ni, por consiguiente, de los recursos del cerebro. «El alma, hace notar Mons. Turinaz (El alma, pág. 25), tiene fuerzas que dependen de ella misma, y que no están a merced de la influencia del cuerpo y de los sentidos. Muchas veces su actividad, su penetración, su fecundidad, se aumentan con los años, no obstante la flaqueza y enfermedades de la vejez, y aquella luz que parece próxima a extinguirse lanza inusitados resplandores. En un cuerpo quebrantado y oprimido por el dolor, desfigurado por la edad, helado ya por la muerte, permanece el alma vívida, activa, victoriosa, más libre y soberana que nunca. Al aproximarse la muerte, dice un filósofo y orador de la antigüedad pagana (Cicerón, De Divinat., lib. I, c. XXX), toma el ánimo nuevo brío y parece acercarse a la Divinidad. ¿Quién no ha conocido, bajo las envolturas de un cuerpo [2173] arruinado por los trabajos y encorvado bajo el peso de los años, inteligencias vivas, activas y fecundas, que se enriquecían cada día, que producían obras imperecederas, que dominaban las muchedumbres con los acentos de la más elevada elocuencia, y extendían el reino de la verdad con las conquistas de la ciencia? ¿Quién no ha admirado almas de fuego en cuerpos acabados con la enfermedad y tocados ya del frío de la muerte? El trabajo del pensamiento, las laboriosas vigilias de la ciencia, los vuelos de la oratoria, acaban en pocos años la más vigorosa salud, dejando, empero, a las almas sus generosos ardores, y aun también a veces su incomparable fecundidad. El desarrollo exagerado del cuerpo, los excesivos cuidados que se le consagran, producen casi siempre profundo y pesado letargo, enflaquecimiento de la inteligencia.»

Llevamos, pues, dentro de nosotros un principio independiente de la materia.


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Refutación de las teorías materialistas acerca de Dios, el alma, el libre arbitrio, la Moral, las artes, las relaciones sociales. Consecuencias de dichas teorías.

Según los materialistas, estas palabras: Dios, alma, libre arbitrio, expresan ilusiones a las cuales no corresponde realidad alguna; según ellos, basta para la humanidad una Moral, unas artes y unas relaciones sociales que se funden en el interés, el placer, el realismo y el egoísmo, y que no se inspiren en la obligación, en el ideal y en la abnegación de sí mismo. Hemos demostrado en los artículos Asociacionismo, Dios, Espiritualidad del alma, Libre arbitrio, Moral, la verdad de todas esas nociones, y en dichos artículos hallará el lector la refutación de los asertos del materialismo.

Contentémonos con hacer resaltar aquí que las consecuencias lógicas de las teorías materialistas serían la destrucción de toda Moral, de toda virtud, de todo arte, de toda sociedad y, por consiguiente, la destrucción de todos los medios que el hombre posee, no sólo para elevarse hacia lo ideal, sino también para adquirir y desarrollar su bienestar material.

Desde luego el materialismo lleva consigo lógicamente la ruina de toda verdadera Moral y toda virtud. Porque si no hay Dios, ni hay alma, según nuestros adversarios lo pretenden, no hay ya tampoco religión en esta vida, ni sanción moral en la otra. Ahora bien; hagámonos cargo de que hasta ahora los pueblos se han civilizado y engrandecido bajo la influencia de la Religión, y bajo esa misma influencia se han formado para el bien los individuos, han hallado consuelo los afligidos, y han mostrado los fuertes y los poderosos respeto a los débiles y los desvalidos, así como también han perdonado los ofendidos, se han arrepentido de sus faltas los culpables, y se han sostenido en el camino del bien los hombres virtuosos. ¿Qué sería, pues, una sociedad que no creyese en Dios ni en la otra vida? No hay nadie que sea capaz de preverlo.

Los materialistas rehusan reconocer nuestro libre arbitrio, y esa negación lleva consigo las mismas consecuencias que la negación de Dios y de la vida futura. «Si la libertad no existe, dice el ya citado Mons. Turinaz (ibid., pág. 40), desaparece la responsabilidad; y quitada la responsabilidad, no sería la ley más que una insensatez. Pues ¿qué habláis de responsabilidad a la roca que os alcanza en su caída? ¿al fuego que devora vuestras habitaciones? ¿al rayo que os hiere? ¿al torrente que arrolla los diques con que habíais intentado contener sus olas? ¡Y venís a hablar de responsabilidad al hombre que no tendría más que impulsos que le empujasen y dominasen, y cuya conciencia sería un mecanismo dirigido por una fuerza ciega!

«Si se niega la libertad, si se destruye la responsabilidad, no existe el deber. El deber cuyo cumplimiento cuesta a menudo tantos esfuerzos, tantas luchas y lágrimas; el deber que la ley impone, que la conciencia recuerda, cuya violación produce en todas las almas un remordimiento que no se acalla; el deber, que toda la sabiduría humana ha proclamado, ese deber no sería más que una quimera.

«Y a mayor altura que el deber hay la virtud, la práctica constante del deber, la lucha victoriosa contra las malas pasiones y las seducciones del [2175] orgullo, contra todas las pérfidas insinuaciones del egoísmo. A semejante virtud, ¿quién habrá tan bajo y corrompido que le niegue el homenaje de su admiración? Ella constituye la verdadera grandeza del hombre, la perfección de nuestra naturaleza.» Pues en buena lógica procede que los materialistas nieguen la virtud, y en efecto la han negado. Han dicho que el vicio y la virtud son productos corno el azúcar y el vitriolo. (Revista de Ambos Mundos, 15 de Octubre de 1861.)

«Preciso sería, prosigue Mons. Turinaz, para estigmatizar tales doctrinas tomar de un filósofo pagano, de Platón, las enérgicas palabras que dirigía a los corruptores de la moral en Atenas: «¡Retiráos, y no vengáis a depravarnos!...» Nosotros realizamos una grande obra... Aspiramos, nosotros todos los que queremos ser virtuosos, a representar en nosotros mismos, y en el drama de la humana vida, la ley divina y la virtud... No contéis, pues, con que os hayamos de dejar penetrar sin resistencia entre nosotros y levantar vuestra tribuna en la plaza pública y dirigir la palabra a nuestras mujeres, a nuestros hijos, al pueblo todo, y predicarles máximas disolventes destructoras de toda virtud.»

Lleva también consigo el materialismo la ruina de las artes todas. «Cierra, dice también el mismo autor, cierra todos los horizontes al pensamiento, y agota en sus primeras fuentes la inspiración y el entusiasmo. No puede menos de producir fatalmente una irremediable decadencia. Lo que constituye el verdadero poder del artista, lo que le inspira, es el ideal; el ideal de la belleza suprema, infinita, que la mirada del genio entrevé. En ninguna parte, ni aun en aquellas obras que son una mera reproducción de la naturaleza, es puramente material la hermosura, y otro tanto decimos respecto al hombre. Lo que hace la belleza del rostro no es la regularidad de las líneas y la corrección de los rasgos; es, sobre todo, la expresión...; es una irradiación que viene de adentro y se refleja en la frente del hombre; es el alma misma, perceptible, digámoslo así, a través de los velos del cuerpo, que la deja transparentarse iluminado por aquella llama [2176] interior. Por consiguiente, lo que hace la inspiración del genio en las artes son los sentimientos nobles y generosos, las aspiraciones hacia las alturas iluminadas por las santas creencias y las inmortales esperanzas; aquellos vuelos del corazón de los cuales nos habla San Agustín; aquellos vuelos del corazón que dan alas al pensamiento y que lo llevan a las regiones de lo infinito... Ahora bien; el materialismo ha sustituido a los sentimientos las sensaciones; a las sublimes creencias, las negaciones y las blasfemias; a las visiones celestes de la pureza, degradaciones horribles; a los ardores generosos, las concupiscencias animales; a los horizontes de lo infinito, las estrechas barreras de un abyecto realismo; a la belleza, que es un reflejo del esplendor de Dios, los triunfos de una carne sumida, en el cieno.»

El materialismo lleva además consigo la destrucción de la familia, la patria y la sociedad toda. ¿En qué viene, efectivamente, a convertirse el matrimonio si se prescinde del deber y se suelta la rienda a las pasiones? ¿Qué viene a ser de la familia si se rompe la unión conyugal? ¿Qué se hacen la abnegación y el sacrificio por la patria en un corazón donde se dejan sólo oír como soberanos el interés y el placer? Ya lo hemos dicho: explicar el sentimiento del deber por una asociación de sensaciones dominadas por el egoísmo y el amor de las comodidades, es destruir toda obligación y toda moral verdadera; es derribar los diques que contienen las pasiones malsanas; es agotar las fuentes de la abnegación y del sacrificio.

Los materialistas imaginan mantener los lazos que constituyen la familia y la sociedad con proponer como ideal del bien el provecho del mayor número. Mas como el bienestar de un individuo es a menudo el resultado de las privaciones de los demás; como el provecho de uno no se harmoniza siempre con el del otro; como a veces es difícil discernir lo que es provechoso para los más; como, por fin, una vez quitado el deber, que el racionalismo suprime, nada me obliga a sacrificar mis satisfacciones personales, y a olvidarme a mí mismo por el bien de mis semejantes; como, en otros términos, hay entre los [2177] hombres lucha perpetua por los bienes de. la vida, tendremos que venir, o bien a someter legalmente los débiles a las exigencias de los fuertes, por tiránicas, opresivas y brutales que se las suponga, y reducir así la mayor parte del género humano a una horrible esclavitud, o bien a romper todos los lazos sociales, a privar a los débiles de la protección de las leyes, y entregarlos con eso a todas las codicias y exigencias de los que tienen de su parte la fuerza; de modo que el resultado es siempre la esclavitud de los unos y la tiranía de los otros, con el odio y la guerra de todos los hombres unos contra otros.

Si semejante estado de cosas pudiera realizarse, ¿adónde irían a parar, no ya sólo la virtud, sino también el bienestar de la humanidad?

Cosa es que ni aun se atreve uno a pensarlo.

Por fortuna no tenemos que temer que tales excesos se lleven a efecto, sino tal vez accidentalmente y por muy poco tiempo, porque Dios ha puesto en los corazones de todos los hombres aspiraciones hacia el bien, y un aprecio de la virtud, y un sentimiento del derecho y de la justicia, que se sublevan al solo pensamiento de tan horrorosa e inicua anarquía. Estos sentimientos van por doquier unidos a las creencias religiosas, al temor de Dios y a la esperanza de una vida futura, y son la condenación del materialismo, que en vano se esfuerza por destruirlos, y le impedirán siempre reinar sobre la masa del género humano.

Puede, efectivamente, decirse también del materialismo lo que del ateísmo decíamos: que no es tan solamente un error, sino la perversión de cuanto hay grande en el hombre, porque es la sustitución del placer al deber, de la fuerza al derecho, de las sensaciones egoístas a los sentimientos generosos, y de los sentidos a la razón.

J. M. A. Vacant. [Catedrático en el Gran Seminario de Nancy]


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