Revista de las Españas
Madrid, agosto de 1927
2ª época, número 12
páginas 499-507

Eugenio d'Ors
La filosofía de Menéndez Pelayo {1}

I

Hacia el fin de la primera década del presente siglo, Daniel Berthelot, hijo del químico famoso, profesaba en París y en Sorbona un curso libre, bajo el título «Un pragmatismo utilitario», que se veía muy concurrido. Tratábase en aquél de estudiar –digámoslo sin ambages, de combatir– la filosofía de Henri Bergson. El tema esencial consistía en poner de manifiesto el enlace, en cuya virtud cabía filiar las teorías del maestro del Colegio de Francia en las de ciertos románticos alemanes, Schelling sobre todo.

Tan viva era la revisión, y su publicidad entre las gentes adquirió pronto tal carácter, que el ilustre pensador, por ella dejado, creyó oportuno contestar de algún modo. El modo, oblicuo aunque nobilísimo, cifróse en la publicación de un trabajo, por más de un concepto admirable, que hoy se puede encontrar en las colecciones de la Revue de Metaphysique et de Morale, para dilucidar dónde reside, en último término, la originalidad en filosofía. Los conceptos, los principios, las teorías de cada filósofo, viene a decir allí Bergson, forman una especie de construcción o fábrica, entre cuyos elementos pueden y deben entrar materiales de origen diverso, a veces de ajena cantera, a veces de molde municionado, así como entran en la fábrica de un edificio columnas cuya novedad de talla no importa, ornamentos de croquis mil veces repetido. Lo que importa en la obra del filósofo, lo que importa en la obra del pensador, no son esos detalles, sino una disposición general, un orden, un ritmo, que traducen una ley general, derivada de la existencia de una visión personal del mundo, de una intuición central y matriz. Aquí precisamente, en esta intuición, radica, y aquí debe buscarse, aquí, y no en otra parte alguna, la originalidad auténtica de cada pensador verdadero. Esto es su creación, su producto infundible, su lote, su mensaje. Quizá revelable en una página única, en una fórmula, en una palabra... No está muy lejana, señores, de esa tesis de Henri Bergson, una especie de fantasía mnemotécnica o escolástico juego, en que, cuando años mozos, hube de ejercitarme con otros camaradas, que intentaba reducir toda la complejidad de la historia entera de la Filosofía a un proceso o desfile de grandes lemas, cada uno acoplado con el nombre de un máximo filósofo, y donde el lema «Idea viviente» representaba el pensar de Platón y el lema «Werden» el de Hegel, con el mismo derecho y la misma plenitud que el cruce de dos rectas representa el Cristianismo todo, o la reunión de tres colores cuanto en un país se significa con el nombre de Patria.

Esta misma tesis acerca del punto central y único en que radica la originalidad de cada pensador ha podido servirnos, en más de una ocasión propicia, de un modo que no podemos menos de juzgar concluyente, a veces en coyuntura erística y como conclusión de un debate, la originalidad de tal o cual pensador, antiguo o moderno, que ciertos fáciles triunfos de la curiosidad erudita infirmaban. En escritores antiguos, sobre todo, se repite con frecuencia el hecho de ciertas influencias, empréstitos y aun verdaderos plagios que llenan sus obras, gobernados por la despreocupación magnífica, propia, en este capitulo, de las costumbres de otros tiempos. En nuestro precoz y elegantísimo humanista Bernat Metge, verbigracia, autor del muy gracioso Somni o Diálogo sobre la inmortalidad del alma, no le ha costado [500] excesivamente a la erudición demostrar la repetición continua e inconfesada de argumentos de Cicerón, como la de gracias, sátiras y primores de Bocaccio. Yo, a desgrado de ello, he sostenido siempre el valor original del pensamiento de Bernat Metge. Qué poco significan, según el referido concepto de la personalidad filosófica, tales aportaciones, tales repeticiones: lo importante está más adentro, más en lo hondo. Quiero suponer que todos y cada uno de los argumentos del autor del Somni en pro de la inmortalidad del alma, que cada uno de sus argumentos en contra tenga otro padre, proceda de otro autor: siempre quedará que la posición personal de este, su visión del mundo, su Weltanschauung, su intuición fundamental y matriz se traduzcan en el hecho de la contraposición de estas pruebas en diálogo de la irónica alternativa entre unas y otras, de la superación dialéctica entre las de tesis, que hacen del alma ora un ente perecedero, ora una substancia inmortal; de la suprema libertad de espíritu, en que el pensador se muestra imparcial entre ambas y deja que tesis y antítesis se completen, eludiendo la conclusión y el fallo, con la graciosa cautela y el rasgo ingenioso de fingir que uno de los interlocutores ha olvidado el sentido de una palabra; en la actitud, para decirlo de una vez, de pensamiento dual –la actitud para la cual la forma exterior de diálogo no es una literaria arbitrariedad, una extrínseca convención, sino un acto de obediencia al imperativo íntimo del pensar propio–, y que hace de este precoz y elegantísimo humanista nuestro, de este pensador auténtico, de este espíritu original, un caso, tal vez único en la cadena de los siglos, entre el remoto Sócrates de la mayéutica y el moderno Renan de la tolerancia.

II

Pues bien; me figuro que el mismo criterio, que la adquisición luminosa traída por el estudio que, pro domo sua, produjera Bergson debe servirnos como norma al acercarnos al examen de la filosofía de cualquier productor espiritual que no haya sido funcionalmente filósofo. Más: creo que, justamente dentro del cuadro cuyo contorno delinea aquel criterio, puede hallarse modo de decidir en cada caso a quién, entre los productores espirituales poseedores de una filosofía propia, debe atribuirse la calificación de filósofo y a quién no.

Sentado el principio de que la originalidad de cada pensador, su personalidad teórica real, se cifra en la forma de una actitud única ante el mundo, de una intuición fundamental y matriz, puede ocurrir que en la obra de un autor determinado el mismo autor haya cuidado de poner de manifiesto esta actitud, de convertir en expresión esa intuición, no sólo adquiriendo personal y lúcida conciencia de la misma, sino desarrollándola en una articulación de sistema. En el extremo opuesto del señalado por este tipo de productor está el de aquél cuya actitud íntima ante el mundo, cuya intuición fundamental y matriz han quedado sin destacar por el mismo autor, sin aislar, porque en él no se ha producido ni una articulación de sistema, ni siquiera el acto elemental de autoconocimiento que una expresión semejante supone. En el primer caso, el productor espiritual de que se trata puede y debe ser llamado filósofo: no cabe, en segundo caso, considerarlo como tal. Todavía cabe, entre los dos extremos, entre el caso del escritor verdaderamente filósofo y el caso del que no lo es, un caso intermedio, el que llamaríamos –siguiendo una tradición casi canonizada por Butler– el «escritor filosófico»; es decir, el caso de quien, con poseer en propio una visión original del mundo, una intuición fundamental y matriz y haber adquirido conciencia de tan importante propiedad, la ha dejado, sin embargo, implícita, sin revelarla, dejando a otros este menester y cuidado, sin traducirla y articularla en sistema, debido ello a causas que pueden ser múltiples; tal la falta de tecnicismo en muchas ocasiones; tal, en otras, la falta de tiempo, como en el caso del autor muerto joven o de vida malograda; o quizá, de estímulo, circunstancia frecuente en pensadores solitariamente inclusos en medios sociales o nacionales de cultura rudimentaria, o quizá por pragmática reserva y cautela práctica en horas o países en que la producción de audacias ideológicas ha podido traer riesgo de persecución tal vez o siquiera de incomodidad...

En todas estas ocasiones, la calidad funcionalmente filosófica ha existido, aunque el autor quedara incluso en la categoría de los que no pueden llamarse [501] funcionalmente filósofos, y todavía cabe, entre esos tres tipos fundamentales de la escala, infinidad de matices complejos, cuya existencia nos revela cotidianamente la realidad.

Fijémonos, entre esos matices intermedios, en uno que juzgo siempre particularmente interesante. Me refiero al caso del productor espiritual que, dotado, como pensador original que es, de una Weltanschauung propia, de una intuición personal y matriz, ni la ha desarrollado ni articulado en sistema –lo cual le colocaría en posición de ser llamado, en el sentido estricto de la palabra, verdadero filósofo–, ni ha callado sobre este punto y asunto –lo cual le colocaría en la otra posición extrema–, ni tampoco puede decirse que –de conformidad con el tipo intermedio– haya adquirido conciencia lúcida de su propia Weltanschauung, sino que queriendo justamente revelarla, queriendo explicarse, ha producido desarrollos teóricos, acaso extensas articulaciones sistemáticas, que constituyen, sí, una filosofía o, por lo menos, el germen o el fragmento de una filosofía; pero de una filosofía que no coincide con la íntima y auténtica del autor; con la que difusamente se revela en su producción funcional; con lo que anima, para decirlo de una vez, lo verdaderamente substantivo de su obra... Un ejemplo, muy asequible, muy corriente, nos permitirá a todos comprender en seguida el carácter concreto de esta posibilidad, cuyos rasgos pueden parecer, al enunciarlos genéricamente en demasías, sutiles o confusos. Es un ejemplo que la experiencia nos muestra casi a diario en nuestra relación con artistas gráficos o plásticos, con pintores y con escultores. ¿Quién no ha conocido el episodio y escena del pintor o del escultor que nos muestra una obra en su estudio y que, ante nuestra incomprensión, quizá ante nuestra indiferencia, se pone oralmente a defenderla y explicarla, valiéndose de argumentos que, sin que él se dé cuenta, vendrían a probar precisamente lo contrario de lo que el artista quiere probar y justificaría en cualquier obra, menos la que de veras ha producido? ¿Quién no sabe de otros, entre los tales, dados a escribir ensayos de estética, en inconsciente oposición con el criterio que realmente les ha inspirado en toda su producción de escultura o pintura? Muchas veces, metidos en anécdotas parecidas, la tentación nos acosa de quitarle la palabra de la boca al propio productor, para explicarle –nosotros a él, nosotros ante su obra– lo que él, en su obra, ha querido hacer; más de una vez semejante tentación nos ha vencido. De un artista sé –y lo cito porque precisamente la emoción, que ahora, por doble razón de gloria reconocida y de pérdida dolorosa y reciente ha de traer la evocación de esta figura, me sirve de garantía contra cualquier sospecha de que el rigor de que el presente análisis implique atribución de demérito– de un artista sé, el malogrado Juan Gris, en quien la manifestación de este caso hubo de incluir, en algún momento de camaradería conmigo, aspectos casi apológicos.

Muchos, entre quienes me escuchan, saben mejor que yo cómo la obra de Juan Gris ha quedado inscripta en este grupo y tendencia de la moderna pintura, que se ha dado a abstraer, en la representación de los objetos sensibles, no ya los aspectos superficiales y fugaces, sino los elementos de volumen y permanencia, grupo y tendencia que, en términos generales, reciben la determinación de cubistas. Acontecía, sin embargo, que Juan Gris, pintor cubista, al enseñarme algunas de sus obras –en las horas del estudio de la rue Ravignan, por ejemplo–, acompañada esa exhibición con la ilustración marginal de unas teorías que, no sólo dejaban sin explicación la obra enseñada, sino que contradecían radicalmente su sentido y, como suele decirse, se daban de cachetes con ella...

He aquí que el pintor ha colocado en el caballete un lienzo ocupado por un austero arabesco de sordos grises, geométricamente distribuidos en proyecciones de cilindros y de pirámides. He aquí que, al mismo tiempo, empieza a decir cosas de este orden: «–Yo pinto la Naturaleza tal como la veo..., tal como mi alma la interpreta... Lo que pinto es la emoción de las cosas, no las cosas mismas... La impresión que me producen... Lo que el mundo es en mí...» «–No, mira (solía atajarle yo en casos tales). Eso que estás dando son cabalmente los argumentos del impresionismo, los de tus adversarios, los que defienden lo contrario de lo que tú quieres hacer; lo que tú realmente has querido hacer voy yo a explicártelo, porque yo lo sé mejor que tú. Has querido, no fijar la [502] emoción fugitiva, captar la impresión del instante, producir una interpretación lírica de los aspectos, sino, al contrario, limpiar a todos los objetos de su lirismo, llegar a su desnuda y permanente objetividad, reducirlos a medida justa, a pitagórico número, conocer lo que Poussin llamaba el «prospecto» de las cosas, no su «aspecto»: abstraer, en una palabra, y no exaltar... Y así, hasta que, llevado pedagógicamente al conocimiento de sí mismo, este hombre, el artista, era obligado a producir, por encima de su primera declaración falaz, una confesión sincera y contraria en catarsis no demasiado diferente, después de todo, a aquella en que el psiquiatra Freud cree haber hallado el método para la fijación y la curación de la neurosis.

III

Digámoslo de una vez. Digámoslo con todo el respeto, con todo el entusiasmo, con la plenitud de la reverencia, con el bien entendido siempre de que cada uno de los miembros de la distinción que vamos a establecer se halla situado, no ya en las alturas, sino en las mismas cumbres... Pero digámoslo con un imperturbable rigor en el diagnóstico: Cuando se habla de la filosofía de Menéndez Pelayo deben distinguirse tres cosas... Lo que esta filosofía pudo ser; lo que esta filosofía quiso ser; lo que fue realmente... Conviene, sobre todo, no confundir estas posiciones cuando del examen de aquella filosofía se trata.

Todo el mundo reconocerá que este pensar filosófico del polígrafo insigne no se desarrolló a través de una orgánica revisión de los problemas fundamentales. Algún breve credo metafísico, alguna sumaria exposición de programa, algún grito de proclama, algún santo y seña de alistamiento es lo que se contiene, aparte de lo histórico y crítico, especialmente bautizado con el título de «Estudios filosóficos». Uno solo entre ellos, uno, breve y muy superficial, por otra parte, el discurso académico «Examen crítico de la moral naturalista», parece responder a un tema declaradamente teórico. Ni tiene más pureza especulativa el otro discurso sobre Balmes, en coyuntura de alguna reunión o certamen jubilar, ni el rotulado «La Iglesia y las Escuelas teológicas». Grima da, por otra parte, advertir cómo en el curso de estos trabajos ciertos errores de perspectiva, en lo que ha de ser concretamente objeto de valoración económica, se han podido deslizar, ya veamos al autor tratar con exagerado respeto a figuras tan secundarias como las de Alfred Fouillée, bien nos sorprenda, prefiriendo en Balmes aquello que justamente resulta en Balmes menos preferible: la calidad y función de expositor de sistemas ajenos, de historiador de la Filosofía. Los puntos de vista teóricos aparecen ya más desenvueltos, que en esos estudios especiales, en aquellas otras páginas de «La Ciencia española», donde Menéndez Pelayo polemiza con Pidal y con el dominico P. Fonseca. Pero, después de todo, tratándose de un escritor situado en la posición intermedia que hemos fijado antes dentro del cuadro de posibilidades del pensador original, la cuestión de la extensión o del desarrollo en sistema significa relativamente poco. Lo que nos importa ahora, lo que nos induce a considerar como hipótesis aquello de que la filosofía de Menéndez Pelayo pudo ser, deriva de la consideración siguiente: Esta filosofía, este filosófico pensar, fue algo conducido a través de la vida, conducido a través del tiempo. Ahora bien, el tiempo en que se realizó la vida de Menéndez Pelayo, pensador ortodoxo, escritor católico, fue paralelo a un período en que la Iglesia se vio conducida por sus supremas autoridades a la fijación de sus condiciones para aprobar en ortodoxia cualquier pensar filosófico y, en último término, a la adopción de una tradición filosófica única y perenne: aquella que, procedente del intelectualismo aristotélico, queda fijada en la Edad Media, en el molde fijo de la escolástica. Esta adopción, aquellas condiciones, no convertidas en hecho todavía cuando Menéndez Pelayo empezaba a escribir, ni siquiera en la época en que lo más granado de sus proposiciones filosóficas se presentaba, había llegado a hecho ya, a hecho consumado, cuando la vida del gran español se terminaba. En vista de ello, ¿cómo presumir el destino que a este pensamiento pudiera caberle de no haberse quedado en tesis previas y programas, de haber sido llevado a una revisión personal de los grandes problemas fundamentales? ¿Hubieran podido hallar cabida aún, dentro del campo [503] de la estricta ortodoxia, la metafísica y la psicología de quien empezaba proclamando: «¿Cómo se comunican el mundo real y el ideal? Lo ignoro. Pero sé que se comunican y que la palabra especie es un sonido huero que no corresponde a ninguna de las realidades espirituales o materiales que yo conozca»? Seguramente, no. Seguramente –a través de la distancia en el tiempo–, debemos reconocerlo, mal que nos pese, mal que, al medir con ardua sentenza de postri la altura de los adversarios de entonces, nuestra justicia y la parcialidad de nuestra simpatía nos llevan a dar ventaja de cien codos a nuestro polígrafo, a nuestro pensador, por encima de un diletante mediocre como Pidal, de un espíritu espeso como el del P. Fonseca, que el dar al P. Fonseca y a Pidal la razón en la polémica de La Ciencia española, era sólo cuestión de años... Estos han pasado. Prescripciones de arriba han venido. Definiciones dogmáticas han venido. No tan tarde que no alcanzasen aún la vida de Menéndez Pelayo. Y así no queda más remedio que decir que, de haberse desarrollado el pensamiento de éste a lo largo de la misma y de haberse articulado en una sistemática filosofía, no le hubiera quedado más que la alternativa siguiente: o bien ser infiel a los postulados de que procedía y someterse al tipo del pensamiento aristotélico –escolástico–, o bien entrar definitivamente –con un desgarro profundo y doloroso, sin duda, con una gran ruptura interior– por los senderos de la heterodoxia.

Esto en cuanto a lo que la filosofía de Menéndez Pelayo pudo ser. Lo que quiso ser se presentaba, a ojos de quien lo soñó, como algo infinitamente más dichoso. El programa especulativo del autor de Los estudios filosóficos y de La Ciencia española. Tratábase de lanzar al mundo un pensamiento español de tradición greco-latino de estirpe, renacentista de manera, moderno de adopción; un pensamiento cuyo idealismo platónico fundamental estuviese muy vivamente matizado de criticismo, lindando con lo cartesiano y con lo kantiano, pensamiento cuyo modelo creyó encontrar en la filosofía de J. Luis Vives, y para la que encontraba un precedente inmediato en el amago de escuela filosófica barcelonesa, traída por los Francisco Javier, Llorens y por los Martí Eixela, según inspiración de los escoceses y del espíritu liberal de la revista de Edimburgo. El partido del psicologismo escocés fue, sobre todo, abrazado por Menéndez Pelayo con ostensible fervor. «Yo soy –hubo de escribir alguna vez, con su particular aire de decisión en lo expresivo–, yo soy escocés y hamiltoniano hasta los tuétanos.» La doctrina del conocimiento directo, del common sense, fue para él como un verdadero caballo de batalla. Pero no se hubiera resignado a estirpe teórica de tan reciente extracción. «Filósofo de mi tiempo –contestaba altanero al Padre Fonseca–, que busca en el Renacimiento, y algo más allá, su genealogía.» Este «algo más allá» se refiere a Platón evidentemente. Y en Platón, las tesis del idealismo. Aunque no quiera, aunque haga sobre el asunto las reservas que ya imponía el estado de la erudición y la manera de entender las relaciones entre Platón y Aristóteles, impuesta antes de los días en que Menéndez Pelayo escribió por la crítica de Zelle; lo cierto es que la oposición entre aquellos dos maestros de la filosofía griega se le presentaba a Menéndez Pelayo, no sólo como fundamental, sino como permanente. En todas las épocas –escribe en su estudio sobre La filosofía platónica en España– Platón ha sido la bandera de la libertad; Aristóteles, del orden, cuando no de la servidumbre. El cartesianismo es de este modo para él una renovación de la constante platónica, así como el empirismo moderno, desde Bacon, renueva el aristotelismo. También Luis Vives es sentido bajo especie de platonicidad; si no como discípulo de Platón mismo, como discípulo de la Nueva Academia, de la cual toma el sincretismo, y muy particularmente el probabilismo, convertido por esta mente egregia en una gran novedad, «como el mismo Barthelemy Saint-Hilaire reconoce».

Las consecuencias, posiblemente lindantes con el escepticismo de esta tesis idealista, no asustan a Menéndez Pelayo. «Obsérvese –escribe– que Vives rechazaba la tesis de Protágoras, no por escéptica, sino, al revés, por dogmática; por afirmar terminantemente que a cada fenómeno de sensación responde un número de valor puramente individual, es cierto, pero que, para el sujeto, se convierte en verdad absoluta... Pasaje, señores, que, dicho sea de paso, no podemos leer sin singular emoción, porque parece [504] que con el mismo estamos ya al borde de los problemas concretos introducidos en la filosofía contemporánea por la boga de la Fenomenología. Pero, en realidad, el idealismo, inscripto como lema principal en el programa filosófico de nuestro autor, nada quería tener de fenomenológico, inscribiéndose, al contrario, buenamente en la más metafísica de las tradiciones del platonismo, en aquella en que las Ideas son entendidas como realidades y en que los términos idealismo y realismo se pueden confundir. El autor observa en cierta ocasión, y consigna en nota muy oportuna, cómo el vocabulario filosófico ha sufrido un cambio; cómo se llama modernamente idealismo a lo que antaño se llamaba idealismo; en contraposición con el nominalismo de entonces, hoy bautizado de empirismo o positivismo. Y de todos los brevísimos fragmentos de Menéndez Pelayo que contienen una declaración teórica, el que justamente se me antoja más importante y definitorio es el siguiente, incluso en el trabajo referido hace un instante: «El mundo de la dialéctica platónica no es el mundo del Werden o de la evolución; es el mundo de las ideas eternas e inmutables que no rehacen, sino que son con perfecta y plenísima realidad.»

IV

Y, sin embargo, lo que fue, realmente, esta filosofía, la fórmula en que puede traducirse la intuición central y matriz de Menéndez Pelayo, aquella que se realiza en toda su obra fundamental, están auténticamente dominadas por el sentido de la evolución y del Werden, no por la norma de las Ideas eternas... Cuando Juan Gris colocaba en un caballete una tela cubista, dominada por un áspero sacrificio a la objetividad, pretendía explicar su obra con alegatos imbuidos de un lirismo licenciosamente impresionista. Cuando Menéndez Pelayo se entregaba a la turbulencia dinámica de su esencial espíritu de historiador, pretendía cumplir un programa filosófico presidido por la inspiración más contraria a la Historia, por la inspiración de la Eternidad.

Platonismo y aristotelismo están dominados por una nota común: por un intelectualismo que da la primacía a la razón en el juego de los valores. Frente a ésta se levanta la filosofía del romanticismo, la que, lejos del ideal estático y permanente, ve en la realidad continuamente un movimiento, un cambio, un curso, un fluir. Esto, quien lo entroniza en los alcázares del pensamiento es el siglo XIX, con sus precedentes barrocos, con sus rezagados epígonos. El siglo XIX, el siglo de la Historia, dominado por el evolucionismo todo él. Antes que él, el pensamiento dinamista casi no tiene en la historia intelectual del mundo otro precedente que la filosofía de Heráclito y la experiencia espiritual de los místicos. Pero, a cambio de esta casi orfandad de tradición, cuánta generalidad, cuánta intensidad en el dominio los de esta manera dinámica, de esta manera heracliciana y mística de interpretar la realidad durante todo el siglo XI mental europeo, cuyos límites coinciden, aproximadamente, con los límites de la centuria. Todo es evolucionismo en la etapa de cultura que empieza con la obra genial y barroca de Giambatista Vico, y llega hasta nuestros contemporáneos Bergson y Spengler, pasando por Hegel, pasando por los juristas de la Escuela histórica, pasando por los biólogos del transformismo. Todo es evolucionismo, todo es historia, todo es ver la realidad bajo especie de tiempo y creer que las Ideas se hacen y no son ni están quietas, de una vez para siempre estables, inmutables. Pues bien; en este historicismo del siglo XIX, no en el intelectualismo propio del XVIII y acaso propio también –como en virtud de una vuelta– de esta otra hora intelectualista que en el Novecientos vivimos nosotros. La tónica de aquella obra no fue ciertamente platónica, sino hegeliana; no se inspiró en las normas estables, sino en la continuidad del cambio y fluir. Presenta ella misma el aspecto de un curso o corriente. La preside la sombra de Heráclito, no el compás de Pitágoras. Habiendo podido ser un intelectualismo escolástico: habiendo querido ser un intelectualismo platónico, fue, en realidad, un anteintelectualismo, es decir, un romanticismo, traducido al historicismo, que anima, en mayor o menor grado, toda la producción espiritual del Ochocientos.

Todavía, si no tan decisivo como el de Heráclito, la filosofía dinamista del mundo puede abrogarse un precedente: el de Pascal. Pascal es quien, anticipándose al historicismo de Hegel, escribió esta frase [505] considerable: «Toda la serie de los hombres, durante el curso de tantos siglos, debe ser considerada como un mismo hombre, que subsiste siempre y que aprende continuamente.» Afirmación de la unidad del Espíritu, realizándose en el tiempo, y no es otra la intuición fundamental del historicismo de Menéndez Pelayo. Espíritu realizándose en el tiempo, siempre. Una herejía única, realizándose en el tiempo por obra de la serie de los heterodoxos; un ideal de nacionalidad, realizándose en el tiempo a través de la serie de los grandes nombres recordados o resucitados como otros tantos fastos de la ciencia española; un ideal de belleza único, realizándose en el tiempo a través de los cultivadores de ideas estéticas... Cuando en el prólogo de la segunda edición de los Heterodoxos el autor se vuelve, con enérgica conciencia del valor de lo propio, contra quienes, puestos a poner reparos a su labor, acusaban el libro de no ser una historia en el rigor del término, sino un centón de monografías, y les dice que parece imposible su distracción, su obstinación en no ver cómo, a través del desfile de aquella serie de monografías, se crea una unidad, por la multitud de vínculos que enlazan cada punto tratado con el conjunto todo de la obra, nosotros, rectores, críticos, debemos darle plenamente razón. ¡Si hasta los pecados y las deficiencias de M. Pelayo deficiencias y pecados son, por exceso de continuidad, por fluencia de torrente, que le hizo ensanchar el campo de tantas empresas suyas a medida que en ellas avanzaba y no llegar a concluirlas nunca, porque lo pensado como simple prólogo le iba creciendo entre las manos y arrebatando, en su curso torrencial, objetos y más objetos de conocimiento, hasta llenar –anegar iba a decir– volúmenes y volúmenes! ¡Si su falla es la difusión; la dispersión, nunca! ¡Si de todo se le puede acusar, en punto a estructura y composición de sus obras, menos de fragmentarismo! ¡Si hasta su misma sintaxis, y bien sabemos lo reveladores que resultan estos elementos formales, está en marcha siempre, en marcha oratoria, como en proceso sinfónico –realizándose ella también a través del tiempo–, nunca estancada, nunca parada, nunca acusando, en lo estático y discontinuo, los elementos plásticos! A nada tan cercana constantemente la prosa de Menéndez Pelayo como al discurso; a nada tan lejana como al aforismo. Si quisiésemos buscar su parentesco en el estilo de algunos escritores modernos franceses y a la moda, diríamos que el caudal de sus linfas puede recordarnos las inundaciones de Marcel Proust, nunca a sus copas estrictas y transparentes, en que nos es servido el ingenio de Paul-Jean Toulet.

Esta gran corriente en este fluir, con impulso de evolución y de historia, que tradujo auténticamente la intuición fundamental y matriz de este pensador nuestro, sólo extrínseca y convencionalmente podríamos discernir una distribución arquitectónica. Tres son, a mi juicio, las obras fundamentales de Menéndez Pelayo; históricas, naturalmente, las tres. Hace un momento acabamos de aludirlas: la Historia de los Heterodoxos, La Ciencia española, la Historia de las ideas estéticas... Aquí, aquí hay que buscar su filosofía; no en los pretendidos Estudios filosóficos, que, en último término, son estudios históricos también, que se dedican a contemplar ideas que se hacen, no ideas que están permanentes y eternas. Su filosofía, digo..., y su poesía también. Yo no puedo evitar el ver estas tres partes de la obra egregia –todavía atribuyéndoles mayor unidad que la unidad de un proceso único del espíritu que preside a cada una–, como enlazadas entre sí, en un modo de tripartición dantesca, algo así como el «Infierno», «Paraíso», «Purgatorio», respectivamente, de esta gran Commedia de la erudición. Sí. Infierno, Paraíso, Purgatorio. El Infierno es para los heterodoxos; uniformemente a todos, sin dejar uno, este gran juez los condena, aunque bien se deja entender que, en medio de su rigor, los ama; y aun hoy, en más de un paraje de las obras de Menéndez Pelayo, encuentra rastro el lector, no ya de la pragmática caridad que hizo ver al Apóstol de los gentiles la conveniencia, la oportunidad de que hubiese herejes, sino de cierta delectación morosa, golosa, casi viciosa por la herejía; de algo así como el cariño del médico por sus hermosos casos clínicos... De todos modos, con o sin amor, los heterodoxos, al Infierno.

Viene después el Paraíso; éste, agradezcámoslo, Menéndez Pelayo lo reserva casi... a los españoles. Alguna gran figura de valor perenne es aquí exaltada: Platón, Horacio; acaso algún extranjero de distinción: Hamilton, Macaulay; pero lo esencial, los [506] coros beatíficos, lo resucitado a vida inmortal en una especie de resurrección de la carne, son los cientos de españoles que aparecen en las páginas de La Ciencia española. El Purgatorio es el de las ideas estéticas. Aquí el autor atribuye a cada uno, con imparcialidad, su procedimiento, su sentencia, su congrua de vejamen crítico. Y cientos de figuras también; cientos, añadidos a los centenares del Infierno. Porque, eso sí –y he aquí todavía una razón de hablar de poesía cuando se estudia esta filosofía–, Menéndez Pelayo, como el mismo Dante, es un gran plasmador de criaturas, un bravo y fecundo imaginero de bultos humanos. También en su caso, como en los de Shakespeare, Dickens, Balzac, puede imaginarse el establecimiento de un censo que comprenda a toda la pululación de su copiosa progenie literaria; y acaso con más poder inventivo que el de esos poetas; que no sé si se necesita mayor ímpetu fantástico que para poner de pie una criatura inédita, una figura de pura invención, para levantar del polvo y del olvido del pasado un cuerpo entero, un cuerpo y una fisonomía, resucitados nada más que al conjuro de un frío nombre, quizá de unos escuetos nombre y títulos consignados en una ficha bibliográfica... Pero un muerto que vuelve a la vida, un olvidado que entra de nuevo en la presencia, significan aún cambio, dinamismo, drama: sentido romántico de la realidad. El clásico no necesita evocar, porque para él es presente todo; no necesita resucitar, porque maneja materiales eternos. Puede prescindir del tiempo, a cambio de no entender el movimiento, como en el caso radical de las aporías de Zenón de Elea. Pero no es en esta región donde hay que buscar, digámoslo todavía una vez, la filosofía auténtica de Menéndez Pelayo, pensador español, pensador romántico, pensador historicista.

V

Digamos también, para ser escrupulosamente exactos, para no presentar nuestro objeto con simplificaciones de caricaturas, que este romanticismo tuvo, después de todo, dos limitaciones, dos correctivos, que, hasta cierto punto y hasta cierto grado, aproximan lo que fue la filosofía de Menéndez Pelayo a lo que pudo ser, a lo que quiso ser. De una parte, y en el sentido de limitación del historicismo, no se debe olvidar que nuestro autor admite, en medio de su pasión por lo dinámico, por la corriente, por el fluir –admite, y en ello insiste mucho–, la existencia de ciertas constantes, de ciertas instituciones fijas que la objetividad substrae a la acción corrosiva del tiempo. Ya hemos visto hasta qué punto el historiador del platonismo en España consideraba la oposición en éste y el aristotelismo como norma persistente a través de la contingente multiplicidad de apariencias y de vestiduras. Pero, más que nada, apreció tales –constantes en los fenómenos de lo español–. Cuando Menéndez Pelayo establecía la siguiente forma: «Dentro del pensamiento español, todo lo que no es ortodoxo es panteísta o conduce al panteísmo», no hace otra cosa que establecer una constante y concluir un proceso de restricción análogo al que cumple el biólogo Weissmann, al discernir, para los efectos de la adquisición de caracteres y de su transmisión hereditaria, el «plasma somático» del «plasma germinativo». Esto, digo, acerca la filosofía de Menéndez Pelayo a lo que pudo ser. Otro elemento, otro correctivo, la acerca a lo que quiso ser. Me refiero al hecho indubitable de una afición por el clasicismo en lo literario; cualquiera que fuese el romanticismo íntimo del pensador, hay que reconocer que para él un Platón, un Horacio, representaban, no sólo valores impertérritos, sino perfecciones arquetípicas casi imposibles de igualar. Bien renacentista era en esto. Bien lejano –dígase en honor al matiz– de la tónica del siglo XIX. La filosofía del clasicismo creo que está todavía hoy por hacer. Personalmente, me inclino, cada día más, a considerar Clasicismo y Catolicismo como términos equivalentes. Sea como quiera, lo que nos importa consignar aquí es la compensación relativa que el clasicismo literario de la alta figura, cuyo pensamiento nos ha tocado examinar, trae a su visión romántica del mundo.

Un elemento aun debe apreciarse para llegar a un juicio completo, un elemento con cuya alusión vamos a terminar. Es indudable que en todo romanticismo sin matiz hay siempre una propensión al obscurantismo. Obscurantism llama justamente –y con una revalización del vocablo muy lúcida y oportuna– la escritora inglesa Vernon Lee llama al estado mental [507] traído al mundo moderno por el bergsonismo y por otros misticismos de caída romántica. Lo opuesto al obscurantismo es el amor a las luces. Pues bien, este amor, y por manera insigne, lo tuvo Menéndez Pelayo. Él da un gran sentido a la totalidad de su obra, por encima de una adscripción cualquiera de escuela, tendencia o parcialidad. En esto no cabe duda: estamos recordando a un magno trabajador por la ilustración a un guerrero de la luz. Y no es posible, señores, saber lo que esto significa sino refiriéndonos concretamente a España, recordando la tragedia de España. De la tragedia intelectual de España creo haber sentido recientemente la posición con exactitud. Permitidme una referencia personal. El viaje recientísimo, cuyo polvo, mal sacudido, traigo todavía, y de ello me excuso, a esta conferencia, he tenido ocasión de respirar, en las inmediaciones de Lisboa, el aire elegante de la quinta, que fue la del Marqués de Pombal. La víspera, en Evora, había visitado la Universidad de los Jesuitas en que se formara el mismo Marqués, la Universidad radiante de blancura y de alegría de azulejos. Y, juntando en un solo amor las dos superiores formas de la distinción de un pasado, no podía menos de pensar para mí: ¡Qué lástima! ¡Qué lástima que ciertas fatalidades históricas –probablemente inevitables, lo reconozco– pusieran frente a frente, en el Setecientos, y opusieran en lucha de vida o muerte, a estas dos formas de distinción intelectual y social, a las dos únicas fuerzas de organización coherente con que podía contar esta Península nuestra, esta tierra nuestra, siempre amenazada de Prehistoria y de barbarie, confín con el África, marca de Europa, precaria en la cultura como inestimable en la unidad! ¡Qué lástima que no hubiese podido establecerse una forma cualquiera de colaboración, aunque fuese tomando aspecto de turno pacífico, entre estos dos valores en pugna, que eran los únicos con que contábamos que se fundasen en lo universal, que tuviesen un centro no localista, el valor que continuaba una tradición y el que traía una modernidad, el que hincaba en Roma y el que imitaba a Versalles, el valor que todavía nos enseñaba a hablar en latín y el que ya empezaba a enseñarnos a hablar en francés!... Porque lo demás, no era nada; peor que nada: podre, anarquía, casticismo, localismo pintoresco, rebeldía a todo símbolo imperial, perpetuo motín de las capas y de los sombreros, pulgas y piojos saltados de la pelliza de Viriato... Pero el destino quiso que, por el momento, entre aquellas dos fuerzas no hubiese posibilidad de concordia. Entrechocaron. Mutuamente se destruyeron. Primero cayó la fuerza de la tradición; la de la ilustración cayó en seguida. La Guerra de la Independencia encontró a España ya desnuda, y la triunfante anarquía se ha perpetuado. De ella, dolorosamente, empezamos apenas a salir. Y nos parece ver claro que la condición para salir está en emplearnos denodadamente en la obra que el siglo XVIII no pudo hacer y que vuelva a reunir ilustración y tradicionalismo, Francia y Roma, lo que significaba el Marqués de Pombal y el secreto que la Universidad de Evora guarda en su patio claro.

Para esta obra, algunos espíritus nada más pueden servirnos de guía. Entre ellos, el de Menéndez Pelayo en primer término. Y aquí está, sin duda, la razón máxima de su vitalidad triunfante, de esta actualidad en que la sentimos crecer. Para una disciplina de luz, prólogo de una política de luz, nada mejor. Los hombres jóvenes que entran hoy a intervención en nuestra escena social encontrarán probablemente que ningún pensamiento filosófico vale tanto como éste la pena de ser vivido.

{1} Conferencia de clausura del curso Menéndez Pelayo, celebrada en la Academia de la Historia.

<<< >>>

www.filosofia.org Proyecto filosofía en español
© 2000 www.filosofia.org
Revista de las Españas 1920-1929
Hemeroteca