Fernando Garrido (1821-1883)
¡Pobres jesuitas! (1881)
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2000
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Capítulo VI

Sumario. Despotismo de los Generales de la Compañía. –Esclavitud de los miembros. –Obligación que tienen de delatarse unos a otros. –Ejercicios llamados espirituales.

I.

La vida íntima del jesuita puede resumirse en estas palabras: Callar y obedecer.

La esclavitud es un estado normal. El jesuita es tanto más esclavo individualmente, cuanto más libre es la corporación a que pertenece.

Sin embargo, Gregorio XIV, decía en su Bula de 1591, al conceder al General de los jesuitas prerrogativas exorbitantes, que:

«Entre otros bienes y ventajas que resultarían a la Compañía, organizada como un gobierno monárquico, sería una unidad perfecta, por los sentimientos; y que sus miembros, dispersos en todas las partes del mundo, ligados a sus jefes por la obediencia [84] pasiva, serían más pronta y eficazmente conducidos y obligados por el soberano Vicario de Jesucristo en la tierra, a las diferentes funciones que les asigne, según el voto especial que hayan hecho.»

Esto decía Gregorio XIV; mas la verdad es, que la autoridad del General no es monárquica, sino despótica, dictatorial y tiránica, puesto que no tiene límites ni cortapisas.

El despotismo y la esclavitud son términos correlativos, que se explican el uno por el otro; cuando se sabe lo que es un esclavo, se sabe lo que es un amo.

Bajo el punto de la vista material, carecer de propiedad y de libertad individual, es ser esclavo.

Bajo el punto de la vista moral e intelectual, es esclavo el que se encuentra privado de la libertad de sus juicios y de la su voluntad.

El despotismo material degrada al hombre; el moral e intelectual lo rebaja a la condición de bestia, desde la más elevada cualidad humana, que radica esencialmente en la conciencia.

La primera clase de esclavitud, obra de la fuerza bruta, procede del poder civil; la segunda, del fanatismo y de las instituciones religiosas. Aquella la aborta el estado seglar: ésta el eclesiástico; ambos despotismos [85] repugnan a la naturaleza y a la humana razón.

Ambas tiranías se combinan perfectamente, como en ninguna otra institución de las innumerables, fundadas por la Iglesia romana, en la Compañía de Jesús, para lo cual han necesitado poco menos que deificar al General de la Orden. Las constituciones de la Compañía colocan al General en el lugar de Jesucristo; hacen de él un Dios.

En ellas se encuentran centenares de frases semejantes a estas:

«Es preciso ver siempre y en todas partes a Jesucristo en la persona del General...

»Al General se le debe obedecer como a Dios mismo...

»La obediencia al General debe ser perfecta en la ejecución, en la voluntad y en el entendimiento, persuadiéndose de que todo lo que manda es precepto y voluntad de Dios. Sea quien quiera el superior, siempre debe verse en él a Jesucristo.»

¿Cabe mayor impiedad, en gentes que pretenden ser tan piadosas, como el ver en un hombre imperfecto, sujeto a error, a mala fe y a peor voluntad, al mismo Dios?

San Ignacio pone algunas restricciones insignificantes a la obediencia ciega, repitiendo, por ejemplo, con San Bernardo, que el [86] hombre no debe hacer nada contrario a Dios y otras que parecerían eficaces, tratándose de hombres libres, pero ilusorias para personas sometidas a los ejercicios, noviciado, reglas, votos y disciplina de los jesuitas. Tanto más cuanto que la obediencia que sus instituciones les imponen, no es a una ley o estatutos, sino a la voluntad del General, en lo cual la disciplina de la Compañía de Jesús se parece a la de los soldados, cuyo primer deber consiste en obedecer ciegamente a sus jefes, sin parar mientes en la moralidad o inmoralidad de las órdenes en que deben de ejecutar; puesto que responsable el que las da y no el que las ejecuta; pero con la desventaja de que el jefe militar, sólo exige del soldado que cumpla su orden, en tanto que el jesuita, además de cumplirla, esta obligado a creerla justa.

II.

He aquí que a este propósito se lee en la Historia de las persecuciones políticas y religiosas {(a) Persecuciones políticas y religiosas en todas las naciones de Europa desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días. 1864, Salvador Manero, editor: Barcelona.}

«Las constituciones de casi todas las [87] órdenes religiosas contienen duras máximas respecto a la obediencia.

»Dícese en la regla de San Benito, que debe obedecerse hasta en las cosas imposibles...

»En la regla de los Cartujos se dice, que debe inmolarse la voluntad, como se sacrifica un cordero.

»Las constituciones monásticas de San Basilio deciden, que los religiosos deben ser en manos del superior, lo que la leña en las del leñador.

»En la regla de los Carmelitas descalzos se establece, que deben ejecutar las órdenes del superior, como si no ejecutarlas o hacerlo con repugnancia fuese pecado mortal; y en la de San Bernardo se asegura, que la obediencia es una ceguera feliz, que ilumina el alma en la vía de la salvación.

Dice San Juan Clímaco, que la obediencia es una tumba de la voluntad, y que no debe resistírsela.

San Buenaventura, dice que el hombre verdaderamente obediente es como un cadáver, que se deja remover y transportar sin resistencia...

Estas máximas, esparcidas en las reglas e instituciones monásticas, las han acumulado los jesuitas en las suyas, convirtiéndolas, de [88] máximas, en reglas obligatorias, en votos eternos.

¿Puede calcularse adónde puede llegar un hombre que, como el General de los jesuitas, no sólo puede mandarlo todo a los miembros de su Compañía, sino que, a consecuencia de ser su cargo vitalicio, y de la organización de la Compañía, ha podido penetrar en las conciencias de sus subordinados, y conocer sus más recónditos pensamientos?

Por esto, sin duda, algunos Papas han querido convertir el generalato de los jesuitas en trienal, en lugar de perpetuo, como ha sido siempre; pero no lo han conseguido nunca.

En todas las otras órdenes monásticas hay asambleas y capítulos, que se reúnen regularmente, y que hasta cierto punto sirven de barrera a los abusos de los Generales; nada de esto existe en la Compañía de Jesús, cuyos miembros sólo se congregan al morir su General para nombrar el sucesor.

III.

De la misma manera que el General se reserva el derecho de no cumplir los contratos, cuando los considera perjudiciales para la Compañía, se reserva también el derecho de [89] expulsar a sus miembros, a pesar de que estos no pueden retirarse por su propia voluntad, so pena de ser excomulgados y tratados como apóstatas.

Sólo hasta que hacen su primer voto pueden retirarse los novicios; pero aunque los hayan echo todos, y a cualquier dignidad que se elevaran, el General puede expulsarlos, sin decirles por qué, ni consultar a nadie, y sin obligación de darles nada, aunque hubiesen llevado grandes caudales al entrar en la Compañía.

Esta esclavitud es, pues, más dura que cualquiera otra, pues el amo está siempre obligado a mantener al esclavo, y la facultad del General, de expulsar por causas secretas a los miembros de la Compañía, prueba hasta qué punto la injusticia y el desprecio de los hombres están encarnados en esta Institución, en la que el despotismo y el misterio se sobreponen a toda consideración y respeto humano. Todas las corporaciones pueden expulsar a sus miembros; pero sólo de la Compañía de Jesús los pueden expulsar sin juzgados y condenarlos.

El despotismo está tan en la raíz de este árbol, que sus miembros no cuentan con nada, ni a nada tienen derecho.

Vive la tiranía por la delación y la [90] inquisición; sus armas son secretas, y sus servidores no pueden menos de ser espías y delatores, al mismo tiempo que son espiados y delatados.

El déspota debe conocer el carácter, talentos y cualidades de sus esclavos, para sacar de ellos más provecho, empleándolos donde puedan serle más útiles.

Necesita también alimentar en ellos la desconfianza, para que sólo en él la tengan, y que su poder sea el único que se haga sentir.

Todo debe ser vil y bajo en la esclavitud, que no admite elevación de alma ni libertad de ánimo.

Ningún proyecto laudable puede brotar en almas esclavas, y no es posible que hombres degradados por la renuncia de su albedrío, por la servidumbre, el espionaje y las delaciones, por una inquisición, que amenaza y obra constantemente, puedan elevarse a grandes concepciones. Si la naturaleza les ha dado la fuerza, la educación les priva del valor.

Los esclavos no tienen patria; renunciaron a sus padres, y olvidaron el hogar doméstico. Sólo ven la grandeza del déspota a quien sirven, y el imperio en que domina; sus ojos están siempre inclinados ante el amo, y no tienen actividad propia, sino la que les infunde el poder a quien sirven. [91]

En los artículos 9 y 10, título II, se dice que todo jesuita debe alegrarse de que sus faltas y defectos, y en general cuanto en él se observe, sea revelado a sus superiores por el primero que lo vea, y que todos deben vigilarse y delatarse recíprocamente. Estos artículos pertenecen a los llamados esenciales del Instituto, y se encuentran en la página 70 del citado título II. ¿Será posible que los jesuitas, ocupados en espiarse y delatarse unos a otros, puedan amarse recíprocamente? ¡Qué profundos y reconcentrados odios, cubiertos con la careta de la más falsa y baja hipocresía, deben ocultarse en los conventos de los jesuitas! ¡Qué afectos, qué sentimientos tiernos y humanos deben quedar en aquellos corazones, que no pueden abrirse a las dulces emociones de la familia, ni a las sinceras y francas expansiones de la amistad, ni a los nobles y levantados sentimientos y arranques del amor patrio, impulsos y móviles de las más grandes y sublimes acciones del hombre!

¡Hasta la honra obliga la Compañía a abandonar a los desgraciados que de ella entran a formar parte!

Dice el capítulo IV del Examen, de los que quieren entrar en la Compañía, que se les advierte que abandonan todo derecho, [92] cualquiera que sea, a defender su honra, y que lo deben a sus superiores, para bien de su alma y gloria de Dios.

Dice el capítulo V, que las delaciones son obligatorias.

¡Qué degradación del ser humano!

¿Puede, después de esto, decirse con justicia, que un jesuita es un hombre?

IV.

Considérase en la Compañía, gravísimo pecado, alimentar el menor escrúpulo o duda acerca de los privilegios del Instituto, suponiendo que sería dudar de la legitimidad de su voto, del poder del Papa, del de la Sociedad, y del de sus fundadores.

No sólo durante el noviciado, sino aun después de profesar, practican los jesuitas los Ejercicios espirituales.

Figúrese el lector, un joven, encerrado solo en una habitación, sin libros, en un lugar silencioso, a fin de que nada lo distraiga, entregado a meditaciones tan interesantes, profundas, filosóficas y racionales como los siguientes:

«Debe el novicio representarse dos estandartes, cuyos jefes son: Jesucristo el de uno y Satanás el de otro. Debe imaginarse a [93] Jesucristo, bajo forma agradable, en campo bien situado, viendo a sus discípulos organizados como soldados; y a Satanás, de aspecto repugnante, reuniendo sus tropas de todas las partes del mundo. Meditando sobre el infierno, debe ver una llama ardiente y almas quemadas en cuerpos de fuego; oír bramidos, blasfemias, e imaginarse que por el olfato y el paladar siente las sensaciones más repulsivas.»

A todo novicio se previene que debe hacer durante la noche una meditación de este género, otra por la mañana, y repetirla después de oír misa; y que debe excitar su mente de tal manera, que le parezca que realmente ve y siente los objetos sobre que medita.

Estos ejercicios famosos, podrían llamarse, método de ver visiones. Presentarlos a jóvenes y mujeres, fáciles de exaltar, como medios ordinarios de perfección espiritual, no es otra cosa que preparar sus almas para el más ciego y embrutecedor fanatismo.

Por estos comienzos pueden deducirse los fines.


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Fernando Garrido
¡Pobres jesuitas!
Madrid 1881, páginas 83-93