Materia & Materialismo

Luis Büchner 1824-1899
Fuerza y materia
Estudios populares de historia y filosofía naturales
1855

 
§ VI
Inmutabilidad de las leyes de la Naturaleza

Las leyes que determinan la actividad de la Naturaleza y rigen los movimientos de la materia, unas veces destruyendo, otras organizando, y que producen las más variadas formaciones orgánicas e inorgánicas, son eternas e inmutables.

Una necesidad absoluta e inflexible domina a la materia. «La ley de la Naturaleza –dice Moleschott– es la expresión más rigurosa de la necesidad.» Ningún poder, cualquiera que sea, puede sustraerse a esta necesidad, que no tiene excepción ni restricción alguna. En todo tiempo y eternamente, una piedra que no esté sostenida por nada caerá hacia el centro de la tierra. Igualmente no hay voluntad que haya detenido ni pueda detener el sol en su carrera.

Una experiencia de más de diez siglos ha convencido al naturalista de la inmutabilidad de las leyes que rigen a la Naturaleza, y esta convicción ha llegado a ser con el tiempo irrevocablemente cierta. La ciencia, incansable en la investigación de la verdad, ha atacado las antiguas supersticiones, nacidas en la infancia de los pueblos, destruyéndolas; ha arrancado a los dioses el trueno, el rayo y los eclipses, y ha sometido al hombre las terribles fuerzas de los antiguos titanes. Lo que [40] era inexplicable y milagroso, lo que sólo parecía depender de una potencia sobrenatural, apareció muy pronto a la clarísima luz esparcida por la antorcha de la ciencia como efecto de fuerzas físicas ignoradas o poco conocidas hasta entonces. ¡Con cuánta rapidez se desplomó el poder inmenso de los espíritus y de los dioses! La superstición debía ceder su puesto a las luces en los pueblos civilizados. Tenemos derecho a afirmar, con la mayor certeza científica, que no existen los milagros; que todo lo que sucede, ha sucedido y pueda suceder, no sucede, ni ha sucedido, ni puede suceder sino de un modo natural, es decir, de un modo que no necesita más condición que la concurrencia necesaria o encuentro de las substancias que eternamente existen, y de las fuerzas físicas que les son inherentes. Ninguna revolución de la tierra o del cielo, por terrible que haya sido, ha podido verificarse de otro modo. Ninguna mano todopoderosa procedente del cielo ha levantado las montañas, ni transportado los mares, ni creado los animales y los hombres por consideraciones o conveniencias personales, sino que estos acontecimientos se han verificado según las mismas leyes que hoy todavía transportan, a nuestra vista, los montes y los mares y producen cuanto existe, y todo se ha verificado a consecuencia de la necesidad más rigurosa. Dondequiera que se encuentren el fuego y el agua, tienen que producir vapores y ejercer éstos sus irresistibles fuerzas sobre todo lo que les rodea. Dondequiera que cae una semilla en la tierra, allí crece; dondequiera que el rayo es atraído, allí cae.

Aunque el hombre sólo tenga conocimientos superficiales de la Naturaleza y del mundo que le rodea, aunque no tenga más que una idea general de los progresos de las ciencias naturales, no puede [41] abrigar la menor duda acerca de la necesidad e inmutabilidad de las leyes de la Naturaleza.

Con el destino de los hombres sucede lo mismo que con el de la Naturaleza. Siendo el hombre el resultado de relaciones naturales, está en todas partes igualmente sometido a las leyes físicas, y experimenta esa misma rigurosa e inflexible necesidad que domina a toda existencia. En la naturaleza de todo ser viviente está el nacer y el morir, y no hay ser alguno que haya podido sustraerse a esta ley. Lo más cierto que hay en nosotros es la muerte, que constituye el fin de toda existencia individual. Ni las invocaciones de la madre, ni las lágrimas de la esposa, ni la desesperación del esposo detienen su inexorable mano. «Las leyes de la Naturaleza –dice Vogt– son fuerzas bárbaras, inflexibles, que no conocen moral ni benevolencia.» No hay mano que detenga a la tierra en su curso ni oración que detenga al sol ni calme el furor de los elementos que luchan entre sí. No hay voz que despierte de su sueño a la muerte, ni ángel que ponga en libertad al prisionero, ni mano que saliendo de las nubes ofrezca pan al que tiene hambre, ni signo alguno celeste que dé conocimientos sobrenaturales. «La Naturaleza –dice Feuerbach–, no contesta a las quejas ni a los ruegos del hombre, sino que le rechaza inexorablemente hacia sí mismo.» Y Lutero afirma en su sencillo lenguaje: «Sabemos por experiencia que Dios no se mezcla de modo alguno en esta vida terrestre.» Un espíritu cuyas manifestaciones fuesen independientes de las fuerzas de la Naturaleza, tal como lo describe Liebig, no puede existir, porque jamás hombre alguno exento de preocupaciones e iluminado por el estudio de las ciencias ha notado semejantes fenómenos. ¿Cómo podría suceder de otra manera? [42] ¿Cómo sería posible que el orden inmutable en que se mueven las cosas llegara nunca a interrumpirse sin producir un irremediable trastorno en el mundo, sin entregar al universo y a los seres que le pueblan a un poder árbitro y desolador, sin admitir que la ciencia toda es puro fárrago, y todas las investigaciones que en la tierra se hacen, inútiles trabajos?

Esas excepciones, esas transgresiones del orden natural de la existencia han recibido el nombre de milagros, y en todas épocas se dice que ha habido un número considerable de ellos. Su origen, por otra parte, es debido a la especulación interesada, a la superstición o a la inclinación particular e innata que todos tenemos hacia lo que es sobrenatural y maravilloso. Mucho trabajo cuesta al hombre, por evidentes y palpables que sean los hechos, convencerse de la inmutabilidad de las leyes que le rodean y a que está sometido en todas partes y circunstancias. El hombre quisiera eludirlas, y busca con tal objeto cuantos medios están a su alcance para sustraerse a ellas. Mientras más joven e ignorante ha sido la raza humana, más favorables fueron a esta inclinación las circunstancias que la rodeaban. Por consiguiente, había más milagros. Aun hoy las hordas salvajes e ignorantes y los hombres poco ilustrados, no dejan de creer en milagros y en espíritus dotados de fuerzas sobrenaturales.

Sería abusar de la paciencia de los lectores tratar de demostrarles la imposibilidad de los milagros por medio de razones naturales sin hablar de naturalistas. No hay ya hombre alguno que sea ilustrado y esté convencido del orden inmutable de las cosas que pueda creer en milagros. Admirados estamos de que un talento tan claro y penetrante como el de Luis Feuerbach haya creído [43] necesario emplear tanta dialéctica para refutar los milagros cristianos. ¿Qué fundador de religión no ha creído conveniente rodearse de algunos milagros para aparecer en la escena del mundo? ¿No ha demostrado el éxito que tenía razón al hacerlo así? ¿Qué profeta, qué santo no ha hecho milagros? ¿Qué hombre imbuido en lo maravilloso no sigue todavía viendo milagros en todas partes y a todas horas? ¿Los espíritus de las mesas giratorias no son también milagros? Ante la antorcha de la ciencia todos los milagros son iguales: son el fruto de una imaginación extraviada. «Sólo hay milagros y maravillas en la Naturaleza para aquellos que no la han estudiado bastante» –dice el autor del Sistema de la Naturaleza.

¿Será posible que en una época en que las ciencias naturales han alcanzado un grado tal de perfección, el clero de un pueblo tan ilustrado como el inglés haya dado pruebas de la superstición más ridícula en su famosa disputa con lord Palmerston? Habiendo pedido el clero al gobierno que ordenase guardar un día de abstinencia y oración para ahuyentar el cólera, contestó el lord mencionado que la propagación del cólera era debida a condiciones naturales conocidas en parte, y que podría evitarse mejor por medio de medidas sanitarias que con oraciones. Esta contestación hizo que se le tachara de ateo, y el clero manifestó que era pecado mortal no creer que la Providencia pudiera quebrantar a su antojo las leyes de la Naturaleza cuando lo tuviera por conveniente. ¡Qué idea tan particular tienen estas gentes del Dios que se han creado! Un supremo legislador que se dejara llevar por las oraciones y las lágrimas hasta el punto de destruir el orden inmutable creado por él, violando sus propias leyes y anulando con sus mismas [44] manos la acción de las fuerzas naturales, sería ridículo y despreciable.

«Todo milagro –dice Cotta–, sólo por el hecho de verificarse, probaría que la creación no era digna del respeto que le tributamos, debiendo necesariamente los místicos deducir de la imperfección de lo creado la imperfección del Creador.»

«Los milagros –dice Giebel– son los mayores absurdos en el dominio de la ciencia, donde la fe ciega no sirve para nada, pues sólo sirven los conocimientos adquiridos por medio de la convicción.»

El francés Jouvencel dice: «No hay en el universo cualidades ni milagros; lo que hay son fenómenos regidos por leyes.»

Las obras dogmáticas afirman que la idea del mundo visible, marchando por sí misma como un reloj, es indigna de la divinidad, y que debemos considerar a Dios como el regulador perpetuo ocupado siempre en crear cosas nuevas. Por eso han censurado el que Alejandro de Humboldt represente el Cosmos como un encadenamiento de leyes naturales, y no como producto de una voluntad creadora. También podía, por igual concepto, rechazarse la existencia de las ciencias naturales; porque no son los naturalistas, sino la misma Naturaleza, quien nos ha enseñado a conocer el Cosmos como un encadenamiento de leyes naturales e inmutables. Cualesquiera que sean las objeciones presentadas contra esta teoría por el interés teológico o la ignorancia de los pedantes, no tendrán nunca valor alguno ante la fuerza de los hechos.

Los adversarios de los naturalistas no dejan, por supuesto, de presentar hechos a los que dan un valor distinto del que en realidad tienen. Es indudable –dicen– que Dios secó el mar Rojo para [45] que le atravesaran los judíos; es indudable que asustó a las gentes de aquellos tiempos con los cometas y los eclipses; es indudable que visitó de colores las flores de los campos y alimentó a las aves del cielo. Pero ¿qué hombre racional ve en estos hechos otra cosa que la actividad y el movimiento eternos e inmutables de las fuerzas naturales, y quién no sabe que las aves del cielo morirían si no se alimentaran? ¿Es una idea más digna de Dios representárselo como una fuerza que impulsa de cuando en cuando la marcha del mundo, que compone una pieza de la máquina universal como un relojero compone sus relojes? Si Dios ha hecho el mundo perfecto, ¿cómo puede necesitar que se le componga y remiende?

Por eso admiten los naturalistas la inmutabilidad de las leyes de la Naturaleza como una verdad axiomática. Sólo difieren algunos en la manera de conciliar este hecho con la existencia de un poder absoluto o de una fuerza creadora individual. Los naturalistas y los filósofos se han esforzado siempre con igual desgracia en sostener esta doctrina. Rara vez tienen buen éxito semejantes ensayos en las ciencias, porque o desmienten los hechos, o se pierden en el terreno de la fe y se ocultan en la ambigüedad que lleva consigo el lenguaje obscuro y ampuloso. El célebre Oersted nos ofrece un ejemplo de ello cuando dice: «El mundo está gobernado por una razón eterna que nos hace ver sus efectos en las leyes inmutables de la Naturaleza.» Es imposible comprender cómo una razón eterna que gobierne, puede coexistir con las leyes inmutables que al mismo tiempo se suponen. O son las leyes inmutables de la Naturaleza las que gobiernan, o es la eterna razón; porque si coexistieran, estarían constantemente en lucha. Si la eterna razón gobernara, [46] sobrarían las leyes de la Naturaleza. Si por el contrario gobernaran éstas, excluirían toda intervención personal, en cuyo caso no puede decirse que esto sea gobernar. Por otra parte, recordaremos a aquellos que creen que el conocimiento de la inmutabilidad de las leyes naturales debe producir en el hombre un sentimiento de inquietud y pena, el juicio emitido por el mismo Oersted en la siguientes palabras: «Con esta certidumbre –dice– adquiere el alma la tranquilidad interna, se pone en armonía con la Naturaleza toda, y pierde los supersticiosos temores que le produce siempre la idea de que existan algunas fuerzas fuera del orden racional y puedan en tal concepto detener el curso de la Naturaleza» (1). Los sabios que menos éxito han alcanzado, son aquellos que admiten que el poder superior o absoluto estaba ligado [47] de tal manera a todas las cosas naturales, que cuanto sucedía era debido a su influencia inmediata, aunque con arreglo a determinadas leyes. En otros términos, que el mundo era una monarquía regida por medio de leyes, una cosa parecida a una monarquía constitucional.

{(1) Desde que han circulado libros populares poniendo al alcance del vulgo los recientes descubrimientos de las ciencias naturales, prodúcenos quejas, lamentaciones y clamoreo en todas partes, denunciando las perniciosas doctrinas que de esta manera se difunden. Esas quejas se han redoblado desde que publicamos la primera edición de estos estudios. Sólo la falta de inteligencia es capaz de producir semejantes lamentos. Las leyes inmutables que rigen al mundo y a la Naturaleza, y que ningún ser puede quebrantar; la convicción de que nada en el mundo es arbitrario, interior ni exteriormente, hará más bien que nazca en el hombre dotado de razón un sentimiento de tranquilidad, de satisfacción y de estima hacia su propia persona, dándole esa firmeza de carácter que no es efecto de una presunción imaginaria, sino del conocimiento de la verdad. Cualquier doctrina que quiera hacer depender los destinos del hombre de su relación con una fuerza desconocida que pueda gobernar y crear arbitrariamente, le degrada y le convierte en juguete y esclavo ignorante de un poder desconocido y de un dueño invisible. «¿Somos acaso cerdos a quienes se mata para cubrir las mesas de los príncipes y cuya carne se macera para que resulte más grata al paladar?» Así exclama el personaje de La muerte de Danton, de Jorge Büchner.}

La inmutabilidad de las leyes de la Naturaleza es tal, que nunca ni en parte alguna sufre excepción, y no deja ver en nada la acción de una mano reparadora; es tal, que la armonía de esas leyes constituye un resultado independiente de las reglas que pudiera establecer una razón superior. Unas veces esas leyes construyen, otras destruyen: en ocasiones parecen obrar con un fin determinado, y luego las contemplamos enteramente ciegas y puestas en contradicción con todas las leyes de la razón y de la moral. Los hechos demuestran que en las formaciones orgánicas e inorgánicas que se renuevan incesantemente en la tierra, no puede existir la acción directa de inteligencia alguna. El instinto que la Naturaleza tiene de estar constantemente creando, es tan ciego y depende en tal manera de circunstancias fortuitas y exteriores, que da con bastante frecuencia nacimiento a las producciones más absurdas y menos conformes con su fin particular. A veces suele acontecer que no sabe vencer ni evitar el más insignificante obstáculo que a su paso encuentra, obteniendo lo contrario de lo que debía ser según las leyes de la razón y la inteligencia. Esto lo demostraremos claramente en el capítulo que dedicamos a la teología. Por eso ha encontrado esta teoría muy pocos partidarios entre los naturalistas, que pueden convencerse, siempre que lo deseen, de la acción puramente mecánica de las fuerzas físicas.

Muchos más adeptos ha encontrado la teoría [48] que busca un término medio, y, rindiéndose ante la evidencia de los hechos, ha reconocido que la actividad de las fuerzas físicas es puramente mecánica e independiente de todo impulso exterior y arbitrario, pero que admite como necesario que esa actividad no ha sido eterna, y que una fuerza creadora dotada de una razón suprema ha creado no sólo la materia, sino también las leyes que rigen a esta última, según las cuales debe obrar y vivir de un modo inseparable. Según ellos, la fuerza creadora dio el primer impulso, permaneciendo en reposo desde aquel instante. «Hay muchos naturalistas –dice Rodolfo Wagner en Ciencia y Fe– que al mismo tiempo que admiten una creación primitiva sostienen que el mundo ha quedado abandonado a sí mismo después de la creación, conservándose en virtud a la perfección de su mecanismo interno. Creemos haber ya presentado bastantes objeciones contra esta idea; pero volveremos a ocuparnos de ella en sus pormenores, en un capítulo que tratará de la creación. Allí probaremos que los hechos demuestran que nunca ni en lugar alguno encontramos señales de una creación inmediata; que todos los hechos, por el contrario, rechazan semejante noción, y que no debiendo buscar el principio de la existencia y de la muerte sino en la acción eterna y recíproca de las fuerzas físicas, no nos compete hablar de aquellos que se fundan en la fe para explicar la existencia. El objeto de nuestros estudios es el mundo visible y palpable, y no el que cada uno quiera suponer fuera de estos límites.

La fe y la ciencia son dos mundos distintos, y si nuestra opinión nos prohibe admitir lo que ignoramos, tampoco queremos arrogarnos el derecho de imponer a los demás nuestras ideas. Sea cada uno dueño de traspasar los límites del mundo visible, [49] buscando fuera de él una razón que gobierne, un poder absoluto, un alma del mundo, un Dios personal, &c. Guarden los teólogos sus artículos de fe y los naturalistas su ciencia; ambos partidos marchan por sendas distintas. La fe tiene raíces en las disposiciones del alma, inaccesibles, según dicen, a la ciencia. Es evidente que el estudio de la Naturaleza va venciendo al de la fe; pero todavía le queda a ésta bastante terreno que explotar. No sólo terminan siempre las investigaciones del hombre en límites insuperables, más allá de los cuales puede comenzar la fe, sino que no parece imposible separar la fe de la ciencia dentro de la conciencia individual. ¿No nos ha dado un distinguido naturalista el consejo candoroso de proporcionarnos para el reposo del alma dos conciencias distintas, una para las ciencias naturales y otra para la religión, manteniéndolas siempre separadas una de otra? Esta proposición es conocida desde entonces con el nombre de «teneduría de libros por partida doble».

 
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{Luis Büchner 1824-1899, Fuerza y materia. Estudios populares de historia y filosofía naturales, (1855). Traducción de A. Gómez Pinilla. F. Sempere y Compañía, Editores / Calle del Palomar 10, Valencia / Olmo 4 (Sucursal), Madrid / sin fecha (aproximadamente 1905) / Imprenta de la Casa Editorial F. Sempere y Compª. Valencia, 255 páginas.}

 
Prólogo | I. Fuerza y materia | II. Inmortalidad de la materia | III. Inmortalidad de la fuerza | IV. Infinito de la materia | V. Dignidad de la materia | VI. Inmutabilidad de las leyes de la Naturaleza | VII. Universalidad de las leyes naturales | VIII. El cielo | IX. Períodos de la creación de la tierra | X. Generación primitiva | XI. Destino de los seres en la Naturaleza | XII. Cerebro y alma | XIII. Inteligencia | XIV. Asiento del alma | XV. Ideas innatas | XVI. La idea de Dios | XVII. Existencia personal después de la muerte | XIX. Fuerza vital | XX. Alma animal | XXI. Libre albedrío | XXII. Conclusión


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